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ENTREVISTA

Reed Brody, “el cazadictadores”: “Un triunfo de Milei dañaría el liderazgo de Argentina en derechos humanos”

Reed Brody atiende a elDiarioAR por videollamada desde Francia, donde está de paso.

Facundo Fernández Barrio

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Cuando tenía 23 años y el pelo muy largo, Reed Brody hizo el típico viaje de mochilero estadounidense por América Latina. Acababa de recibirse como abogado en la Universidad de Columbia y quería salir al mundo. Viajó durante cinco meses de norte a sur del continente. En Bolivia conoció a una viajera argentina que lo acompañó el resto de la travesía. Cruzaron juntos la frontera con Jujuy. Brody cargaba en su mochila un ejemplar de Las venas abiertas de América Latina, del escritor uruguayo Eduardo Galeano, un libro que no era suyo sino de su compañera de ruta. “Tenelo vos que sos gringo, a vos no te van a joder”, le había pedido ella. Eran los años setenta y en Argentina gobernaba la dictadura militar. En el paso fronterizo, un gendarme revisó a Brody, le incautó el libro y le dio un sermón sobre las intenciones de la “subversión” latinoamericana, aunque a él lo tomó apenas por un extranjero ingenuo y los dejó seguir el viaje. Hoy, más de cuatro décadas después, Brody recuerda esa anécdota menor como una experiencia intensa: hasta entonces nunca se había chocado tan de cerca con un estado autoritario. Lo cual resulta significativo si se considera que Reed Brody debe su fama mundial a su lucha contra los estados autoritarios

“El Cazadictadores”, lo bautizaron en un documental sobre su trayectoria, y así se lo conoce en varios de los países africanos, americanos, asiáticos y europeos en los que trabajó. Después de aquel viaje iniciático por América Latina volvió a Brooklyn, donde se había criado como hijo de un inmigrante húngaro judío, ex combatiente de las tropas comunistas del mariscal Tito. De regreso a Estados Unidos, el joven Brody obtuvo un puesto importante en la Fiscalía de Nueva York, en el área de defensa a los consumidores, pero duró poco en el rubro. En 1984 viajó a Nicaragua, en plena revolución sandinista, y convivió con las víctimas de la “Contra”, que le narraron las torturas y asesinatos cometidos con financiamiento de su país. Volvió a Nueva York, renunció a su trabajo, viajó otra vez a Nicaragua y recogió decenas de testimonios en un largo informe que difundió en Estados Unidos. El caso llegó a la tapa del New York Times y provocó que el Congreso le cortara los fondos a la “Contra”. El nombre de Brody llegó a boca del presidente, Ronald Reagan, quien lo descalificó como “simpatizante sandinista”. Él acababa de cumplir treinta años.

A partir de entonces despegó su carrera internacional. Se mudó a Suiza para sumarse a la Comisión Internacional de Juristas, con la que viajó por el mundo defendiendo la independencia de jueces y fiscales. Pronto comenzó a trabajar junto a víctimas de violaciones a los derechos humanos en distintos escenarios. Tras el genocidio en Ruanda, encabezó una misión de las Naciones Unidas para investigar las matanzas contra los hutus refugiados en el Congo. Fue jefe de los observadores de la ONU sobre el conflicto armado en El Salvador. Coordinó un equipo jurídico internacional para llevar a juicio los delitos de lesa humanidad perpetrados por el régimen de Jean-Claude Duvalier en Haití. En 1998, Brody trabajaba para Human Rights Watch (HRW) cuando lo mandaron a Londres para seguir un caso que prometía cambiarlo todo. El Parlamento británico había tomado una decisión bisagra para el universo en que él se movía: el ex dictador chileno Augusto Pinochet sería extraditado a España en cumplimiento de un pedido del juez Baltasar Garzón, según el principio de la jurisdicción universal: por primera vez, una potencia admitía que los delitos cometidos por criminales de estado podían juzgarse en cualquier país, sin importar dónde se hubieran ejecutado.

Bajo el nuevo paradigma, Brody dedicó el resto de su vida a perseguir a dictadores y cómplices alrededor del planeta. La lista de países en los que actuó y actúa crece cada año: Uganda, Etiopía, Irak, Tíbet, Guatemala, Timor del Este, Chad, Arabia Saudita, Gambia. Ha denunciado al gobierno de su propio país, con varios informes de HRW −donde fue consejero jurídico y vocero en inglés, francés, español y portugués− sobre las torturas a los prisioneros de Guantánamo. 

Como cualquier defensor de los derechos humanos, Brody siempre consideró a Argentina como un faro para el juzgamiento de crímenes de estado. Como cualquier defensor de los derechos humanos, está preocupado por la chance de que Javier Milei y Victoria Villarruel, una fórmula de candidatos que minimizan los delitos de la dictadura, se conviertan en el próximo gobierno de un país que históricamente sirvió como referencia de memoria histórica y justicia para las víctimas.

—¿Qué lugar ocupa Argentina para el mundo de los derechos humanos a nivel internacional?

—Argentina ha sido un referente mundial, un pueblo que se enfrentó a su pasado de abusos estatales y que marcó el camino para otros países. De algún modo abrió una “revolución” en lo que después se conoció como justicia transicional. Primero con la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP) y el Nunca Más, una consigna que hoy es un refrán universal. Después con el Juicio a las Juntas: no existían precedentes de un tribunal civil juzgando crímenes del Estado. El caso argentino produjo un cambio radical en la concepción sobre las responsabilidades por delitos atroces, muchos países después siguieron las huellas argentinas. Y en la actualidad, aun con avances y retrocesos, Argentina tiene más de mil condenados por lesa humanidad y políticas de memoria ejemplares a nivel internacional.

—¿Qué características distinguen al proceso argentino de justicia y memoria?

—Una combinación de perseverancia y creatividad para adaptarse a los distintas etapas históricas y resistir los altibajos, como las leyes de Obediencia Debida y Punto Final. Incluso cuando hubo momentos difíciles, siempre se volvió a avanzar. Las víctimas nunca aflojan, eso es una constante en cualquier país, y en el caso argentino se trata además de una población educada y politizada, que conoce sus derechos y es sofisticada para reclamar que se cumplan. Al mismo tiempo, el movimiento de derechos humanos argentino desarrolló estrategias muy eficaces, como sumar apoyos internacionales. El exilio argentino no sólo concientizó al mundo sobre su propia situación sino que también ayudó a impulsar la justicia transicional de otros países.

El mundo necesita islas como Argentina, países a los que puedan confiarse cuestiones de derechos humanos que no se resuelven en los estados de origen.

—¿Cómo afectaría un triunfo electoral de Javier Milei a la posición de Argentina en el mundo de los derechos humanos?

—Además del fútbol y la carne, el proceso de justicia y memoria es una de las cosas por las que se conoce a Argentina en el mundo. Es un soft power argentino que se perdería si gana un candidato negacionista y anti derechos humanos. Yo conocí a Julio César Strassera, coincidimos varios años en Ginebra, y pude mensurar la admiración que los demás embajadores de la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas sentían hacia él y la experiencia argentina. Me preocupa que, si ahora todo eso se tira por la borda, la reputación y el liderazgo internacional de Argentina en derechos humanos se verán dañados. No sería deseable que se hablara de Argentina en los mismos términos que se habla de los gobiernos de países como Turquía o Hungría. 

—Más allá del prestigio, ¿en qué consiste ese soft power en derechos humanos?

—Estamos en un momento difícil en el mundo, con un auge de populismos con políticas represivas y anti derechos humanos. El centro de gravedad internacional necesita países estables, pro derechos y pro democracia, que cada vez son menos. A eso se suma una polarización creciente entre dos bloques, lo que da todavía más importancia a países que, como Argentina o Brasil, pueden situarse como honest brokers, como una especie de conciencia mundial. Son los que finalmente pueden jugar como los grandes defensores de los derechos humanos en la escena internacional.

—¿Cómo se traduce ese rol en la práctica?

—Un fenómeno interesante es la cantidad de peticiones jurídicas que Argentina recibe sobre casos de derechos humanos relativos a otros países, bajo el paradigma de la jurisdicción internacional. En tribunales argentinos se presentaron casos de Colombia, Nicaragua, Venezuela, España, Arabia Saudita, Myanmar. El mundo necesita islas como Argentina, países a los que puedan confiarse cuestiones de derechos humanos que no se resuelven en los estados de origen. Hace algunos años, el paradigma de la jurisdicción internacional ofrecía justicia en los países del norte para crímenes cometidos en el sur. Hoy eso cambió, pero en el sur tampoco hay demasiados candidatos confiables. Un país como Perú, por ejemplo, no puede serlo. Y si en Argentina ganan propuestas como las de Javier Milei, Argentina tampoco podrá serlo.

—¿Un gobierno de Milei sería un riesgo para el propio proceso de justicia argentino?

—Eso desde luego, si hablamos de un candidato que cree que la dictadura cometió “excesos”. Y también aparece el discurso de que en los setenta hubo una “guerra” en Argentina. Se pervierte la naturaleza de lo que verdaderamente ocurrió, y eso es peligroso para los derechos humanos.

—¿Qué podrían hacer los organismos internacionales ante un eventual retroceso del proceso de justicia en Argentina?

—La comunidad internacional siempre puede hacer sugerencias o recomendaciones, y ese es el camino que seguramente tomarían los relatores de las Naciones Unidas con Argentina. Pero claro que no es posible imponer desde afuera una política de justicia a un estado.

Asistimos a un fenómeno de desafección popular que me parece esperable frente a los discursos elitistas de las clases dirigentes.

—¿El discurso de la “guerra” se replica en otros países donde el Estado cometió crímenes?

—La figura de la “guerra” o el “terrorismo” siempre se agita. Yo condeno cualquier acto contra la población civil, sea de fuerzas de izquierda o derecha, pero lo que ocurrió en Argentina no fue jurídicamente una guerra. La existencia de grupos armados que luchaban contra el orden establecido, y que cometían delitos de derecho común, no cambia la definición sobre lo que hizo el Estado argentino: un plan de represión ilegal.

—¿Qué opina del debate acerca de si es conveniente o no penalizar el negacionismo?

—Está el caso de Alemania, donde la prohibición de negar el Holocausto resultó eficaz. Yo aprecio esa política alemana, aunque hoy vemos que tomó derivas un poco extremas y desnaturalizadas. Por ejemplo, hoy es casi imposible manifestarse contra las decisiones de Israel en el conflicto de Medio Oriente. Los padres de alumnos de escuelas públicas alemanas recibieron cartas de aviso informando que no se aceptaban inscripciones del tipo “Free Palestine”, como si ello implicara negar la existencia de un estado judío. Es un tema complejo, no me atrevo a dar una respuesta por sí o por no.

—¿Cómo se explica el debilitamiento del consenso social que parecía haber sobre la dictadura argentina?

—Por mi experiencia en otros países, eso se relaciona con el recambio generacional. Demasiadas personas que no sólo no vivieron los hechos sino que ya los perciben como parte de un pasado lejano. Para mantener el consenso, se necesita un trabajo permanente de educación desde el Estado. Pero estamos en un momento en el que, tanto en Argentina como en otros países, hay una desconfianza hacia lo establecido y hacia los partidos tradicionales, un fenómeno de desafección popular que por cierto me parece esperable frente a los discursos elitistas de las clases dirigentes. La incapacidad de los líderes para hablar el mismo lenguaje que la gente hace difícil llegarle a la sociedad con un mensaje de derechos humanos y memoria histórica. Es un momento donde la reacción ideologizada de discursos “anti anti anti” resulta más eficaz.

FFB/DTC

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