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Atrato, el río de Colombia con derechos propios como las personas

Una imagen del río Atrato, en Colombia.

Camilo Sánchez

Bogotá —

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La relación de las comunidades ribereñas con el río Atrato, forjada desde hace cientos de años, tiene poco de terrenal. Sus aguas son para muchos una extensión de su propio cuerpo. Una extensión infestada de mercurio y cianuro. Azotada por el sonido tosco de las retroexcavadoras, de las sierras eléctricas y otras máquinas pesadas de empresas mineras, o delincuentes a sueldo, en busca de madera y oro.

A lo largo de 2014, diversas comunidades del Chocó, una región bordeada por el mar Pacífico y atravesada en gran parte por el Atrato, decidieron poner fin a esta crisis ambiental con la guía jurídica de la fundación Tierra Digna. La Defensoría del Pueblo registró ese mismo año la muerte de 34 niños de la etnia embera-katío como consecuencia de la contaminación que dejaban los vertidos químicos en las aguas del río más caudaloso de Colombia.

Así fue como el 27 de enero de 2015 el conjunto de organizaciones aglutinadas en el Foro Interétnico Solidaridad presentó una demanda contra el Estado colombiano a fin de salvaguardar el río. Se trataba de una acción legal inédita y llena de matices, porque se enfrentaban dos visiones del mundo, sino contrapuestas, sin duda muy alejadas. La abogada Andrea Torres describe, por un lado, una legislación clásica occidental, bastante marcada por el ímpetu desarrollista, en contraste con una serie de tradiciones ancestrales y cosmogonías donde selvas, animales, bosques y ríos se funden en un amasijo de seres con alma y voluntad.

El Ganges y el Whanganui

En principio, dos tribunales desestimaron la demanda. El caso pasó a manos de la Corte Constitucional, y el 30 de abril de 2017 una sentencia histórica instó a las autoridades ambientales a adquirir el compromiso de proteger, mantener y recuperar el río Atrato. Tras el Ganges, en la India, y el Whanganui, en Nueva Zelanda, era la tercera vez que un río recibía derechos jurídicos como cualquier otro ser humano. De hecho, el del Atrato fue uno de los casos que inspiraron la movilización de colectivos en España que desde Murcia vienen impulsando desde hace un tiempo la iniciativa de dotar al Mar Menor, la laguna de agua salada más grande de Europa, con personalidad jurídica.

En Colombia siete mujeres y siete hombres fueron delegados como “guardianes” de una de las mayores cuencas fluviales del mundo, con 750 kilómetros de cauces que arrancan en la cordillera occidental de los Andes y desembocan en un recodo del mar Caribe. Ellos, junto al Ministerio de Medio Ambiente, son sus apoderados ante los tribunales y garantes de que la sentencia T-622 se cumpla. Una decisión judicial que se apoyaba, además, en el derecho fundamental de comunidades negras e indígenas en relación con su territorio.

Los guardianes del Atrato tienen hoy “ocho órdenes” a su cargo. Las tres más urgentes son la descontaminación del río, seguida por la restauración, a partir de una visión nativa de las costumbres de las comunidades, y limitar la explotación minera, legal e ilegal, que se ha desbordado de forma dramática en los últimos tiempos: “La dimensión del negocio es tan grande que las comunidades afirman que en el departamento del Chocó hay actualmente en operación unas 800 dragas”, se lee en el fallo de la Corte de 2017.

Por el simple hecho de existir

En la práctica, explica el experto en Derecho del Medio Ambiente Mauricio Madrigal, se trata de un cambio de paradigma: “Se reconoce el desarrollo teórico de los derechos bioculturales a partir del biocentrismo y su uso como puente administrativo para declarar al río como sujeto de derechos”. La ley reconoce al Atrato dentro del ordenamiento jurídico por el simple y complejo hecho de existir, como fuente vital para la vida del planeta, más allá de la utilidad que pueda suponer para los pobladores, los encargados de salvaguardar su buena salud junto al Estado.

Para la abogada Andrea Torres la sentencia rompe con la declaración de Río de Janeiro (1992) y con la mayoría de tratados internacionales en materia de medio ambiente al reconocer la pluralidad de pensamiento y de “distintos vínculos entre culturas diversas y su entorno”. La relación con el medio ambiente, sostiene, no tiene la misma lógica para todas las comunidades. En muchos casos, la etiqueta de “recurso natural” se queda corta y por eso la declaratoria busca reconocer la íntima conexión entre las comunidades pesqueras y el ecosistema.

El Chocó es una de las zonas más ricas en minerales y madera de Colombia, muy apetitosa para las multinacionales extranjeras. También es una de las dos regiones más pobres, con un atraso histórico en infraestructura y cifras pavorosas de violencia. Las noticias sobre la precariedad de sus pueblos y caseríos suelen ser tan frecuentes como ignoradas: dos de cada tres chocoanos, por ejemplo, no tienen recursos para garantizar una alimentación diaria de 2.100 calorías. A la luz de lo anterior, cualquier logro tiene méritos añadidos.

Richard Moreno es un ribereño de 50 años que ha sido coordinador del Fondo Interétnico Solidaridad Chocó, una organización centrada en buscar alternativas y salidas a los problemas sociales y al conflicto armado en la región. Recita de memoria las características de todas las subregiones del departamento y los conflictos más acuciantes: los cultivos de coca en el Alto Baudó; la pesca industrial en la Costa Pacífica; la minería ilegal en el Alto y Bajo Atrato, entre otros. Moreno colaboró en los talleres para explicar a fondo a las comunidades el alcance de la sentencia. Fueron espacios de encuentro entre comunidades negras e indígenas que no siempre convergen.

“La misión fue sentar a los líderes internos y otros actores políticos en busca del bien común”, explica Andrea Torres. A pesar de que el proceso no siempre fue fluido, la investigadora resalta unos principios de carácter cultural y espiritual que se respetan. Principios que giran en torno al respeto ancestral por la naturaleza y que logró reunirlos en torno a las alteraciones ambientales al río y que han supuesto desequilibrios que los han afectado a todos: bosques pelados y animales extinguidos, nuevas enfermedades, disminución de la pesca y violencia.

Pero Richard Moreno, ambientalista y Magíster en Conflicto y Paz, subraya que el proceso no se redujo “a la socialización de un fallo”, sino, más bien, a la “construcción de una forma de vida”. Mauricio Madrigal, director de la Clínica Jurídica de Medio Ambiente y Salud Pública de la Universidad de los Andes, resalta que el gran logro ha sido entregar la gobernanza a las comunidades y priorizar sus derechos bioculturales, violados, según la sentencia, de manera sistemática y masiva.

Las multinacionales siguen con sus proyectos

¿Qué ha sucedido desde entonces? Así como el entusiasmo de los pobladores ha sido notable, el alcance de la sentencia se ha enfrentado con los obstáculos de la realidad colombiana. Madrigal cuenta que los recursos para sacar adelante al agonizante río estuvieron estancados durante unos años. Y que los procesos de descontaminación y el freno de la minería ilegal aún son un anhelo lejano.

Desde la fundación Tierra Digna añaden que el problema central radica en que al Estado colombiano le ha “costado mucho dejar de lado un espíritu de desarrollo económico netamente extractivista”. La traducción de una nueva figura jurídica al mundo de las políticas públicas tradicionales no ha sido fácil y los niveles de mercurio en el Atrato, según estudios de la Universidad de Cartagena, siguen siendo altos.

Las grandes multinacionales, como la sudafricana Anglo Gold Ashanti, la canadiense Continental Gold o la estadounidense Newmont también siguen adelante con sus proyectos. Estas corporaciones son titulares de casi la mitad de los títulos mineros ya otorgados. Sus trabajos, permitidos por una legislación ambiental que no se cumple, constituyen un riesgo evidente para la defensa del río.

Basta echar una mirada a la marginalización de la minería artesanal de subsistencia. Aún son muchos los ribereños que dependen de los dueños de los embalses mineros y otros actores de dudosa catadura. “La complejidad es grande”, explica Madrigal, “y el enfoque por el que ha optado el Gobierno, en el cual se privilegia la militarización sin acabar las estructuras ilegales y las cadenas de producción, ha impedido avanzar”.

“Lo que reconoció la Corte Constitucional fue una unidad entre el hombre y la naturaleza”, concluye Moreno, “los pueblos étnicos que viven a orillas del Atrato son para el río como el Atrato para los pueblos étnicos. No se trata solamente de una fuente de alimentación. También es un medio de transporte, un lugar de encuentro y una fuente de enamoramiento”.

CS

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