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COLUMNA NÓMADE

El viernes negro

La piñata, un ejercicio anticipatorio de lo que va a ser la vida adulta: todos contra todos por un puñado de caramelos.

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¿Por qué se llama Black Friday al día en que los usuarios pueden comprar con descuentos? ¿Es un día negro para los vendedores que tienen que rebajar sus mercancías? ¿O es un día negro para los usuarios que descubren que son una mercancía y que hay una descarga libidinal en el hecho de salir a comprar porque es más barato? ¿Es más barato? Una costumbre que viene del imperio, ya que en Estados Unidos se hace después del día de Acción de gracias. También se está tratando de importar la Noche de Brujas. Pero en la Noche de Brujas participan los niños, esos seres que pueden ser insufribles –el niño trofeo (el que exhiben sus padres), el niño o la niña que sólo habla con los padres y no te saluda, el niño que hace la que se le canta y llora sin parar si no le das lo que quiere o la corriente del niño.

Me río pensando en lo que hubiera escrito Adorno sobre el Black Friday. Adorno era un aguafiestas letal. Bajo Adorno la vida se torna casi imposible. Cuando querés pasar tu valija por el escáner del aeropuerto adorniano, él va a encontrar hasta el más minúsculo pelo de la mala conciencia burguesa. Benjamin es más amable, tiene en su escape místico algo liberador. Pienso en los escritos que les dedicó a los niños. Para Benjamin los niños, a través de sus juguetes, se sienten atraídos por objetos que no tienen valor ni propósitos evidentes. Y suelen jugar con ellos de manera antijeráquica, es decir, ellos le ponen las jerarquías que quieren. En los niños encontraba Benjamin una potencia, un excedente revolucionario. Los niños pueden jugar incluso a riesgo de morirse. El revolucionario también. La vida es puesta en juego siempre. Pienso en Nietzsche –otro adicto al fragmento como Benjamin– que decía que había que vivir con la potencia con la que juegan los niños, como si fuera en serio.  

Para Benjamin el juego de los niños tiene mayor relación con los textos sagrados que con el habla corriente de los adultos. Tanto para el revolucionario como para los niños, no hay ruptura entre acción y percepción. Por eso pensaba que había que rescatar la conciencia infantil que anida en nosotros, esa redención es crucial. Cuando ordenamos el cuarto del niño, cuando no lo dejamos que se aburra –ahí ordenamos su tiempo– lo que hacemos es prepararlo para el capitalismo salvaje. De hecho, la piñata al final de los estereotipados cumpleaños infantiles es un ejercicio anticipatorio de lo que va a ser la vida adulta: todos contra todos por un puñado de caramelos.  

 “Si están sanos y se siente bien –escribe Walter Benjamin– todos los niños son auténticos monstruos de creatividad, despedazando, rompiendo construyendo. Siempre haciendo algo! Podría decirse que sólo son conscientes de todas las cosas que los rodean si pueden actuar sobre ellas. La acción, de hecho, lo es todo. En la escuela, estas aptitudes son barridas por la socialización, hay que responder lo que se te explicó, mirar sin tocar. Por eso creo que los fumadores –que necesitan el placer táctil del paquete de cigarrillos– son niños, inhalando y sacando humo, una forma de mostrar que existimos mientras pensamos: ahí hay humo, alguien está vivo, algo pasó.  

Para Benjamin era indispensable organizar el pesimismo, para que éste se volviera potencia. Le parecía que estaba bien el sistema analítico de Kant, siempre y cuando incluyera también el estudio de la borra del café. Como cosificación del deseo, las mercancías en vez de satisfacer sueños, los producen: la gente cuando entra al shopping satisface deseos que no sabía que tenía. Benjamin era un visitador de anticuarios. Le gustaban los objetos, ver qué cosa del pasado o que estaba en desuso, se enhebraba en el presente. Guardaba en su casa juguetes, objetos. Como Jarvis Cocker, el frontman de Pulp, un compositor extraordinario que tenía almacenado en un desván muchos objetos que fue acumulando en su vida: diarios, cuadernos, chicles vencidos, remeras, etc. Pop bueno, pop malo es un libro en que el Jarvis abre ese desván y se pone a hacer un inventario de las cosas que se acumularon . Me acuerdo del final de un poema de Borges que nos daban en la secundaria, el Borges para principiantes. Era sobre las cosas: “Durarán más allá de nuestro olvido/ no sabrán nunca que nos hemos ido”.  

Hay un libro de ficción que se llama Las cosas que llevaban, es de Tim O'Brien, y narra la guerra de Vietnam a través de los objetos que los soldados llevaban mientras se metían en la jungla, se drogaban o pisaban una mina escondida debajo de un pedazo de césped siniestro. El inventario de Jarvis es más amable. Me encanta sobre todo la parte en que cuenta cómo consiguió su primera guitarra eléctrica. Siendo chico junto a su hermana y su madre se fueron de vacaciones a Ibiza y ahí la madre conoció a Horst, un alemán que daba clases de buceo en el hotel donde paraban. A Jarvis el tipo le cayó mil puntos y le contó su pasión por la música. Cuando terminó el verano, Horst le dijo que iba a ir a visitarlo a Sheffield y que le iba a llevar algo de regalo.  

Pero acá, en este Black Friday el verano empezó. Encuentro en unos cajones una servilleta dibujada por mi amigo Pablo Chacón. Pablo vino de La Plata a trabajar y su padre lo mandó con un tipo que le iba a conseguir trabajo. El tipo se llamaba Verga. Pablo me contó que le dijo: “Si usted no me consigue trabajo, no me lo consigue nadie”. Esta servilleta es del bar de una librería donde Juan José Saer presentó junto a Alberto Díaz y Alan Pauls Lo imborrable, una novela que narra la depresión  y posterior salida de ella de Tomatis. Ese día hacía un calor infernal. Saer tenía libros en la mano para firmar pero se le escapaban como jabones mojados por la transpiración. Pero lo más increíble fue cuando Alan me lo presentó. Vi que Saer tenía la cara toda transpirada y que cada gota de sudor que la recorría tenia forma de comas.  

FC

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