Están agotadas. Han llegado a diciembre al límite de sus fuerzas. Muchas se han cogido a final de año las vacaciones que no pudieron disfrutar en verano, y las compañeras que están hoy sosteniendo la presión de la segunda ola están cubriendo esas ausencias con tenacidad. Las enfermeras y los enfermeros han desempeñado un papel protagonista en la trama del año 2020. Como una funesta anticipación, la OMS había declarado que este sería el año dedicado a su profesión. Se podría decir que la predicción de esta organización fue terriblemente acertada, pero por motivos diferentes a los que esperaban.
“La verdad es que este año ha sido triste –cuenta la enfermera Concha Párraga– y no solamente a nivel humano”. “A nivel profesional se ha quedado paralizado todo lo que pensábamos que íbamos a poder adelantar por ser el Año Internacional del Personal de Enfermería y de Partería”, explica, pero admite que “lo bueno entre comillas” de la pandemia de la COVID-19 ha sido haber sacado “lo mejor de todas las profesiones, y la enfermería ha dado el callo”.
Concha, por sus propias patologías, ha estado exenta de tratar pacientes COVID pero eso no quiere decir que haya estado de lado. Desde su centro de salud Campo de la Paloma, en un barrio de Puente de Vallecas, al sureste de Madrid, esta enfermera lo mismo escribe una columna para el periódico gratuito del barrio, que publica videos en Twitter en los que recuerda a los niños cómo lavar las manos o visita colegios con su proyecto Teatro de la Salud, que comparte con una enfermera de otro centro, y para el que han creado un par de marionetas con las que enseñar a los más pequeños hábitos saludables. “Esto lo deberíamos hacer todas —explica— porque la enfermería de familia es también comunitaria. Yo no me pongo límites. ¡Cómo no voy a querer colaborar en un periódico si forma parte de mi profesión! Yo quiero trabajar en comunidad porque una frase de mi artículo puede ayudar a alguien, aunque no sepa quién es, cuál es su número de expediente ni pueda escribir en su historial clínico. Esto es la enfermería comunitaria”.
La enfermería se divide en siete especialidades oficiales que son, además del campo familiar y comunitario en el que trabaja Concha Párraga, el obstétrico-ginecológico, el de salud mental, trabajo, geriátrico, pediátrico y el de los cuidados quirúrgicos. Pero todavía son pocas las promociones de enfermeras que se especializan, pues en España se implantaron en 2005 y las comunidades autónomas las fueron reconociendo a diferentes velocidades. La generación de Párraga se ha formado, en cambio, a fuerza de experiencia. Una de las grandes preocupaciones para los colegios profesionales es precisamente la falta de implantación de las especialidades. “Hay distintas competencias donde las enfermeras ya tenemos esa capacitación y sin embargo no se nos deja ejercerla”, dice Mar Rocha, del Colegio de Enfermería de Madrid, “tenemos muchas enfermeras que han hecho el EIR [Enfermero Interno Residente, como el MIR de los médicos] y que están trabajando en otro ámbito diferente para el que se han formado porque no hay puestos creados para que esas especialistas puedan dar esos cuidados a la población”.
“Espero y deseo de verdad que empiecen a crear las plazas en base a la especialidad”, señala Párraga como el gran problema actual de la profesión y pone como ejemplo que ella, con todo su bagaje, no se ve capacitada para ser enfermera intensivista, por nombrar otra especialidad, pues requiere de una formación en unas herramientas concretas. De la misma manera, el trasvase a la Primaria desde otro tipo de servicios —bien por una cuestión de plazas o bien por una búsqueda de condiciones laborales más compatibles con la conciliación—, no ayuda en la mejora de la atención. Las plazas son el gran caballo de batalla de las organizaciones sectoriales. El sindicato Satse denuncia que España está a la cola del número de enfermeras por habitantes, ocupando el puesto 24 de los 28 países de la Unión Europea. Si la media europea es de 8,8, en España es de 5,8, un porcentaje que María José García, secretaria general técnica del sindicato y ella misma enfermera, califica de “raquítico”. La cifra está bien lejos de Alemania (13,2) o de Noruega (18).
Curiosamente, en España hay más médicos que enfermeras por cada habitante. “Dentro de nuestra sanidad pública están faltando más de 77.000 enfermeras en los hospitales y más de 15.500 en Atención Primaria, lo cual supone que hay un déficit de plantillas impresionante que no es de ahora por la COVID sino que es un problema crónico”, dice. Un gesto de aliento ante esta reivindicación ha llegado desde el Congreso de los Diputados, donde este 15 de diciembre se ha aprobado la tramitación de una ILP presentada por su sindicato y el Consejo General de Enfermería para solicitar una ley que mejore los ratios.
“Al aumentar el número de enfermeras se garantiza la seguridad del paciente, pues hay menos días de hospitalización, menos efectos adversos en los tratamientos, mayor adherencia a los tratamientos [tomar la medicación de acuerdo con la dosificación y la prescripción] y se puede llegar a reducir hasta la mortalidad”, explica García, citando investigaciones en esa línea como la realizada por la enfermera estadounidense Linda Aiken en 2014, según la cual por cada paciente de más, la mortalidad se incrementa un 7%. María José García recuerda que la falta de enfermeras supone también un perjuicio para ellas mismas, pues según un estudio que su sindicato hizo antes de la pandemia, en 2017, el 80% de las enfermeras dicen estar estresadas: “la sobrecarga de la atención a los pacientes influye psicológicamente en las enfermeras”.
Enfermería es un grado universitario de cuatro años, a los que se le puede sumar dos para las especialidades. Cada año se gradúan en España 12.000 estudiantes pero, para cumplir con la media europea, se necesitaría crear un 24% más de plazas universitarias. En el contexto de un país con la mayor esperanza de vida al nacer (83,5 años) de Europa y el tercera en el mundo, así como un aumento de las enfermedades crónicas, las pluripatologías y las personas dependientes, esos cuatro mil nuevos enfermeros, a ser posible especializados, son una urgencia.
Los Servicios Públicos de Empleo registran una caída caída libre del número de contratos desde que alcanzó su pico en el año 2013. En el año 2019, unas 4.500 personas demandantes de empleos de enfermería notificaron unos 10.600 contratos, lo que pone la alarma en la temporalidad, pues solo 436 de ellos fueron indefinidos. A diferencia del deseo que han expresado las enfermeras entrevistadas, el mercado sigue contratando mayoritariamente enfermeros no especializados (un 58%) y, de entre las especializaciones, son los matronos los más demandados. En el Sistema Nacional de Salud también se ve la escasez del personal especializado, pues en 2018 el Ministerio de Sanidad comunicó solo dos mil de un total de casi 186.000 profesionales de la enfermería. Haciendo la media nacional, por cada mil habitantes hay cuatro enfermeros en la sanidad pública, pero en Euskadi sube al 5,6 y en la Comunitat Valenciana, 3,4.
En las ciencias de la salud hay otro puesto de trabajo que a menudo se confunde con el de la enfermería, que es el del auxiliar, ahora conocido como técnico en cuidados auxiliares. Trabajan bajo la supervisión de los enfermeros y enfermeras y, a diferencia de estos, estudian un grado medio de Formación Profesional durante un primer curso y unas prácticas durante el segundo. Desempeñan tareas tales como la alimentación de los pacientes, ayuda para vestirse o ir al baño, o hacer las camas en un hospital. En 2019, apenas 217 contratos fueron para los auxiliares hospitalarios y de Atención Primaria.
“La enfermería es la gran desconocida de la sanidad”, dice María José García, a lo que añade la “carga de estereotipos” de la sociedad, como en el caso de los disfraces de “enfermera sexy” que “agreden la dignidad de la mujer y de la profesión en sí” y que su sindicato consiguió que fueran retirados de las estanterías de varias cadenas de supermercados. Los prejuicios también conllevan “problemas en los centros sanitarios, como cuando aparece un señor y se cree que es médico por defecto y si aparece una señora, es enfermera”. Esto es algo que puede ocurrirle a Ana Rosa León, enfermera del Centro de Salud Ángela Uriarte de Palomeras Bajas (Madrid) con 38 años de profesión y, además, directora de centro, algo que solo ocurre en ocho de los 266 centros que tiene la capital.
Ana Rosa lleva en ese centro desde que se inauguró, hace más de veinte años. Hace memoria con su voz suave y su mirada limpia, transmite una calma natural que debe ser un bálsamo tanto para sus pacientes como para su equipo. Desde que comenzó su carrera siempre ha tenido puestos con un poco de responsabilidad, pues es una apasionada de la gestión. Ella ha sido lo que antiguamente se llamaba enfermera jefe. Después, fue responsable de enfermería y desde hace doce años se convirtió en directora del centro, un trabajo que generalmente hacen los médicos, pero no porque las enfermeras no estén capacitadas para ello. En su caso, ella era la mejor formada del equipo, pues había realizado un máster en gestión sanitaria. Su puesto no le exime de llevar su cupo de pacientes, tan solo de las extracciones de primera hora de la mañana, ya que prolonga su jornada para poder coincidir también con el turno de tarde, unas horas que dedica al papeleo.
De joven, Ana Rosa León quería ser médico, pero cuando empezó a estudiar se dio cuenta de que no le gustaba. Un poco bajo presión familiar acabó en la enfermería y, una vez en ella, se dio cuenta de que tampoco se sentía a gusto en la enfermería hospitalaria. “Me gustaba lo que antes se llamaba institución abierta, donde yo estaba con población que podía enseñar, no el que ya venía enfermo o que ya tenía unos hábitos que eran difíciles de cambiar. Me gustaba aquel que a lo mejor por desconocimiento no hacía bien las cosas, pero al que yo podía aportarle”, y eso lo encontró en la Atención Primaria y la educación para la salud. Niños y niñas a los que se enseña a lavarse bien los dientes o comer de manera saludable tienen menos probabilidades de ser adultos que enfermen.
“Aquí nos implicamos mucho con la familia, los acabas conociendo bien después de tantos años”, dice, por lo que los momentos más duros de su trabajo llegan con las muertes de sus pacientes. “Eso es triste. O cuando les ves enfermar. Por ejemplo, ahora con la pandemia, cuando vamos a visitar a sus domicilios a muchas personas mayores y vemos cómo con el confinamiento han estado aislados y se han deteriorado con pérdidas de memoria y facultades”.
En lo que respecta a su trabajo durante la pandemia, las primeras semanas las vivió “con mucha ansiedad” y “con miedo a enfermar”, cosa que efectivamente le pasó, sin saber cómo se contagió, y con “cambios constantes de protocolos” en función de nuevos conocimientos. Concha Párraga, por su parte, realizó mucha atención telefónica, ya que se había sometido poco antes a una operación y era persona de riesgo: “Primero lo viví con mi miedo personal, mi miedo a enfermar y a morir. Así de claro. Y después, con la sensación de inutilidad. Al principio me inundó una sensación de negatividad total, porque yo veía a mis compañeras trabajar en algo que yo no podía, no podía ayudarlas. Me costó mucho emocionalmente pero como había muchísimas llamadas telefónicas por hacer, ahí di el resto, vi que ese campo de trabajo era tan importante o más que hacer PCR y me sentí satisfecha conmigo misma como trabajadora”.
¿Cómo hace una enfermera su trabajo al teléfono? Concha se estudiaba los protocolos y, en base a ellos, trabajaba con los pacientes la parte importante del acompañamiento: “había que pensar que al otro lado de la línea había una persona a la que le habían diagnosticado de COVID y que había mucho, mucho miedo”. Además de ayudarles a superar el miedo, tenía que pensar cómo gestionar con ellos el aislamiento. “Estamos en Vallecas y aquí las casas no son palacios, hay muchísima gente que vive con diez personas en 50 metros cuadrados, que tienen un solo cuarto de baño y debes informarles de cómo hacer para no contagiar a su familia”. “Acompañarles”, una palabra que Concha repite tres veces y no se cansa de ella. Y, a veces, llamando por teléfono incluso en más ocasiones de las que dicta el protocolo porque una cosa es el control médico y otra “que esa persona necesitase hablar con alguien, porque no tenía a nadie, porque todo su miedo se lo comía solo por no hacer daño a su familia. Yo prefería acabar mi jornada más tarde y poder ayudar a alguien al que mi voz, simplemente mi voz, le calmaba”.
Los aplausos durante el estado de alarma a las ocho de la tarde iban dirigidos en gran medida hacia las enfermeras, cara visible, primera instancia del tratamiento de la enfermedad. Pero ahora que las palmadas ya no resuenan en las calles, la profesión vuelve a buscar el apoyo y ondea de nuevo la bandera de una reivindicación que se había pospuesto. Las demandas van desde las más generales, como la de impulsar el liderazgo de las enfermeras que pide la OMS o campañas como las de la organización Anesvad, que pide poner los cuidados enfermeros en el centro del sistema sanitario y recuerdan que, sin enfermeras no hay sanidad y sin sanidad se para todo.
Por poner un ejemplo territorial, una encuesta del Colegio de Enfermería de Gipuzkoa revelaba que el 6% de sus enfermeras se había contagiado. Aunque no hay un dato preciso, el Consejo General de Enfermería ha estimado que el 29% de las enfermeras en España, según una encuesta que preguntaba por síntomas, podrían haberse infectado. Ha llegado el momento del autocuidado. En el centro de salud en el que trabaja Concha Párraga, se ha creado una “sala sin COVID”, es decir, un lugar —la estancia en la que se solía hacer la preparación al parto—, en el que se habla de cualquier cosa menos de coronavirus. En el centro de Ana Rosa León tienen también un recurso para cuidarse: unas tertulias en las que se desahogan y se cuentan cómo están llevando el trabajo en pandemia.
Bajando hacia la concreción en esta llamada de advertencia hacia las necesidades de estas profesionales, que son en un 85% mujeres, se sitúa la conciliación. “Siempre ha sido un problema, sobre todo para las enfermeras a pie de cama en los hospitales, con jornadas de trabajo largas, turnos rotatorios y horarios complicados”, explica Mar Rocha, del Colegio de Enfermería de Madrid, “y durante la pandemia se ha visto agravado”. “Se resolvería con una mayor contratación de enfermeras pero también con turnos más acordes cuando sea posible y que se habiliten recursos como guarderías en los hospitales o mediante conciertos con guarderías y centros de mayores, con mayor facilidad para las reducciones de jornada y para las excedencias por cuidados”, añade.
A Rocha le preocupan también las agresiones: “durante la pandemia no se ha hablado de este tema, es verdad que no tenemos datos de este año pero no han disminuido las cifras en los últimos años. Es un grave problema. Debido a la presencia continua que tenemos las enfermeras somos los profesionales que más sufrimos estas agresiones”. Una enfermera de un centro de salud de Madrid, que prefiere no decir su nombre, confirma que efectivamente hay “un nivel de exigencia” alto por parte de los pacientes, ya que muchos no entienden que se realicen consultas prioritariamente telefónicas y otras adaptaciones de la atención médica durante la pandemia. Las enfermeras, así como los administrativos, que en muchos casos son el primer eslabón del sistema sanitario con quien interactúa el usuario “quemado” reciben esta carga de enfado y con frecuencia son también objeto de reclamaciones, no por su actuación, sino por la frustración del paciente ante la situación del sistema sanitario.
Además de los lugares en los que están las enfermeras, se ha vuelto importante señalar también dónde no están. Por ejemplo, en los centros escolares, donde sindicatos, colegios profesionales y también los centros directivos de los colegios están solicitando la incorporación de la enfermera escolar, para educar en salud y también para asumir las tareas de coordinación COVID que están desempeñando los equipos directivos y lectivos, los cuales no se sienten capacitados para distinguir síntomas o vigilar las medidas sanitarias. Y el otro lugar importante donde se demanda mayor presencia de las enfermeras y enfermeros, es en los centros sociosanitarios, donde podrían desempeñar las funciones de la especialización geriátrica. “Necesitamos que las enfermeras estén cuidando a las personas que están en estos centros, en los que ahora mismo hay una enfermera por cada cien residentes, y eso es una barbaridad. Estos centros no están concebidos como hospitales sino como lugares de residencia de nuestros mayores, quienes, independientemente de su grado de dependencia, lo lógico es que tengan un padecimiento de enfermedades crónicas que les hace necesitar el cuidado de una enfermera”, concluye María José García.
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