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La última vez que Horacio Rodríguez Larreta estuvo cara a cara con Mauricio Macri, la mañana del 25 de junio pasado, el jefe de gobierno porteño ya había ganado la batalla que se libraba entre los dos desde hacía meses. No le hizo falta desplegar encuestas ni levantar la voz. Aficionado a los rompecabezas gigantes, el jefe de gobierno porteño acudió a la quinta de Los Abrojos después de haber colocado las piezas que le garantizaron el liderazgo del principal partido opositor, una maniobra que ejecutó de manera gradual y acumulativa, casi en silencio. El expresidente, rodeado y sin aire, ofició de anfitrión de un visitante que, después de veinte años de trabajar para él, le había ocupado la silla.

Con esa ruptura consumada como telón de fondo, Larreta y su exjefe político desayunaron y discutieron durante casi dos horas sobre la estrategia para recuperar el poder nacional. Macri insistió, mirándose en el espejo de Cristina Kirchner, en que Juntos por el Cambio debe endurecer sus posiciones durante el mandato de Alberto Fernández para, llegado el momento, correrse hacia el medio. El jefe de gobierno expuso una de las claves de su proyecto presidencial: sin permitir fugas del ala dura, hay que construir desde el centro. “No podemos llegar con el 50% y gobernar con el 30%. Tenemos que gobernar con el 70% y, para eso, hay que empezar a hacer gestos desde ahora”, argumentó, en una crítica velada a la presidencia de su interlocutor. En el armado de Larreta, Macri es un halcón al que hay que saber contener.

El encuentro escenificó un punto de no retorno en la trayectoria política de los dos y expuso el cambio de piel que experimentó Larreta en los últimos meses. Se calzó el traje de estratega y desnudó su voracidad política, afianzado sobre la poderosa estructura del gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, el recurso más valioso para cualquier aspirante a la presidencia del polo no peronista. Larreta consolidó así el inicio a su tercera vida en la política, una etapa en la que por primera vez es su propio jefe, después de haber entregado toda su vida anterior a construir poder para Macri.   

Con el expresidente fuera de escena, el jefe de gobierno se movió rápido. Logró alinear a su partido detrás de las candidaturas de María Eugenia Vidal, en Capital, y de Diego Santilli, en provincia de Buenos Aires; se aseguró como aliada a Elisa Carrió, y sumó el respaldo de los radicales de Martín Lousteau y de Daniel Angelici. Bajo radar, había negociado con el gobierno nacional la postergación de las PASO, convencido de que la eventual suspensión de las primarias hubiera golpeado de lleno uno de los pilares de su proyecto presidencial: la unidad de Juntos por el Cambio en todo el país.

En su avance vertiginoso, le surgió un obstáculo inesperado que amenaza su proyecto presidencial: la resistencia de los radicales, condensada en la candidatura de Facundo Manes, rival de Santilli en las PASO de la provincia.

En su avance vertiginoso, le surgió un obstáculo inesperado que amenaza su proyecto presidencial: la resistencia de los radicales, condensada en la candidatura de Facundo Manes, rival de Santilli en las PASO de la provincia. “No se dio una estrategia para la UCR. Tuvo un abordaje para Lilita, pero no para los radicales. Habla mucho con Yaco (Emiliano Yacobitti, mano derecha del ”Coti“ Enrique Nosiglia y armador de Lousteau), pero no tiene socios radicales de peso en el interior y eso le puede costar caro”, dice un dirigente con trayectoria en el radicalismo porteño. En el entorno de Larreta lo minimizan y apuestan a que un triunfo de Santilli suavice las tensiones de la batalla interna. Sus colaboradores admiten, de todos modos, otros “errores no forzados”, propios del vértigo de la nueva etapa: las vacaciones relámpago en Brasil, que le impidieron estar en la apertura de sesiones de la Legislatura, y el caos que se generó en las afueras del Luna Park, en el inicio del plan de vacunación. 

La fórmula Larreta tiene tres ingredientes principales. El primero, una imagen de gestor obsesivo, un factor ante el que se rinden todos los que alguna vez trabajaron con él y que sus rivales reconocen a regañadientes. El segundo: es el único dirigente de Pro que hoy está en condiciones de vender futuro. Esa expectativa de poder se sostiene en encuestas que le atribuyen buena imagen en todo el país, debido, en buena medida, al alto nivel de exposición que le dieron las conferencias que compartió con Alberto Fernández y Axel Kicillof en el inicio de la pandemia. Las peleas por la quita de fondos coparticipables y las clases presenciales hicieron el resto. El tercero: una capacidad para la construcción política hasta hoy desconocida, que combina la convicción de que hay que ceder para sumar y una destreza silenciosa para neutralizar a sus rivales internos. 

La fórmula tiene un ingrediente adicional que, para sus detractores, es el más importante. “Está parado sobre el tercer presupuesto más grande de la Argentina. Eso facilita cualquier construcción política”, dice un dirigente del kirchnerimo porteño. Pese al recorte reciente de los fondos de coparticipación, la Ciudad de Buenos Aires tiene además un presupuesto por habitante 85% mayor al de la provincia de Buenos Aires, 37% mayor al de Santa Fe y 36% mayor al de Córdoba. No es todo: la administración porteña proyecta destinar este año $2400 millones al rubro “publicidad y propaganda”, el 0,4% de su presupuesto total. Esto representa un 25% más de lo que le dedica en proporción Córdoba y diez veces más de lo que destina Nación respecto de su propio presupuesto. Solo en encuestas, el gobierno de la Ciudad prevé gastar este año $838 millones. “Con protección mediática, guita y cargos construye cualquiera”, agrega el dirigente kirchnerista.  

El desplazamiento de Macri de la jefatura de Pro se puso en marcha hace casi un año, cuando Larreta le propuso a María Eugenia Vidal, decidida a no reincidir en la provincia de Buenos Aires, que fuese candidata en la Ciudad. El jefe de gobierno había tomado distancia de Macri de manera progresiva desde 2015, cuando lo sucedió en la Ciudad. El regreso político de Vidal a la Capital habilitó el armado del resto del rompecabezas. “Para llegar necesitás mucha gente que te empuje”, dice Larreta, consciente de que, aunque tenga proyecto presidencial propio, Vidal pasó a ser parte de su ingeniería política. “Después de las elecciones de noviembre, ella va a recorrer el país, con una victoria en el bolsillo. Si Horacio sigue siendo el de hoy, él será el candidato. Ella puede ser candidata a vice, ministra, o jefa de gobierno”, explican desde el entorno de la exgobernadora. “Liderar es alinear incentivos”, suele decir Larreta, con lenguaje empresarial. En el mismo movimiento, el jefe de gobierno evitó una candidatura de Patricia Bullrich, otra dirigente de Pro con aspiraciones presidenciales.

Otro caso interesante para entender la fórmula Larreta es el de Santilli, principal armador político del jefe de gobierno, después de haber sido su competidor interno dentro de Pro. El punto de inflexión se produjo en 2009, cuando el “Colo” desembarcó en el gabinete de Macri en la Ciudad, como ministro de Ambiente y Espacio Público, después de haber manejado los hilos en la Legislatura. Decidido a posicionarse como sucesor ante un eventual proyecto presidencial del entonces jefe de Pro, Santilli ideó un plan para ganar peso y visibilidad en el gobierno porteño. Pero a poco de empezar se dio cuenta de que iba a ser más difícil de lo que había imaginado. “El pelado le pisaba el presupuesto y el ‘Colo’ se dio cuenta de que si quería crecer no le convenía tenerlo como rival”, recuerda un funcionario de aquella época. Hoy Santilli celebra haberse ganado la confianza de Larreta y destaca sus cualidades como jefe político. “No te impone. Siempre trata de encontrar un punto de acuerdo. Te lleva a decidir en conjunto, aunque se haga lo que él quiere. Te hace sentir parte, no un empleado”, suele decir. 

El jefe de gobierno aceleró las gestiones para que su proyecto se conozca en todas las terminales del poder real de la Argentina. En los últimos meses, habló con los empresarios más influyentes del país, con dueños de medios y se vio cara a cara con jueces

Para que aceptaran la candidatura de Santilli, Larreta se reunió cara a cara con los intendentes del conurbano, que habían cerrado filas para que la postulación no se impusiera a dedo desde la Capital. La mayoría bajó la guardia enseguida. “El que se suba ahora va a estar en mi proyecto”, les dijo el jefe de gobierno, según recuerda uno de esos jefes comunales. El “pragmatismo típico” de Larreta, agrega el intendente, que tampoco tarda en encontrar diferencias entre el jefe de gobierno y Macri. “Horacio es más horizontal. En vez de hablar con los dos que tiene más cerca, habla con 20 y tiene todos los platitos en el aire”. Al frente de la campaña de Santilli quedó otro dirigente que supo saltar a tiempo, después de jugar durante años para Gabriela Michetti en la disputa interna de Pro: el intendente de Lanús, Nestor Grindetti, que ya en las PASO de 2015 optó por apoyar al hoy jefe de gobierno. “El larretismo tiene muchos conversos y no tiene desertores -celebra un colaborador del jefe de gobierno-. Como no tiene grandes rivalidades, a la hora de buscar acuerdos tiene todas las puertas para tocar.”   

El jefe de gobierno aceleró las gestiones para que su proyecto se conozca en todas las terminales del poder real de la Argentina. En los últimos meses, habló con los empresarios más influyentes del país y con dueños de medios de comunicación, y se vio cara a cara con jueces, como Ariel Lijo, y con ministros de la Corte Suprema, como Ricardo Lorenzetti. En el Consejo de la Magistratura, el abogado Diego Marías, un larretista puro, retomó las conversaciones con el camporista Gerónimo Ustarroz, representante del Poder Ejecutivo, para destrabar concursos clave, como el de la poderosa Sala I de la Cámara Federal de Comodoro Py. “Habla con todos”, cuenta un colaborador, y detalla que tiene muy buena relación con los empresarios Marcelo Mindlin, dueño de Pampa Energía, y con la familia Bemberg, propietaria del Grupo Peñaflor. Otro de sus apoyos clave es Guillermo Seita, un operador todoterreno, con influencias en medios de comunicación y en el peronismo de Santa Fe y de Córdoba. 

En el rompecabezas que Larreta arma en su mente, los gobernadores del peronismo no kirchnerista son piezas fundamentales. “Él quiere terminar con la grieta y para eso hay que convocar al 50% del 50% que no te votó”, cuentan en su entorno, y detallan que apostarán al votante “Alberto no es Cristina”. Larreta aspira a sentar a esos gobernadores a la mesa de decisiones e incorporarlos al gobierno. “Yo siempre construí así. En 2019 incluimos a Lousteau, a Espert (José Luis) y al socialismo”, dice Larreta a sus interlocutores, para sintetizar un modelo que le permitió obtener la reelección, con casi el 56% de los votos en primera vuelta, en medio de las derrotas de Macri y de Vidal. Todos los lunes almuerza con sus aliados, en reuniones a las que suma a su mesa chica de gestión: el vicejefe de gobierno, Diego Santilli; el jefe de gabinete, Felipe Miguel, y el secretario general, Fernando Straface. A su mesa política también se sienta su hermano, Augusto Rodríguez Larreta y Álvaro González, su armador en el Congreso.  

La estrategia de ceder para sumar se ve con claridad en la Legislatura. El oficialismo porteño tiene el interbloque más numeroso desde que llegó al poder, 37 bancas sobre un total de 60, al tiempo que Pro tiene una bancada de 15 integrantes, la más chica desde que se creó. El jefe del bloque oficialista es Diego García Vilas, un dirigente que responde a Graciela Ocaña. “Larreta paga bien. A Lousteau le pagó con un ministerio y con el Banco Ciudad, más de lo que hubiésemos querido”, dice un diputado de Pro. En esa misma lógica primó este año en el armado de las listas electorales, con Larreta empuñando la lapicera. Debajo de Vidal y Santilli no hay dirigentes que respondan de manera directa al jefe de gobierno. “No quiero ser el jefe de la oposición. Quiero ser presidente”, repite él. “Si llegás a presidente, son todos tuyos”, explica un colaborador. 

La vocación presidencial de Larreta nació, como fantasía, cuando tenía 6 años y participaba de las reuniones políticas que organizaba el desarrollismo en la casa de su padre, también Horacio, que había sido funcionario de la cancillería durante el gobierno de Arturo Frondizzi. La idea se tornó más seria cuando se recibió de economista, en la UBA, y, después de trabajar como asesor financiero para Esso, se postuló para hacer un máster de Administración de Empresas en la Universidad de Harvard, en 1990. En la aplicación que envió por escrito, dijo que su objetivo era ser presidente. Al año siguiente, ya admitido en esa universidad, le tocó presentarse en sociedad, en un salón repleto de jóvenes de distintos países del mundo, y no dudó en repetirlo: “Me llamo Horacio Rodríguez Larreta y quiero gobernar la Argentina”. Tenía 25 años y algo de pelo.

Larreta tiene una ventaja que lo distingue de Macri a la hora de la construcción de poder: no es un CEO y tuvo una primera vida política, de identidad peronista, que lo llenó de contactos y experiencia de gestión. Esa etapa quedó enterrada por el paso del tiempo y su vocación por no mencionarla. Empezó en 1993, cuando, después de regresar a la Argentina, asumió como subsecretario de Inversiones por impulso del entonces ministro de Economía, Domingo Cavallo. Ese mismo año fundó el Grupo Sophia, un think tank por el que pasaron María Eugenia Vidal, Mario Quintana, Gustavo Lopetegui y Carolina Stanley, entre otros, una estructura que después le facilitó al armado de Macri. 

Cuando renunció a la dirección de la DGI, en febrero de 2002, ya había trabajado para gobiernos de cuatro presidentes: Carlos Menem, De la Rúa, Adolfo Rodríguez Saá y Duhalde.

En 1995, antes de cumplir 30 años, quedó a cargo de la Anses y, en 1998, juró como subsecretario de Políticas Sociales, bajo el ala de Ramón “Palito” Ortega, a quien acompañó en la campaña presidencial de 1999, en la fórmula que encabezó Eduardo Duhalde. En esos días, se hizo muy amigo de Sergio Massa, con quien compartió la jefatura de campaña. Si ganaban, anunció el candidato, Larreta sería ministro de Desarrollo Social, en representación del “orteguismo”. Pero ganó Fernando de la Rúa, y el hoy jefe de gobierno terminó como uno de los interventores de PAMI, en representación del peronismo. 

Con Carlos Ruckauf como gobernador bonaerense, Larreta asumió, en diciembre de 2000, como presidente del Instituto de Previsión Social de la provincia. Regresó al gobierno de De la Rúa en septiembre de 2001, como director de la DGI. Cuando renunció a ese cargo, en febrero de 2002, ya había trabajado para gobiernos de cuatro presidentes: Carlos Menem, De la Rúa, Adolfo Rodríguez Saá y Duhalde. Pocos meses después, con la cabeza puesta en las elecciones del año siguiente, apareció en las calles de la ciudad su primer afiche de campaña. Decía: “Horacio Rodríguez Larreta. Corazón porteño. Justicialismo”.

El relato personal del jefe de gobierno no se apoya en fragmentos de su pasado ni en discursos emotivos, sino en su imagen de gestor obsesivo y eficaz, una épica del boca a boca, construida por propios y ajenos, que él se encargó de alimentar. “A diferencia de Cristina (Kirchner), que construyó algo revolucionario, muy eficaz, Horacio no cree en la política de lo simbólico. Pero con el tiempo construyó un símbolo muy poderoso, que lo vean como el político que más trabaja de la Argentina -dice uno de los dirigentes de confianza de Larreta-. Es un contraste con el político clásico, que es visto como poco trabajador, y en especial con Macri”.

El relato personal del jefe de gobierno no se apoya en fragmentos de su pasado ni en discursos emotivos, sino en su imagen de gestor obsesivo y eficaz, una épica del boca a boca, construida por propios y ajenos, que él se encargó de alimentar.

Una vez que la idea de gestor obsesivo estuvo instalada, el jefe de gobierno la aprovechó al máximo, al dejar trascender lo que en su entorno llaman “el modelo Larreta”. Se levanta antes de las 6, sale a correr y a las 7 tiene su primera reunión del día, hoy en Tabac, el café de Libertador y Coronel Díaz; o Pizza Cero, en Libertador y Tagle. Todas sus actividades diarias están cronometradas con anticipación, de manera que pueda dedicarle el tiempo previsto a cada área de su gestión, incluidos los encuentros cara a cara con vecinos y la prensa. En ese esquema, sus reuniones duran 15 minutos y, en muchas ocasiones, dirigentes y funcionarios deben conformarse con conversaciones en bares, o charlas a bordo de la camioneta que lleva a Larreta de una actividad a la siguiente. “Te puede citar en cualquier esquina de la ciudad y te pasa a buscar”, cuenta un ministro porteño, que se lamenta porque en esos contactos al paso no se puede usar computadora ni desplegar papeles.  

Hasta el año pasado, la jornada laboral terminaba a las 21, cuando volvía a su casa, para dedicar tiempo a su familia. La rutina cambió después de su separación de Bárbara Diez, con quien había estado casado durante veinte años. Ahora tiene más tiempo para las reuniones políticas y se dedica más a la lectura. Está encantado con Historias Secretas de los Mundiales, el libro de Alejandro Fabbri.

La improvisación y la espontaneidad no forman parte de la receta robótica del jefe de gobierno, que estudia y ensaya varias veces sus discursos, y calcula cada palabra que pronuncia en público. “Hizo cursos de oratoria. Pero no tiene una retórica emotiva ni la va a tener”, reconoce uno de sus laderos. Sostiene que, en parte, suple ese déficit con los encuentros cara a cara, a los que dedica muchas horas de su semana y en los que, dicen en su entorno, logra sintonizar con la gente. En el equipo de Larreta repiten un dato, surgido de las encuestas que hacen a diario, que los tiene encantados: el 70% de los vecinos de la Ciudad dice que alguna vez estuvo con Larreta. “O estuvo con más de dos millones de personas, algo que dudo mucho, o esos encuentros tiene un efecto multiplicador que genera mucha cercanía”, se entusiasman.

Buena parte del modelo Larreta se alimenta de un libro, que, por las recomendaciones insistentes del jefe de gobierno, en la sede de Uspallata se convirtió en una suerte de biblia: Los Cuatro Acuerdos, del mexicano Miguel Ángel Ruiz, una obra de coaching espiritual, que da una serie de pautas para manejarse en distintos ámbitos de la vida. El primero de esos “acuerdos”, surgidos de la sabiduría tolteca, ordena: sé impecable con tus palabras. “Significa hablar lo justo, ser preciso, no exagerar ni adjetivar de más”, explica un funcionario que leyó el libro por recomendación de Larreta, y desafía a buscar una declaración de Larreta hablando mal de alguien. “Rara vez se enoja y, si lo hace, no grita ni insulta”, asegura. El segundo acuerdo: no tomes nada personal. El tercero: no adivines ni supongas. “Eso evita muchas confusiones. Ante la duda, hay que preguntar”, desarrolla el funcionario. El cuarto: haz siempre tu mayor esfuerzo.       

Si supera con éxito el desafío de 2021, Larreta pondrá en marcha la próxima etapa de su plan, al que deberá agregar ingredientes que hoy le faltan. “No desarrolló hasta ahora argumentación política alguna. Para despegarse del fracaso económico de Macri, dice que es desarrollista. Es duranbarbismo sin Durán Barba”, lo fustiga un legislador porteño del Frente de Todos. El jefe de gobierno, que desde el año pasado estudia historia económica con Pablo Gerchunoff, sabe que no basta con las incursiones quirúrgicas que hizo, vía Twitter, en debates nacionales como la posición respecto de los derechos humanos en Cuba, la “liberación” de presos, la reforma judicial o el intento por estatizar Vicentín. Es consciente de que adeuda una “visión de país clara y desarrollada”. Es cuestión de tiempo, dice. Todavía faltan piezas por colocar.  

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