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Opinión

Cuidado con “el terrorismo”

Victoria Villarruel, la vicepresidenta suele repetir que tanto Raúl Alfonsín como al película Argentina 1985 defienden terrroristas.

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La palabra “terrorismo” produce un rechazo inmediato a aquello que nombra: todos sabemos que una acción terrorista es algo abominable que siempre requiere una condena sin ambages. No importa quién lo ejerza o con qué fines: se trata de algo inaceptable. Siempre.

Por eso preocupa el uso político que se le viene dando a esa categoría, cuando se la aplica a cosas que caen fuera de su órbita, para demonizar adversarios o simplemente para fabricar climas que justifiquen la represión indiscriminada. A tres semanas de asumir su cargo Patricia Bullrich ya se vanaglorió de haber desactivado un “atentado terrorista” internacional, con tres detenciones a tiempo. Veremos en qué termina esto, pero la denuncia viene otra vez muy floja de papeles. Hay que tener en cuenta que, mientras fue ministra de Macri, Bullrich alertó sobre toda clase de amenazas “terroristas”, todas y cada una de las cuales resultaron falsas.

Recordemos algunos de los casos: el de dos “hermanos musulmanes” listos para inmolarse (resultó falso), el de una pareja que había entrado a la Argentina con el único delito de ser iraní (nunca se probó nada), el pedido de deportación de un equipo de futsal pakistaní, bueno, por pakistaní (un papelón internacional), el de una pareja de chilenos sospechosos de “terrorismo” (resultaron arquitectos de viaje), y el inolvidable pollo que mandó a detonar en el subterráneo, con todo un show televisivo, imaginándolo una bomba plantada por terroristas. Son solo algunos ejemplos entre varios más. En un país normal una persona así no podría estar al frente de la seguridad del Estado. 

Hay que recordar también que en esos años lanzaron toda una campaña de demonización del pueblo mapuche, tratando de relacionar con el terrorismo internacional algunas acciones directas en reclamo de las tierras que la Constitución les reconoció. Les inventaron conexiones con ISIS, con el IRA irlandés, con las FARC colombianas, con la ETA. Literal. Todos disparates que la prensa reprodujo dándolos por verdaderos.

El gobierno actual no parece más recatado. Todos recordamos que, en el debate presidencial, Milei sindicó a Patricia Bullrich como una “terrorista” que, en su paso por Montoneros, había colocado “bombas en jardines de infantes”. Por supuesto, una patraña: ni Bullrich, ni nadie de ninguna organización armada de los años setenta atentó nunca contra jardines de infantes. Un invento total.

La vicepresidenta no usa el término con mayor prudencia. Siguiendo la costumbre de los dictadores a los que defiende, siempre nombra a las organizaciones armadas de aquellos años como “terroristas”. A Alfonsín lo desprecia como “abogado de organizaciones terroristas”. La exitosa Argentina, 1985 es una película “pro-terrorista”. Implícitamente nos está diciendo que Alfonsín, Santiago Mitre y Ricardo Darín deberían ir presos por colaborar con el terrorismo. En lo que sí es prudente es en el uso de “terrorismo de Estado”, categoría que rechaza con vehemencia para describir lo que hacía la última dictadura. 

Todos creen saber qué es el “terrorismo”, pero lo cierto es que no existe una definición clara y compartida a nivel internacional. Los intentos de darle precisión para su uso legal han sido endebles, justamente porque se trata de una categoría que todos quieren utilizar políticamente para demonizar a sus adversarios.

Hay que recordar que Nelson Mandela, símbolo mundial de la paz y de la lucha contra el apartheid, ganador del premio Nobel de la Paz en 1993, estuvo en la lista de criminales “terroristas” de Estados Unidos hasta el año 2008. No es error: durante 15 años fue a la vez terrorista y Nobel de la Paz. ¿Por qué? Porque durante un lapso, en la década de 1960, había comandado un grupo de autodefensa armada contra los ataques que recibían por parte del régimen racista y opresivo que combatió toda su vida de manera pacífica.

¿Qué es y qué no es el “terrorismo”? Lo primero que hay que aclarar es que es una táctica política inaceptable, que no se define por el uso de tal o cual armamento, sino por sus intenciones. El terrorismo consiste en el ataque indiscriminado a blancos civiles, con el objetivo de desacreditar a un gobierno u obligar a una autoridad enemiga a hacer o dejar de hacer algo. Se puede hacer terrorismo con bombas y fusiles, pero también con un simple cuchillo. Un atentado terrorista puede matar a cientos de personas o agredir a una sola. Lo que lo define no es el arma usada, ni la escala, sino la intención y el blanco (civil e indiscriminado) al que apunta.

Por eso mismo, no todo uso de la violencia con fines políticos es un acto terrorista. Mandela efectivamente utilizó durante un lapso tácticas de guerra de guerrillas, pero no de terrorismo. Tampoco las organizaciones guerrilleras de la Argentina en los años setenta pueden caracterizarse como grupos “terroristas”, ni existen acciones probadas que hayan realizado que puedan considerarse de ese modo. ¿Cuál es la diferencia? La intención y el blanco. Ni Mandela, ni Montoneros, ni el ERP tuvieron como táctica atacar indiscriminadamente a civiles. Sus blancos no fueron aleatorios, sino seleccionados: apuntaron a las fuerzas militares y represivas y a figuras de autoridad de los regímenes que combatían. Por supuesto, algunas de sus acciones causaron muertes civiles que no tenían nada que ver con las injusticias que esas organizaciones denunciaban (también las de Mandela), pero no fueron intencionales. 

Nada de esto es una justificación: al lector puede parecerle siempre reprobable el uso de la violencia política, de la forma y en el contexto que fuere. Pero es un hecho que todas las sociedades hacen distinciones al respecto y consideran algunas formas de la violencia no solo aceptables, sino incluso deseables.

Por caso, el derecho de los pueblos “a la rebelión” (o a la “revolución”) contra un gobierno ilegítimo está considerado un derecho civil inalienable y está explícitamente reconocido como tal en varias constituciones, incluyendo las de los Estados Unidos. Combatir a un tirano, con armas si es necesario, constituye un acto legítimo (lo que por supuesto no da vía libre a utilizar esas armas contra cualquiera y de cualquier manera).

Es un hecho, por caso, que no consideramos actos “terroristas” las varias revoluciones armadas que protagonizó hasta 1933 la UCR en su lucha contra el fraude, incluso si también causaron muertes civiles no buscadas. De hecho, las valoramos positivamente. No las veríamos de ese modo si se hubiesen alzado contra un gobierno legítimo –el contexto es decisivo–, pero en cualquier caso no las consideramos actos abominables como los que designamos con el nombre de “terrorismo”. Por eso mismo, ni la justicia ni la sociedad argentina han considerado a las guerrillas de la década de 1970 como grupos “terroristas”, por más que nuestra derecha se desviva por aplicarles ese rótulo. Porque nunca apuntaron indiscriminadamente a la población civil.

Reconocemos igualmente el derecho de los pueblos colonizados a combatir militarmente contra las potencias que ocupan su territorio: sin ir más lejos, en Argentina veneramos a San Martín, que organizó todo un ejército a tal fin. Y es un hecho que gobiernos perfectamente liberales han apoyado a los llamados “guerreros de la libertad” en insurrecciones varias a lo ancho del planeta, con la misma pasión con la que han combatido a los “guerrilleros” subversivos, así designados cuando luchaban contra tiranos que favorecían sus intereses.

Las formas de lucha armada pueden ser indistinguibles, pero el proyecto político de unas las vuelve aceptables a los ojos de algunas personas o reprobables a los ojos de otras. Se usa una u otra palabra, pero, en cualquier caso, lucha armada no siempre es sinónimo de “terrorismo”: reservamos esta palabra para las acciones que toman deliberadamente como blanco a la población civil. 

No dejemos que perviertan nuestro vocabulario: usar “terrorismo” a la marchanta no es otra cosa que el anuncio de una vocación represiva que caerá, entonces, con idéntica fuerza y con el mismo capricho sobre cualquier cosa. Legal o ilegal, legítima o ilegítima, abominable o ligeramente pasada de proporción.

EA/CRM

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