“Soy criada en un basural”, historias del vertedero más grande de Santiago del Estero
‘Tu seguridad está en vos misma, nada más“, dice Ángela Gerez, de 38 años. La frase podría aplicar para el video de una influencer de Instagram o para el cierre de un discurso motivacional, el broche de una charla TED. Pero no. Ángela Gerez habla desde la basura. Está parada al costado de una pila de plásticos, latas, bolsas y cartones, en el basural a cielo abierto de la ciudad de Santiago del Estero. Apenas se le ven los ojos marrones. El barbijo, la gorra con visera y la capucha del buzo le tapan casi toda la cara. Así se cubre de los gases y de las moscas que giran alrededor. A unos metros, hay tres chanchos grandes con los hocicos hundidos en restos de comida.
“Yo ya sé qué significado tiene un basural: te tienes que cuidar vos misma. Yo sé que acá corremos riesgos y bastantes. Si me enfermo corre por mi cuenta. Yo sola me lo tengo que curar. No hay botiquín, me curo en mi casa o me traigo mi propio medicamento porque sé que en algún momento me va a doler la cabeza o la muela. Pero, ya, nos cuidamos a nuestra manera”, cuenta. Hace 32 años que trabaja entre la basura, empezó a los 6 con su mamá y sus hermanos. Siguió sola y crió tres hijas ( una peluquera de 22, una estudiante de Contabilidad de 18 y una estudiante secundaria de 17).
No sabe leer ni escribir y en tres décadas pasó por varios basurales de la provincia. Hace años que trabaja en este, que queda a 18 kilómetros de la capital provincial. Sale desde el barrio América del Sur en moto, llega a las 6.30 de la mañana y toma un mate cocido cerca de alguno de los algarrobos que rodean el lugar. Después arranca: busca “botellas blancas” (como les dicen a las de plástico), cartones, diarios, revistas, papel blanco y metales (aluminio, cobre o bronce). Los separa y guarda en bolsones que el viernes entrega a la cooperativa Coresa. Le pagan 35 pesos el kilo de cartón y 50 el de botellas de plástico. Llena bolsones de 80 kilos.
“Soy criada en un basural”, dice Ángela Gerez. Repite que está orgullosa de su trabajo, que a veces la discriminan, pero eso refuerza su pertenencia. “Jamás he trabajado en casa de familia, nunca. Antes estuve en la calle juntando y después he conocido los basurales. Venía con mi mamá y con mis otros hermanos que ya son hombres hechos y derechos. Ellos tienen sus propios trabajos, pero yo lo continué. Nunca he dependido de nadie, nunca. Gracias a Dios, en esta enseñanza que nos ha dado mi madre he podido salir adelante”, agrega. Mientras habla, un camión pasa a pocos centímetros y con la pala mecánica amontona la basura en uno de los extremos.
“Todo es riesgoso en esta vida, todo, todo. Acá te olvidas que sos mujer, tienes que convertirte en hombre. Siempre he trabajado aquí, pero nunca he traído a mis hijas. No quisiera que corran el riesgo que yo he corrido aquí. He tenido yo esta vida, pero ellas no. Para ellas, otra vida y lo estoy logrando”, dice.
El basural de la capital santiagueña recibe por día 220 toneladas de residuos. Hay alrededor de 100 personas trabajando entre los desechos. Algunas están nucleadas en el Movimiento de Trabajadores Excluidos (MTE) y otras no están organizadas. La mayoría llega a las 6 de la mañana cuando abre el lugar, vienen en moto, bicicleta o colgados en los camiones compactadores. Pueden permanecer hasta las 18, cuando cierra el predio.
Es un martes de fines de junio, el día está nublado y húmedo. La temperatura no supera los 18 grados. En los quebrachos y mistoles queda la huella de vientos pasados: bolsas de nylon blancas y negras colgadas como guirnaldas desprolijas. El polvo se levanta con una leve pisada, cubre el calzado y sube por las piernas. Entre los montículos de basura sobresalen las espaldas encorvadas de las y los recicladores. Llevan la cabeza cubierta con gorros o capuchas. Abren las bolsas, separan los desechos y los guardan en bolsones de hasta 100 kilos.
“A veces uno no come aquí”, dice Luis Pérez. “¿Por qué no alcanza la plata?”, pregunto. “No, por los insectos, las moscas”, responde. “Aquí, en el verano no se puede comer. Ahora sí se puede tomar un mate porque estamos en invierno. Pero sino es imposible. Además, el humo nos afecta bastante, el olor de la basura también”, agrega. Luis, igual que el resto, carga agua para el día. Si se olvida no hay de dónde sacar. Viste un buzo y pantalones oscuros. También lleva una gorra de un equipo de fútbol que no es el suyo. Los encontró en el basural. “Es ropa de acá, la usamos una semana y después la tiramos porque se va rompiendo”, cuenta.
Hace 12 años que trabaja en el basural de Santiago del Estero, tiene cinco hijos y un plan Potenciar Trabajo por el que recibe 44.000 pesos mensuales. Ingresa a las 6 de la mañana y se va a las dos de la tarde. Cada semana junta alrededor de 35.000 pesos por el material que junta. “Trabajar a cielo abierto es muy sacrificado. Uno pasa calor, frío, lluvia, vientos. Es insoportable. Aquí, dentro de la basura, en el verano hace 10 grados más que afuera. Han venido y lo han medido. Por ahí, afuera hacía 40 grados y aquí hacía 50”, explica. En verano, ni los mistoles, ni los algarrobos, ni los quebrachos son suficientes. No se ven tantas cotorras, caranchos y gavilanes como ahora.
“Tengo mi historia”, advierte Luis Pérez. Cuenta que antes de ser reciclador manejaba las máquinas con las que se hace el mantenimiento del basural. “Pero se ha dado que el trabajo este me daba más rentabilidad. Es un poco insalubre, pero me daba más rentabilidad. Así que me empecé a inclinar y me hice cartonero”, agrega.
Con Walter Roldán es diferente. Esta vez, no soy yo la que se acerca, se disculpa por interrumpir el trabajo y pide un testimonio. Con él es distinto. Walter me busca, quiere hablar, quiere que se conozca su historia. Cruza las hileras de basura y se acerca. “No tengo plan, no tengo nada. Tengo dos chiquitos de 6 y 7 años, Jorge y Lázaro. Uno es discapacitado y no tiene pensión. Yo necesito que si pueden, me ayuden, me den una mano. ¿Me entiende?”, suelta. Tiene 29 años y desde los 14 años trabaja con la basura, primero juntado en la calle con un carrito y después en el basural. “He venido aquí, he pedido permiso y he empezado a trabajar para sostener a mi familia. Hay veces que no tenemos para comer y la comida que encontramos aquí la comemos, doña”. También recolecta para su casa: fideos, puré de tomate, verdura, yogur. “Lo que sirva, ¿me entiende?. También ropita para mis hijos, más que nada para que vayan a la escuela”, agrega.
Llega cada mañana en un camión compactador que le cobra 500 pesos para traerlo desde el Barrio Belén. Se vuelve a las 4 de la tarde. Cuenta que ni él ni su esposa reciben algún plan social y que están organizándose para que ella también pueda trabajar en el basural. “Aquí hay muchas víboras, arañas, escorpiones. Cuando hace calor no tenemos agua, no tenemos nada. He tenido cortes de vidrio, yo veo en otros basurales que usan guantes y aquí no”, dice mientras mueve las manos con las palmas hacia el cielo para mostrar los guantes mágicos de colores diferentes que encontró entre los residuos. Abre los ojos y mira fijo: “Que podamos tener un trabajo digno ya. El día de mañana esto no puede seguir así. Es muy difícil, muy sacrificador. Todos dicen que cada sacrificio tiene su fruto. Ojalá que el día de mañana sea una bendición, necesitamos porque somos todos re humildes. Queremos ser incluídos todos en la planta”, agrega.
Walter Roldán se refiere al Centro Ambiental Santiago del Estero y de la Estación de Transferencia La Banda que anunció el Ministerio de Ambiente de la Nación a través de un préstamo con el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) en el marco del Programa de Gestión Integral de Residuos Sólidos Urbanos (GIRSU) II. La inversión es de 34 millones de dólares y se estima que demorará alrededor de dos meses. “Se calcula entre 0,9 y 1 kilo de residuos por día por persona. Estamos hablando de dos ciudades que tienen alrededor de 280.000 y 180.000 habitantes. Teniendo en cuenta que tenemos dos basurales a cielo abierto, vamos a hacer el cierre de los dos y trabajar en conjunto con los dos municipios, generar un consorcio para que el residuo se disponga finalmente en la ciudad de Santiago del Estero. En La Banda va a quedar la planta de separación y el tratamiento de las distintas corrientes de residuos”, explica Paula González, coordinadora área técnica GIRSU del Ministerio de Ambiente.
Según el último censo que se realizó para la consulta pública, se relevaron 80 recuperadores que trabajan en el basural del Santiago del Estero y 300 recuperadores de calle. En La Banda hay 40 dentro del predio y 80 en la calle. “Dentro de lo que es el préstamo del BID, tenemos el Plan de Inclusión Social, que es fundamental, para asegurar que todas las personas que están ahora tengan un trabajo de calidad, digno. Las condiciones laborales les van a cambiar absolutamente”, agrega.
“Todo el mundo quiere venir aquí, pero no es fácil. Yo he traído a mis cuatro hermanos”, cuenta Ramón Díaz, de 42 años. Tiene cinco hijos, el menor de cuatro meses. “He caído aquí a los 18 y ya no me he ido más, la mitad de vida en algún basural”, agrega. Dice que él y su mujer cobran un plan social, pero la plata no alcanza. “Si encuentro un teléfono, una pava o esas cosas, me las llevo para mi casa. Si encuentro efectivo, también. Después reciclo todo, llego con lo justo, justo”, agrega.
Después de unos minutos, se sentará a tomar mates con unos compañeros en una carpa improvisada con un bolsón roto. “Tomamos mate con pan, a veces, alguno trae facturas. Depende”, cuenta.
Ángela, Luis, Walter y Ramón se irán más temprano un martes de junio, tienen una reunión con otros recicladores para organizarse. “Quiero tener algo para el día de mañana, para que mi hijo esté bien. Quiero que mis hijos estén bien parados. ¿Me entiende usted?”, cierra Walter Roldán.
CDB/MG
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