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Historias

¿Por qué la provincia de Buenos Aires es gobernada por porteños?

Casa de Gobierno de la Provincia de Buenos Aires, en La Plata

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Una rápida mirada a los nombres de los candidatos que competirán en las próximas elecciones en la provincia de Buenos Aires –y, en particular, a los nombres de los que pretender alcanzar la gobernación en 2023– confirma algo que todos ya sabemos: el principal distrito del país no es gobernado por bonaerenses sino por porteños. Hace mucho tiempo que sucede. Eduardo Duhalde fue el último mandatario de Buenos Aires (1991-1999) cuya carrera pública se desplegó casi por entero en el territorio que lo vio nacer y donde forjó, paso a paso, su carrera política. Desde entonces, los dirigentes bonaerenses siempre han ocupado planos secundarios en la vida pública de su propia provincia. En el siglo XXI, la especie a la que pertenece el caudillo de Lomas de Zamora está en extinción.

En efecto, en las últimas dos décadas, los hombres y la mujer que presidieron los destinos del Estado más poblado y más gravitante de nuestra federación –Carlos Ruckauf, Felipe Solá, Daniel Scioli, María Eugenia Vidal, Axel Kicillof– fueron más porteños que la Avenida de Mayo o los restaurantes de Palermo Soho. Felipe Solá, el único que tiene buenas credenciales para hacerse pasar por bonaerense –resultado, en gran medida, de una historia familiar asociada a la actividad agropecuaria, que le permitió imaginar a la provincia desde el campo–, es, ante todo, un producto del Barrio Norte y el Colegio Nacional de Buenos Aires y luego, por supuesto, de la UBA y el peronismo.

Los demás son aún más ajenos a la realidad y, sobre todo, a la vida política de esta provincia singular, casi cinco veces más poblada que Córdoba y Santa Fe, los dos distritos que le siguen en tamaño e importancia. Ninguno de los gobernadores de Buenos Aires del siglo XXI construyó su carrera pública en la legislatura platense, en la política bonaerense o en la administración del Estado provincial. Arribaron a la provincia desde afuera, impulsados desde la capital federal. Recién llegados a ese territorio vasto y complejo, algunos de ellos recién comenzaron a conocer la provincia en las giras de la campaña electoral que terminó abriéndoles el camino a la casa de Dardo Rocha (la residencia que, por cierto, varios de ellos prefirieron no habitar). Buenos Aires es la provincia más importante de la república y, a la vez, la única que no tiene una elite dirigente arraigada en su propio territorio y comprometida con su destino.

Ninguno de los gobernadores de Buenos Aires del siglo XXI construyó su carrera pública en la legislatura platense, en la política bonaerense o en la administración del Estado provincial.

¿Se trata de un fenómeno novedoso, propio de estas últimas dos décadas, que se explica por el influjo cada vez mayor de los votos del empobrecido conurbano en el padrón provincial? ¿Es la consecuencia de la dependencia fiscal de la provincia frente a la Nación? Para comprender las razones de la debilidad política de la dirigencia provincial hay que ir más allá de estas explicaciones que sólo atienden a manifestaciones recientes y aspectos parciales del “problema de Buenos Aires”. En rigor, es difícil entender por qué el principal Estado de nuestra república federal no logró generar sus propios liderazgos si no prestamos atención a la manera en que se construyó, a lo largo de un siglo y medio, el vínculo entre la provincia y la capital federal.

Un punto de partida

El punto de partida de todo análisis de la cuestión es el veredicto de las armas en la guerra civil de 1880. La derrota de las milicias del gobernador bonaerense Carlos Tejedor frente al ejército federal que respondía al liderazgo de Julio A. Roca obligó a la provincia a ceder su capital, que desde entonces quedó bajo jurisdicción federal. Para Buenos Aires, ese descabezamiento supuso algo más grave que la pérdida de su única ciudad de envergadura. Significó, ante todo, que la Buenos Aires nacida en 1880 debió caminar sus primeros años sin un polo de poder capaz de organizar y centralizar su vida pública.

La Plata fue creada para atenuar el dolor de esa mutilación. Pero la ciudad fundada por Dardo Rocha el 19 de noviembre de 1882 nunca logró desplazar a la capital federal como eje político de esa provincia amputada. Tanto es así que, durante la era oligárquica, la elite dirigente bonaerense no sólo continuó reclutándose sino también residiendo en la vieja capital. Ni siquiera sus altos magistrados se mudaron a la capital provincial, y tampoco lo hicieron sus diputados y senadores. ¿Para qué radicarse en La Plata, una ciudad artificial y poco atractiva, si podían disfrutar de los placeres que ofrecía la Reina del Plata que, además, era su ciudad y, en muchos casos, el espacio en el que trascurría casi toda su actividad profesional? De allí que, durante décadas, lo único que Buenos Aires logró producir en su propio territorio fue una vida política local a veces intensa pero en todo caso siempre dominada por disputas de pago chico, que alcanzó a proyectarse sobre la (ya entonces cara, oscura y opaca) legislatura platense. De hecho, el ámbito municipal y la legislatura provincial fueron los grandes generadores de reproches contra el monopolio que los arrogantes “metropolitanos” ejercían sobre las posiciones más apetecibles del gobierno y la administración provincial.

Este panorama se alteró luego de 1916. La razón es fácil de entender. Una vez sancionada la Ley Sáenz Peña, de sufragio masculino secreto y obligatorio, los votos comenzaron a pesar más que en la era oligárquica. Cuando la política electoral creció en importancia, también aumentó la influencia de los hombres que se mostraron capaces de movilizar seguidores y concitar apoyos en cada localidad. Por estas razones, la democratización empoderó a figuras de peso en el territorio y recortó el poder de las augustas y remotas figuras de la capital federal que no sabían jugar el juego electoral. Los “provinciales” ganaron espacio a expensas de los “metropolitanos”.

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Alberto Barceló y la llegada bonaerense a la vida pública nacional

El ejemplo más evidente de esta redefinición del peso relativo de los distintos actores de la vida pública bonaerense lo ofrece Alberto Barceló. La leyenda negra describe al caudillo conservador de Avellaneda como un político violento e inescrupuloso, amigo del fraude y del voto venal. Todo esto es cierto, pero Barceló fue mucho más que el jefe de una banda de matones que dominó a fuerza de pistola la tercera sección electoral. Este hombre sin instrucción formal fue el primer político bonaerense químicamente puro –es decir, un hombre cuya carrera se construyó por entero en territorio provincial– en romper el techo de cristal que les cerraba a los provincianos el camino al Congreso Nacional.

Barceló ingresó al escenario mayor de la política nacional a pesar y en contra de los deseos de la elite metropolitana del Partido Conservador que hasta 1912 lo había confinado al espacio municipal. Gracias a la democracia, este tosco dirigente local, que apenas sabía leer y escribir, se impuso a los Luro y los de la Serna, los Santamarina y los Ugarte. Cruzó el Riachuelo en sentido inverso al hasta entonces prescripto y se sentó en la Cámara de Diputados de la Nación. Y dado que el ascenso de Barceló se produjo en un período signado por una competencia electoral más transparente, y en que tanto el gobierno provincial como el nacional estaban en manos de sus opositores radicales, no queda más que concluir que sus triunfos en el comicio reflejan bastante bien las preferencias de los votantes de la tercera sección electoral.

Nos guste o no este mensaje de las urnas, no hay duda de que Alberto Barceló merece un lugar en la historia de la democracia bonaerense y, en particular, en la historia de la afirmación de la provincia ya no como un satélite de la capital sino como un distrito políticamente autónomo por derecho propio. Pese a todos sus aspectos oscuros, Barceló fue parte de la vanguardia política bonaerense que abrió el camino para que los que tenían barro provincial –y, cada vez más, conurbano– en sus zapatos pudieran hacerse un lugar como representantes de Buenos Aires en la vida pública nacional.

La Plata como centro político y cultural

Por supuesto, el empoderamiento de la dirigencia política bonaerense no fue el resultado exclusivo de la transformación del régimen electoral. Su afirmación también fue posible gracias a la mayor cohesión alcanzada por la provincia como espacio político. En 1895 La Plata todavía era un obrador a cielo abierto, que ningún dirigente de peso quería habitar. El paso de las décadas y la inversión pública y privada le fueron dando forma de ciudad y, de este modo, La Plata creció en envergadura como centro político y cultural y como espacio de interacción social de la burocracia provincial. La Universidad Nacional de La Plata, creada en 1906, también contribuyó a realzar el poder de la ciudad. Gracias a sus aulas universitarias, La Plata acrecentó su influencia sobre el interior bonaerense, y poco a poco se transformó en un espacio de sociabilidad y formación profesional y política de la burguesía provincial. Para la década de 1930, la provincia había dejado de ser ese cuerpo sin cabeza que conocieron Dardo Rocha y Marcelino Ugarte, siempre opacado por la Capital Federal.

La cercanía entre La Plata y el mayor polo de poder de nuestra república, sin embargo, una y otra vez erosionó los esfuerzos de la provincia de Buenos Aires para adueñarse de su destino. Es lo que se observa al mirar la trayectoria política de figuras como Rodolfo Moreno y Domingo Mercante, en las décadas de 1940 y 1950, entre muchos otros que fracasaron en el intento de hacer de la Buenos Aires una base política autónoma del poder federal afincado al otro lado del Riachuelo.

Diarios platenses antes que bonaerenses

Una rápida mirada al sistema de medios bonaerense nos permite identificar una de las razones que acentuaron el peculiar estatuto de minoridad que, aún con variaciones, signa toda la historia provincial. Ni siquiera en las décadas en las que el influjo de la prensa gráfica bonaerense fue más poderoso, los periódicos editados en La Plata lograron interpelar a todos los habitantes de la provincia como integrantes de una única comunidad. Desafiados por una poderosa prensa local bien arraigada en el interior de la provincia, los diarios de la capital –comenzando por El Día, su matutino de mayor relieve– siempre fueron platenses antes que bonaerenses.

Los diarios de la capital de la provincia tampoco lograron imponerse a la gran prensa porteña en la tarea de informar a los bonaerenses que aspiraban a tener una visión de conjunto de su provincia y su país. Iguales limitaciones tuvo la radio y, más tarde, la televisión provincial. Incluso cuando el influjo de La Plata sobre la provincia fue más intenso, los grandes eventos que decidían el destino de Buenos Aires no sólo tenían lugar fuera de su jurisdicción sino que eran narrados por la prensa de la capital federal. 

¿Por qué es importante reparar en las debilidades del sistema de medios de la provincia? Porque sirve para constatar que, pese a todos sus esfuerzos, ni siquiera en su momento de apogeo Buenos Aires fue capaz de construir una verdadera esfera pública en la que sus ciudadanos pudieran informarse sobre la marcha de su gobierno, controlaran sus acciones e intercambiaran ideas sobre sus temas de interés común en tanto bonaerenses. La tarea sería aún más difícil en tiempos más recientes, en los que el paso a un régimen de producción de entretenimiento e información cada vez más dominado por los medios audiovisuales radicados en la capital federal ya no dejaría espacio ni para la existencia de una señal de televisión tan anodina como en su momento fue el platense Canal 2 (que, convertido en América TV, terminó mudándose al porteño barrio de Palermo).

El ascenso demográfico del conurbano

El factor que terminó de desbaratar los esfuerzos de la provincia para erguirse sobre sus propios pies fue el ascenso demográfico del conurbano. En las décadas de 1940 y 1950 la población del Gran Buenos creció cinco veces más rápido que la del resto de la provincia. Ello alteró definitivamente el equilibro demográfico (y por ende electoral) provincial. Los libros de historia suelen recordar la elección del 18 de marzo de 1962 porque la victoria que ese día alcanzó el dirigente sindical peronista Andrés Framini dio lugar al derrocamiento del presidente Arturo Frondizi. Vistos a la luz de los dilemas de nuestro tiempo, esos comicios portan un mensaje más importante. Fue entonces cuando, por primera vez en la historia, los votos del Gran Buenos Aires superaron en número a los del interior bonaerense. Y con ello el conurbano se consagró como el centro de gravedad electoral de la provincia y, cada vez más, de la nación.

La quebrada historia institucional del país hizo que las implicancias de este cambio demográfico permanecieran en las sombras hasta bien entrado el ciclo democrático inaugurado en 1983. La reforma constitucional de 1994 lo puso en el centro del escenario. A partir de ese momento, el sueño de que, al igual que las demás provincias, Buenos Aires puede gobernarse a sí misma, quedó definitivamente enterrado.

La reforma constitucional de 1994 incidió sobre la provincia de dos maneras. Por una parte, al consagrar el voto directo para presidente y vice, acrecentó drásticamente el peso electoral del Gran Buenos Aires, que hoy representa un cuarto del padrón nacional. Por otro lado, la reforma sancionó la autonomía a la Capital Federal, con lo que la vida pública de este distrito creció en relevancia y visibilidad. La escena política porteña no sólo alcanzó mayor relieve sino que, gracias al poderoso sistema de medios de medios radicado en la Ciudad Autónoma, alcanzó una vasta proyección en el conurbano.

La principal consecuencia de la creciente integración del conurbano en la esfera pública porteña es que los protagonistas y los temas que animan el debate público al que están expuestos dos tercios de los habitantes de Buenos Aires no sólo se definen de espaldas a La Plata sino también más allá de las fronteras de la provincia. De allí que el Estado provincial más importante del país tenga un debate público enrarecido y desajustado, en el que sus autoridades ni siquiera son conocidas por el segmento más informado de su ciudadanía (¿alguien recuerda el nombre del presidente de la cámara de diputados o del ministro de economía?). Por supuesto, el hecho de que Buenos Aires haya sido gobernada por el mismo partido durante 30 de los últimos 34 años tampoco contribuye a darle brillo o visibilidad a la discusión pública sobre los problemas de la provincia.

Una historia más que centenaria de disputa entre dos ciudades, una capital opaca y artificial, crecimiento demográfico, sistema de medios, una esfera pública heterónoma, reforma constitucional: hay que prestar atención a todos estos planos para encuadrar el problema de la debilidad de la clase dirigente bonaerense. Y, por extensión, para entender el paradójico proceso que empoderó al Gran Buenos Aires y que, a la vez, pone de relieve que ese conurbano que cada vez que vota decide el destino de la provincia más importante del país es un caleidoscopio de realidades locales cuya identidad depende, ante todo, de su relación –a la vez íntima y tensa, polémica y parasitaria– con la capital federal. Un problema que, además, se acentúa por cuanto los habitantes de su heterogénea geografía social no sólo no se sienten bonaerenses sino que tampoco reconocen al conjunto del Gran Buenos Aires como su propio hogar. Demasiado alejado de la fantasmal La Plata y demasiado cercano a la Ciudad Autónoma, ese conurbano atrapado en estructuras políticas e institucionales disfuncionales es un gigante invertebrado que no sólo no puede generar sus propios liderazgos sino que –y esto es muchísimo más perjudicial– tampoco puede construir su propia agenda de debate y su propia ciudadanía.

En el fondo, el problema no es que la dirigencia bonaerense ha fracasado en su tarea frente a la avanzada de los dirigentes porteños sino que tiene ante sí una misión de cumplimiento imposible. Privada de una esfera pública autocentrada donde los bonaerenses puedan discutir sus temas de interés común, carente de un eje de poder autónomo que unifique las redes políticas que recorren su extenso y complejo territorio, la provincia de Buenos Aires no tiene manera de gobernarse a sí misma. Esta minusvalía política tiene muchos aspectos anecdóticos pero algunas de sus consecuencias son graves. Pues la inexistencia de un grupo gobernante bien arraigado en las instituciones de la provincia –esto es, la falta de una elite dirigente cuyo destino dependa de un diálogo fructífero y creativo con su ciudadanía, y cuyo proyecto de poder esté directamente asociado a la promoción de los intereses provinciales– ha condenado a Buenos Aires a ser, desde hace muchas décadas, un distrito a la deriva, mal gobernado y peor administrado.

En efecto, ser gobernado por dirigentes políticos que semejan aves de paso tiene costos, y esos costos los pagan los habitantes de Buenos Aires. Ellos son las principales víctimas de un Estado provincial que produce política pública de inferior calidad que la que prima en –para nombrar solo tres ejemplos entre varios posibles– Córdoba, Mendoza o Santa Fe (distritos que han sido gobernados por distintas fuerzas políticas y que a mediados del siglo XX no eran ni más prósperos ni contaban con recursos naturales más abundantes ni con recursos humanos más calificados).

¿Por qué la provincia de Buenos Aires no es gobernada por bonaerenses? A la luz de los argumentos sugeridos en esta nota tal vez sea necesario ir más allá y hacerse también otras preguntas. Quizás haya llegado el momento de discutir abiertamente qué tipo de reformas institucionales pueden conectar mejor a los ciudadanos bonaerenses con sus instituciones y sus autoridades y, de este modo, construir un contexto más propicio para enriquecer su vida cívica y mejorar la calidad de su política pública. ¿Dejar las cosas en el lamentable estado en el que están, poner en marcha proyectos de descentralización de la administración, o dividir esta provincia enorme, atrofiada y cada vez más pobre en distritos más coherentes y más sencillos de gobernar, en los que quizás pueda florecer un Estado más transparente y eficiente, a la vez que más sensible a las demandas ciudadanas? Son preguntas abiertas, no siempre fáciles de responder. En todo caso, una vez que la Argentina deje atrás la pesadilla de la pandemia y se disponga a mirar hacia adelante, el debate sobre cómo construir un mejor Estado en la provincia de Buenos Aires tiene que ingresar de lleno en la discusión sobre el futuro del país. 

RH

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