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Radiografía

La Cámpora 2021: regular la ambición, evitar fracturas en el Gobierno y empoderar a Máximo

Una de las marchas en las que participó La Cámpora.

Diego Genoud

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Ni la épica del último cristinismo ni el desierto de los años de Mauricio Macri. La Cámpora arranca su segundo año en el poder en un contexto de múltiples restricciones, con la economía en recesión, salarios que acumulan tres años de caída e ingresos que enfrentan en el año electoral una pelea contra la inflación sin garantía de éxito. Con incidencia en áreas decisivas y con el crédito de ser reconocida como un actor político de peso hasta por sus detractores, pero sin el margen necesario para la audacia de otros tiempos. La unidad más amplia la obliga a reconfigurarse. Durante el primer año de Alberto Fernández como presidente, la agrupación que lidera Máximo Kirchner puso en práctica un manual no explicitado hacia afuera, aunque conocido por todos sus dirigentes. Surgía de una definición en la que el camporismo se asumía como una parte de un todo más grande y más heterogéneo, la alianza pancristinista, y tenía como consecuencia una posición expectante con respecto a la gestión del gobierno. 

Nacida como la organización que reunía a los hijos del poder, voraces y consentidos, la derrota de 2015 y la intemperie que sobrevino la habían obligado a mutar hacia una política de mayor cautela con el objetivo de no dañar la coalición oficialista ni delatar una ambición desmedida. Se buscaba hacer el mayor esfuerzo para evitar que los acusen de atentar contra el Frente de Todos y favorecer una ruptura prematura. Ese límite autoimpuesto no impidió dos constantes que se repitieron en 2020: que el resto de las organizaciones que integran el gobierno la siguieran viendo igual -como una especie de piraña que todo lo devora- y que, ante cada funcionario que caía, surgiera enseguida un nombre de La Cámpora como potencial reemplazante. 

La escena se reedita ahora que Máximo Kirchner va en busca de la conducción del PJ bonaerense, en un escenario social y sanitario que continúa siendo de lo más sensible. El jefe del bloque oficialista en Diputados quiere quedar al frente del partido con el impulso de intendentes aliados como Martín Insaurralde y la venia de rivales históricos como Juan Zabaleta y Gabriel Katopodis. Pero choca con la negativa de un grupo de intendentes que mastican bronca en privado y Fernando Gray pretende liderar. En La Cámpora están los que sostienen que la candidatura de Máximo es parte de una estrategia general que apunta a promover dirigentes del sector en las provincias: un movimiento que, según la voz oficial, pretende diluir a la agrupación en el espacio más amplio de peronismo. Según sus rivales internos, en cambio, apunta a conducir al PJ en todo el país -meta ambiciosa a más no poder- a partir de un propósito de corto plazo, el armado de listas para el año legislativo.

Jefe indiscutido, Máximo consolidó una cúpula en la que se destacan Eduardo “Wado” De Pedro, Andrés “Cuervo” Larroque, Facundo Tignanelli, Mayra Mendoza, Mariano Recalde, Luana Volnovich y Rodrigo “Rodra” Rodríguez. Muchos son padres fundadores y encarnan la primera línea de una organización que no reconoce fronteras y crece debajo de cada baldosa en el interior de la coalición oficialista.

Mientras al lado del hijo de la vicepresidenta se repite que son el gobierno y no una parte, Larroque marca que son una corriente dentro del ala que responde a Cristina Fernández de Kirchner y desde otros espacios se los sigue viendo como el grupo consolidado que avanza en todos los planos y amenaza con incorporar o deglutir a los que adoptan una actitud pasiva. Entre los intendentes del PJ que los miran todavía con desconfianza, todavía los llaman “los pibitos”.

En ese esquema de fricción inevitable, hay algo que le reconocen a la dirigencia camporista tanto en el Frente de Todos como en la oposición: plantean sus posturas con claridad y sostienen su palabra, algo que no todos suelen hacer. Es un diferencial que los distingue de jefes comunales considerados “menemistas” en sus formas, que oscilan según su conveniencia y acostumbran a tener un discurso público y otro privado. Históricos competidores que exhiben desde siempre discrepancias con La Cámpora, los jefes del Movimiento Evita le reconocen a Máximo y a su entorno esa virtud. El equilibrio es delicado porque ese crecimiento no puede conspirar contra la meta de unidad que se considera prioritaria puertas adentro. En eso coincide con el resto de las corrientes internas que integran la alianza pancristinista y saben que a nadie le conviene una ruptura.

El otro distanciamiento

El camporismo se distingue por más de una razón. Reúne lo que pocos: conducción vertical, organización, disciplina, presencia territorial, diálogo creciente con el poder real y, lo que consideran un activo fundamental, el conocimiento del Estado. La agrupación que cuenta con entre 35 mil y 40 mil personas entre militantes y adherentes de todo el país trabaja por un horizonte a diez años, pero construye poder minuto a minuto. Sólo el Evita puede empardar y hasta superar ese volumen político, pero sin tener la misma incidencia en dependencias estratégicas del gobierno. La Cámpora cuenta con el ministro del Interior como lazo con los gobernadores y las provincias, conduce el PAMI a través de Volnovich y la Anses con Fernanda Raverta, tiene presencia en Desarrollo Social con la secretaria de Inclusión Social Laura Alonso y pesa en YPF por medio de Santiago “Patucho” Alvarez, Desiré Cano y Santiago Carreras. Ahí asoma otra diferencia importante: la organización que surgió en 2010 se preocupa de manera especial por formar funcionarios para ocupar lugares en la gestión y les pide que se especialicen en temas estratégicos, bastante antes de que sean designados en puestos de visibilidad. Se busca formar políticos profesionales. 

El Ejecutivo no es el único ámbito donde se advierte la presencia de la agrupación. Su peso se percibe con claridad en Diputados y viene aumentando en el Senado, como lo muestra el rol de Recalde, Anabel Fernández Sagasti, Matías Rodríguez y Martin Doñate. Pero además se replica en las legislaturas provinciales y se extiende en las universidades, los colegios secundarios y los barrios populares. El mundo del trabajo, donde pesa el sindicalismo peronista, es la zona en la que más le cuesta hacer pie.

Junto con la actuación pública de una generación que se formó por impulso de Néstor Kirchner y se crió con la protección de Cristina, hay una mutación interna del que poco se sabe. 2015 fue el año bisagra que marcó, para muchos, un antes y un después. La derrota, el llano, las diferencias y la ofensiva del macrismo para reducir al kirchnerismo a una experiencia delictiva llevaron a un proceso de decantación. “Se fueron los que no estaban convencidos”, dice un funcionario que valora ese período como parte de un aprendizaje forzoso y necesario. Algunos que tenían chofer a disposición regresaron a sus puestos de empleados en el Estado y volvieron a tomarse dos colectivos. Al retornar a sus antiguos lugares, otros advirtieron la mala imagen -un eufemismo generoso- que habían dejado en los trabajadores unos cuantos camporistas que, de la noche a la mañana, aparecieron en posiciones de mando que no supieron ejercer con criterio político. “Teníamos mucho poder, no estábamos preparados y muchos laburantes quedaron resentidos. No sabíamos cómo conducir”, admite un veterano que habla con el cuidado que exige la política y en especial La Cámpora. En la entrevista con elDiarioAR, Larroque explica parte de esa transformación vertiginosa y obligada: “Con Néstor en vida, había una idea de preparar un esquema de cuadros a 10 años y la muerte de Néstor precipitó todo. Cristina decidió rodearse de personas de confianza y entendió que nosotros cumplíamos esos requisitos. Fue un proceso de trasvasamiento que se dio de manera más acelerada de lo previsto. Teníamos 10 años menos que ahora y eso puede jugar, pero pienso que el saldo fue positivo”, dice.

Diez años después de su nacimiento, la agrupación tuvo un desarrollo notable. Los que se incorporaron a la función pública con 30 años hoy tienen 40 y la distancia generacional con los más jóvenes que se siguen sumando es inevitable. Aunque de manera oficial prefiera hablarse de una armonía y negar ese desfasaje, el propio Larroque lo reconoce y entre la militancia están los que advierten ese choque entre la responsabilidad de gestión y la mística juvenil que envolvía a la organización en su origen y sigue impregnando a los pibes. 

Solo en algunos momentos se advierte con claridad una línea que une de punta a punta a la organización, como en los procesos que terminaron con la aprobación del aborto legal, el impuesto a la riqueza o la ley sobre manejo del fuego. En el día a día, sin embargo, el Estado absorbe casi por completo a muchos funcionarios y no les deja tiempo para conducir con claridad a una base que se expande a lo largo de todo el país. Para algunos se trata de una dificultad notable, un desafío político propio del crecimiento al que hay que prestarle especial atención. Para otros, en cambio, el tema es casi inexistente y ese principio de divorcio es en realidad producto de la pandemia. Están finalmente los que piensan que La Cámpora es una agrupación en constante construcción, moldeada no sólo por sus líderes sino también por las circunstancias. 

El distanciamiento social impidió los plenarios, las reuniones, los viajes y las visitas que los líderes de la agrupación hacían en forma permanente a las unidades básicas. “El brazo militante del Estado” tuvo que llegar por lo general a través de las redes sociales, vía Zoom, Instagram o WhatsApp. Aunque también se organizaron ollas populares en el peor momento de la pandemia y hubo presencia en los comedores populares. Volcados como nadie a la tarea de gobierno, cerca de Kirchner y De Pedro sostienen que se ocupan del vínculo con la juventud y participan de encuentros físicos y virtuales.  

Algo es indudable: lo que en los comienzos era una agrupación de iniciación hoy es una plataforma de gobierno y no es fácil atender la demanda desde abajo para los viejos dirigentes que hoy se ven consumidos por la gestión cotidiana en un contexto inesperado.

La defensa del sistema

Esa transformación más reciente convive con banderas que se mantienen intactas. La Cámpora se nutrió desde su origen de militantes que habían sido parte del activismo noventista y fueron protagonistas del ciclo que terminó en el estallido de 2001. Crecieron con la crisis de representatividad y el que se vayan todos, pero encontraron un cauce en el proceso que lideró Kirchner padre y se sumaron a la política institucional con la consigna de no reeditar aquel abismo al que la Argentina no podía regresar. Aunque la oposición más dura y una parte del establishment insistan en verlos todavía como una desviación hacia los extremos, los jefes de La Cámpora trabajan contra “el peligro de la antipolítica” y se proponen la defensa y el fortalecimiento del sistema político. Elocuente, el desplazamiento hacia el centro de la agrupación de Máximo incluye una apuesta de mediano plazo y se advierte en la alianza con Sergio Massa, el rival encarnizado que tuvieron a partir de 2013. El hijo de la vicepresidenta y el fundador del Frente Renovador sostienen un acuerdo que trasciende las paredes del Congreso y le permite a Kirchner abrir un canal de negociación con el poder económico a través de un bloque empresario con intereses permanentes: dueños de medios de comunicación como Daniel Vila o Alberto Pierri, pulpos del sector energético como Marcelo Mindlin, la familia Bulgheroni y José Luis Manzano, actores del sistema financiero como el fallecido Jorge Brito.

La Cámpora se para como punto intermedio entre las máximas que marcaron el período de CFK como presidenta y los axiomas del emprendimiento independiente que llevó adelante Massa. Ya no son los soldados de Cristina, sino sus continuadores, la pretendida síntesis histórica de todos los kirchnerismos. De fondo, algunos camporistas imaginan una alternancia posible dentro del subsistema de partidos que es el peronismo. Adaptar la tesis de Néstor que sugería una centroizquierda y una centroderecha para una especie de pacto interior que le permitiría al panperonismo presentar distintas ofertas, sin el costo de la jibarización entre distintas facciones. En esa maqueta de futuro, Máximo es el candidato natural que, según todos suponen, buscará en algún momento su propia oportunidad. Una encuesta de Real Time Data, publicada por Clarín el 25 de enero, lo muestra con un 33% de imagen positiva y un 64% de imagen negativa a nivel nacional. En la provincia de Buenos Aires, la valoración positiva se eleva a 41%.

En paralelo con ese corrimiento que les permite desde hace un tiempo sentarse en la mesa del poder real, La Cámpora también ejercita su músculo para seguir sumando actores que construyen en otra dirección. Es el único actor que se mantiene en pie de todo el mosaico de organizaciones que llenaba hace unos años el álbum de sellos del kirchnerismo. Unidos y Organizados, Kolina, Nuevo Encuentro y tantos otros agrupamientos pasaron a la historia, se diluyeron o sufrieron escisiones que se sumaron al camporismo. Kirchner hijo tiene un vínculo con movimientos ambientalistas, dirigentes de agrupaciones sociales como Juan Grabois de la CTEP o Federico Fagioli de La Dignidad, mantiene bajo su órbita a Itai Hagman y se esfuerza por sostener una relación con Ofelia Fernández. Es el intento, dicen, de nutrirse de otras fuerzas para evitar que la política se convierta en una profesión endogámica que replique los modos de una casta. Dentro de los grupos que forman parte del gobierno, sólo Barrios de Pie se mantiene por fuera de la égida de La Cámpora, aunque conserva con su dirigencia un diálogo constante.

Esa amplitud a nivel de la superestructura no impide que el camporismo tenga dificultades para crecer a nivel territorial pese a su poder político y su potestad para construir desde la estructura del Estado. La excepción de Mendoza, única intendenta que logró imponerse en el conurbano con la camiseta de La Cámpora, muestra un déficit que la militancia atribuye a una serie de características. Demonizada por los medios de comunicación, víctima de su falta de humildad o “mal vendida” como sostienen algunos cuadros intermedios, la organización apuesta muchas veces a armar un espacio más amplio para licuar el peso negativo que tiene su nombre entre la clase media del interior y los grandes conglomerados urbanos.

Junto con lo territorial, está pendiente la relación con un electorado que queda más allá del piso de convencidos que conserva el cristinismo, una base envidiable que, sin embargo, no alcanza para ganar elecciones. Bilateral como toda la relación con los medios, la Cámpora dedica parte de su energía a tener un diálogo constante y su contacto cotidiano incluye a enemigos históricos del cristinismo como el Grupo Clarín. Esa búsqueda de acuerdos, toda una novedad con respecto a los años previos, existen pero la desconfianza también persiste. Con la pólvora mojada, las tapas del gran diario argentino todavía afectan a la cúpula de la organización. Por lo demás, Máximo y la mayoría de los dirigentes hablan en cuentagotas en público y son por demás reservados en privado. Producto de la paranoia, de la distancia lógica con las empresas de comunicación que defienden intereses permanentes o de un cuidado extremo que remite también al primer Kirchner, ese rasgo supone para algunos también un techo para la construcción, que le quita potencia al proyecto más ambicioso: ser ellos, alguna vez, la conducción del panperonismo y la cara principal del gobierno.

DG

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