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La Mona Jiménez en el Obelisco Crónica
Falocracias

La Mona Jiménez tocó en el Obelisco

Alejandro Seselovsky

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La Mona Jiménez en el Obelisco. El falo de la Buenos Aires que le mansplanea coparticipación a las provincias, y el gran falócrata cordobés que se hizo mito vivo poniendo a bailar a las masas, grabando 90 discos en 50 años de cuarteto y dejando correr el rumor de la escala de sus genitales. Acá están los dos, espadeando sus naturalezas en este domingo de mayo, saludándose mutuamente las dotaciones.

Acá están en este cruce de idiosincrasias el cordobesismo puro y duro que La Mona condensa, contiene, pero que de ninguna manera agota porque está hecho también de otras urgencias del sentido: el fantasma vivo de Mario Pereyra, la rabia cacerola del Patio Olmos, el Presto queriendo matar a alguien o a algo, todo bajado con el orgullo patrio de un Ferné. Y la glande de Goliat, el porteñismo mitrista, unitario, que vos decís ¿esa no era una palabra del siglo XIX? hasta que los gobernadores de cuatro provincias salen, como salieron la semana pasada, a renovarla tirándosela por la cabeza a Rodríguez Larreta porque pide retorno de caja para CABA y se lo pide a la Corte Suprema. Falocracias. Dos potencias se saludan. Son las seis y cuarto de la tarde y La Mona sale al ancho escenario de la angosta Diagonal Norte. 

Bailar pegados

Acá no está el país rubio, esta noche no ha venido. Las 125 mil personas que se estiran desde Suipacha hacia Plaza de Mayo son moneros de los barrios, tanto de Córdoba Capital como del conurbano bonaerense. Moneros y moneras que llegaron hasta acá como han podido, pisando el centro de la ciudad que va a ser de ellos mientras el artista que les da sentido a su manada, lo que el monero llama “El Mandamás”, esté ahí arriba soltando los hits de exportación que no necesariamente suelta en en los bailes del Sargento Cabral. Beso a beso y Quién se ha tomado todo el vino no son canciones que el monero esté esperando, no especialmente. Esas son alhajitas para que baile la porteñada.

Jiménez ha sabido contar la tumba, la miseria, el barro del pobre. A Buenos Aires siempre le ha vendido la fiesta y la  alegría, pero el monero es monero por canciones como “2x1 Señor Juez”:

Señor Juez, yo le acepto, estuve mal ¡yo robé! / No quedaba alternativa, ni un trabajo, ni una ayuda / ni una mano solidaria yo encontré

Y mis hijos tenían frío y mi mujer en un rincón lloraba / y mis hijos tenían hambre, y yo en mis manos, nada.

O Mary la del burdel:

Ahí sale Mary como todas las mañanas del burdel / Y tambalea / por el alcohol que se ha bebido / porque su hijo está muriendo en el penal / y los clientes ni la quieren ya mirar

Ahí sale Mary, solos tres pesos en su bolso y un papel / Es lo que lleva / Bajo el farol espera que él venga a buscarla / y siente miedo, esta vez será fatal / Si no hay dinero, como un loco él se pondrá.

Alerta spoiler: a Mary el cafiolo la cuece de un disparo y echa su cuerpo a la calle. Jiménez escribió nuestro Pedro Navaja. En Córdoba lo saben todos pero es gente muy discreta y no dicen nada. Será mejor así.

Va media hora de show y avanzar entre la gente es literalmente imposible. Las personas se aplastan entre ellas y así y todo bailan con los hombros en las orejas. Desde donde estoy, altura Maipú, es imposible ver nada. Lo que sí asoma allá adelante es el obelisco iluminado detrás del escenario, la Buenos Aires erecta.

Tan freak

En Córdoba, durante todos estos años, La Mona no dio shows, hizo bailes. Esta diferencia es inconcebible para el porteño. Sería así: el cordobés saca su entrada para el Sargento Cabral (más tumba, digamos un Cemento) o para la Sociedad Belgrano (más tranka, digamos un Obras) y después va y baila con La Mona tocando ahí. Capaz que ni siquiera lo mira porque vino el viernes, está acá el sábado y va a venir mañana domingo también. El porteño saca una vez el año su entrada para ver a Babasónicos y ya. Son dos formas distintas de vincularse con el artista. La Mona, tan freak y tan popular, está integrado a su pueblo de una forma que una banda de Buenos Aires no puede ni sospechar.

Pero, con 71 años en el cuerpo, Carlos Jiménez ha pasado a otro modelo de negocios y ahora ofrece los festivales Bum Bum, una especie de Monapaloozas donde tocan cantidad de artista y bueno, cierra él.

En julio del 2017 fui a ver de qué se trataba un baile de La Mona. Lo vi en la Sociedad Belgrano, borde norte de Alta Córdoba. El tipo salió al escenario con unos pantalones de raso colorado que aseguraban, con su ajuste, la estelaridad de su dote. Iban recién unos minutos de baile cuando alguien del público le arrojó un pañuelo. La Mona lo tomó, se lo pasó ostensiblemente por las pelotas y lo devolvió al público. Unos instantes después, llegó un segundo pañuelo. Podemos pensar que el primer pañuelo fue una eventualidad. Ahora, el mensaje del segundo es irreductible: queremos más de tus pelotas, Mona.

Unas semanas antes, en el Sargento Cabral, para saludar a un grupo de venezolanos que descubrió entre el público, se había permitido decir: “que se vaya a la mierda Maduro, si no vamos a ir para allá y le vamos a coger a la hija”. Facebook mediante, se deshizo en disculpas unos días después. Y supongo que merece ser disculpado, como todo el que se equivoca. O no, qué sé yo, no importa, no es el punto ahora la venia del indulto sino comprender su construcción del mundo, que siempre es peneana. En el mismo texto de Facebook, Jiménez admitía: “hasta acá llegamos, una más y no me ven más”. Es decir, el tipo puede ver la suma de, vamos a llamarlo así, sus cagadas: porno explícito en el escenario, hijas presuntas que le reclaman paternidad por los canales. El tema es que en el centro de todas ellas -las cagadas- hay un pene, el suyo.

También hay o hubo una subtribu de moneras que se presentan o se presentaban como las tocabulto. Cuando las googleás, la primera foto que aparece lleva la firma de Juan Cruz Sánchez Delgado. De la presunta tocabulto solo se ve una mano. La manifestación general de la foto es bruta y formidable, el tal Sánchez Delgado captó el exacto momento de la caverna y el atavismo. 

Rey Kong

Saliendo del gentío, en las calles que cortan Diagonal, por 500 pesos se puede conseguir un pritiao, fonema del cordobesismo profundo que, dicho lentamente y ajustando el aparato fonador, debería sonar: pritiado, cruza de la gaseosa de fabricación cordobesa Pritty con algún vino dulce de cartón, un tetra. Se sirve en vaso plástico de litro o en botella cortada al medio como en el meme de la Maglietti. 

Detrás del Ferné, que Buenos Aires ha coronado, La Pritty, especialmente en su versión limón, es un orgullo provincial, una jineta popular que emociona al cordobés casi tanto como encontrar una sucursal de Grido fuera de Córdoba. 

Ferné con Coca Cola también se puede comprar, pero la Argentina del 6 por ciento de inflación mensual ha hecho crecer y expandirse y rotar y finalmente ser elegido en una noche como esta una versión beta: el Fernandito con Manaos, que sale la mitad y pega como Martillo Roldán.

De La Mona no tenemos más noticias que la música que llega desde un inalcanzable allá adelante y lo que las pantallas que se ubican en los laterales de la avenida eligen replicar. De golpe leemos “La Mona” escrito con luces de colores sobre el largo del obelisco, desde la base hasta la punta. 

Los manteros que venden las remeras de la noche se despliegan sobre Corrientes porque sería imposible gestionar cualquier intercambio, mucho menos una puesta de prueba, en este apelmazamiento de personas. Antes del arranque del show las remeras están mil pesos, después van a tender a la baja. Pero el punto es el diseño: en negro, en azul o en rosita, lo que te llevás en el pecho si comprás una es a La Mona con cuerpo de primate mayor, ponele un gorila, que se golpea un pectoral con una mano mientras que con la otra sostiene un micrófono. Al lado, un obelisco reducido cuya escala es claramente menor a la escala de la misma Mona Jiménez, como más chico, más pequeño, o tal vez gigante pero empequeñecido frente a la presencia de La Mona y su proporción ingobernable. Es un King Kong emergente, un inmenso hijo de la patria mediterránea que sobra y envuelve con la majestad de su cuerpo a todo lo que lo rodea: el Obelisco que ya dijimos, pero también la Pirámide de Mayo, algo que se parece al Teatro Colón, una cúpula que podría ser la Catedral de Buenos Aires, un plano con ventanitas que alguien puede ver como el hotel Sheraton y el edificio del Ministerio de Desarrollo Social, pero sin la Eva Perón de acero porque ya era mucho detalle.

El mono suburbano

-Mona, me dijeron que la tenés muy grande. ¿Es verdad? -preguntó El Carpo.

-Seeee, así dicen -contestó el cuartetero.

-Te apuesto 100 dólares a que la mía es más larga.

-Si vos querés perder…

Quedaron solamente los varones y procedieron a la medición. Pappo, que había sido el de la apuesta, tuvo que tomar el primer turno, y mostró lo suyo, que era algo de considerables dimensiones de acuerdo a diversos testigos. El séquito de La Mona comenzó a reírse.

-Ay negrito -le dijo La Mona-. Por ser vos por esta vez no te voy a cobrar.

Pappo no pudo creer lo que vio. Y se declaró perdedor de aquella apuesta. Entre risas, todos fueron a ver el show de La Mona, que contó con Pappo como invitado especial.

Estas líneas integran las páginas de El hombre suburbano (Planeta, 2011), la biografía que Sergio Marchi escribió de Roberto Napolitano, Pappo. A esta altura, la anécdota ha cobrado vida, salió del libro y viaja haciendo su gira especialmente por los bailes de Córdoba Capital, en los bares, en los pooles, mientras bajás un carlito con un pritiau. El monero te la cuenta con suficiencia, ostentando una pertenencia, dejando crecer sordamente en el sustrato del cuento una verdad categórica, un decir que no necesita ser dicho: si La Mona la tiene más grande que Pappo el Cuarteto la tiene más grande que el rock y el interior la tiene más grande que Buenos Aires y Córdoba la tiene más grande que todo el interior.

Para las ocho de la noche, Carlos Jiménez se ha despedido de Buenos Aires y solo queda, allí en el fondo el Obelisco en el esplendor de su iluminación con el nombre de La Mona escrito sobre él.

Vamos saliendo. Por el corredor hacia la Plaza de Mayo quedan Fernanditos por vender. De golpe podés ver el piso, tus propias botas, el plástico roto de los vasos vacíos y una larga película transparente de frío y hielo derretido que cubre el pavimento de la Diagonal. Hay más espacio, hay más luz, de golpe también podés ver a las personas. La Argentina marrón, morocha, negra, morena, monera, cuartetera, cumbiera, carancha, empobrecida, ha tenido hoy acá su fiesta. Porque La Mona será lo que será, pero las mayorías se respetan, no importa lo que esas mayorías bailen o voten, y el tipo ha sabido convocarlas, ha sabido ser un genuino artista popular que desde hace 55 años viene haciendo bailar al pobrerío.

Cruzando Bartolomé Mitre, antes de llegar a la esquina de Rivadavia, una mujer con tres chiquitos me pregunta cómo puede hacer para llegar a Retiro. Le pregunto si es monera, ja, pero con un indisimulable fastidio me dice que no. Que vino a acompañar a su marido, me dice, pero lo perdió en el tumulto. Le digo que ahí, a cincuenta metros, tiene la estación Catedral, que si se baja en 9 de Julio puede combinar con la C. Que a dónde va, le pregunto. A San Martín, me dice. Que si quiere que le preste mi teléfono para mandarle un mensaje al marido, le pregunto. Que no me preocupe, me dice: que el marido no sabe leer ni escribir. No me lo dice enojada, ni con la rabia de la que se quedó sola con las tres criaturas. Me lo informa como se informa un dato, sin pena ni tragedia, como yo le estoy diciendo: ahí tenés la D.

AS/SH

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