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Volver a la cancha: el fin de la abstinencia

Lionel Messi, genio y figura. Una noche soñada para el capitán argentino que pudo disfrutar con los hinchas, después de mucho tiempo.
10 de septiembre de 2021 02:29 h

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Una cartulina pintada con fibrón negro dice que un sandwich de queso y salame con una Coca Cola cuesta 250 pesos y que todo eso se llama “Promo Volvemos a la cancha”. Un vendedor ambulante dice que la bufanda celeste y blanca sale 600 pesos pero que si tenés 500 te la llevás. Una ronda de amigos apura la cerveza porque hay que descartar las latas antes del primer control policial. Los autos circulan por Libertador a paso de hombre y los más ansiosos se bajan del 15 o del 29 en alguna parada anterior a la correspondiente porque no aguantan más.

Los que consiguen el dato de qué kiosco vende alcohol lo pasan de boca en boca y los policías de los que no les tocó ni casco ni escudo pero sí algo así como un posnet verifican que la foto que les sale en la pantalla después de tipear el DNI correspondiente sea la misma carita que tienen enfrente. Si sí, adelante, pase, las damas por la derecha, vamos abriendo la riñonera por favor. Si no, consultan con algún compañero. Algo más de veinte mil personas caminan a ese ritmo que se pone en marcha cuando opera la adrenalina: el que se usa para entrar a un recital o al sanatorio en el que a una amiga le nació un hijo, y que este jueves sirve para caminar por Udaondo o Lidoro Quinteros o Monroe, escalar la Centenario, la Sívori, la San Martín o la Belgrano y pararse en el cachito de aforo que se haya podido conseguir. Caminar a la velocidad del deseo sirve para, después de casi un año y medio sin poder hacerlo, volver a la cancha lo más rápido posible.

¿Para qué volvimos a la cancha este jueves? Para estirar las vocales y cantar “Meeessi, Meeessi, Meeessi” mientras estiramos también los brazos primero para arriba y después para adelante, como si Lío fuera La Meca que nos indica la dirección en la que hay que rendir homenaje. Para hacer lo de las vocales también en “Fideeeo, Fideeeeo” apenas Di María sale a la cancha y cuando se va, aplaudido y aplaudiendo para los cuatro costados. Para alargar las letras en “(e)Scalóóó, (e)Scalóóó”. Para aplaudir los tiros libres que van adentro en el precalentamiento y precalentar nosotros, con el primer “dale, campeón” de la noche, ese que festeja la Copa América que hace dos meses este equipo ganó en el Maracaná y que ahora lleva impresa en el pecho.

Volvimos a la cancha para exorcizar tanta abstinencia y festejar con gritos y aplausos las jugadas más o menos buenas y ovacionar las que son de 7 puntos para arriba. Para prestarle atención al reloj electrónico del Monumental y cantar “olé olé olé olé Diegóóó Diegóóó” justo en el minuto 10 del partido, y ver a Messi en ese mismo minuto bajar casi al borde del área grande argentina, poner el cuerpo para recuperar la pelota y llevársela, ahí va el capitán Lío por el mediocampo. Para sumarnos a los que agitan “la Scaloneta, la puta que lo parió”.

Estamos en la cancha para abuchear a Lampe, el arquero boliviano, cada vez que hay saque de arco a su favor, por si desde las tribunas se puede aportar alguna cosita que desestabilice al rival. Para volver a decir “uhhh” al mismo tiempo que otras miles de personas cuando una pelota de Lautaro Martínez se va cerca del palo y para aliviarnos todos juntos cuando algún central termina despejando después de un par de imprecisiones defensivas: sufrir con otros, aunque sean todos desconocidos, también tiene su encanto. Hasta eso extrañábamos.

Vinimos a la cancha a sacarle una foto de mierda a Messi cuando venga al córner más cercano a la entrada que conseguimos y a escuchar algún vozarrón que sobresale y le dice: “Te amo, Lío”. A gritar “oleee, oleee, oleee” entre pase y pase cuando el partido ya está holgado y nos parece que algo de esa victoria también es nuestra. A putear al lineman por anular dos goles, aunque los dos hayan sido off-side, y al árbitro, ya que estamos. A estar prestándole atención a cómo el 3 de ellos empieza a salir jugando y que el rabillo del ojo alcance para saber si Musso está bien o mal parado: a ver toda la cancha, no el pedacito que decida el director de cámara de turno.

Estamos en el Monumental para confirmar que las sonrisas por las buenas jugadas se ven en los ojos aunque el barbijo las cubra, que sigue vigente la complicidad de decidir con los compañeros ocasionales de butacas cuáles serían los cambios más adecuados pero que por ahora lo del abrazo con desconocidos para festejar un gol sigue suspendido. Estamos acá también para darnos cuenta de que es respiratoria y espiritualmente imposible gritar un gol(azo al ángulo después de un caño precioso) sin sacarse el tapabocas, con perdón de los protocolos. Y que, en medio de ese desborde, no nos importa.

Vinimos a la cancha a escuchar el impacto del botín con el cuero o cómo suena un pelotazo en un muslo, y a esperar que el VAR defina si es gol de Lautaro Martínez o saque de arco de Bolivia. A confirmar que el VAR es la peor forma de transcurrir el tiempo. A mirar a Messi girar la cabeza 360° para decidir qué hacer en la siguiente fracción de segundo y a verlo caminar, trotar o galopar según corresponda. A que nos haga ilusión un desborde de Di María o uno del Papu Gómez y a, inevitablemente y por las dudas, mirar dónde está Lionel en ese instante, como cuando viajás a París y cada tanto chequeás de qué lado te quedó la Torre Eiffel porque ninguna otra cosa te llama tanto la atención.

Volvimos a la cancha a gritar “dale, campeón” cada vez más fuerte. Ahora a los 43 minutos del segundo tiempo, con el tercer gol de Messi recién festejado. El barbijo a medio poner. El corazón acelerado. “Dale campeón, dale campeón” a todo trapo, sin parar hasta que el árbitro diga basta y nosotros no. Nosotros todavía cantamos, ahora la de “volveremos, volveremos, volveremos otra vez”. Para eso, para que el fútbol nos prometa una posible alegría hermosa y completamente inútil -pero qué hermosa-, volvimos.

JR

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