La pileta de Tony Soprano, comedia de encierro

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Leo un texto en el que se habla del acto de subrayar, dedicar y anotar cosas en libros. Esa práctica un poco impune, un poco chancha, un poco solitaria, siempre marginal: el estruendo del lápiz –que fue árbol– cuando se desliza sobre una página –que fue árbol también– al caer en un bosque sin que nadie pueda escucharlo. O pocos: un ruido chiquito, blando, íntimo, del que sólo van a ser testigos aquellos que se crucen con ese libro subrayado en un tiempo lejano; los que de casualidad se topen con esas marcas ajenas como quien mira fuegos artificiales a la distancia y no entiendan nada. O, al contrario, esas personas que quieran indagar más, que se hagan preguntas, que no puedan quedarse quietas ante esas palabras garabateadas y laterales.

Me percibo dentro de este último grupo, me gusta mucho comprar libros viejos. Les invento un pasado a ellos, a sus inscripciones y a sus dueños anteriores e hipotéticos. Alguien se deshace de su biblioteca y ese derrumbe me hace tambalear a mí, me moviliza de alguna manera, me sacude. Ser la segunda mano o la siguiente: un destino posible, una forma de suscribir al pie.

Hace un tiempito fui comprando en una librería de usados toda una colección de libros clásicos en francés (una confesión pudorosa y una ñoñería: me gusta mucho la sencillez total de un sello de bolsillo que se llama Folio, son ediciones tan sobrias, tan livianas y tan amables que, aunque se trate de libros que ya leí o que se vendan muy gastados, los necesito cerca entonces, cada vez que me los cruzo, trato de rescatarlos). Varios venían subrayados con un trazo finísimo y me imaginé que habían pertenecido a un mismo dueño metódico y sensato. Otros tenían inscripciones o comentarios con la traducción al costado (supuse que eran de estudiantes hartos, que los vendieron apenas terminaron de cursar), otros estaban intactos. La edición de Memorias de Adriano que me compré en esa tanda estaba impoluta, salvo por la primera página, con una dedicatoria:

“A falta de inspiración bien vale la intención. Feliz cumple Pocho.

Amelie (elijo llamarla así porque no se entiende del todo la letra) y Pablo. Junio 1990“. 

Durante mucho tiempo imaginé a esta pareja yendo a buscar un regalo para Pocho, pensando en él, en sus intereses, en sus gustos. No les resultó difícil el rubro, casi que dijeron al unísono: ¡un libro! Pero tal vez sí les costó ponerse de acuerdo sobre cuál (Amelie pensaba en algo menos clásico, más arriesgado; Pablo sentía que Pocho iba a apreciar el gesto de esa nobleza universal que tienen los libros consagrados), tal vez se enojaron y al poco tiempo se amigaron. El día de la fiesta llegaron a lo de Pocho con sus mejores atuendos, una sonrisa pícara, la reconciliación en la piel, en la cara, en los dientes, en las sonrisas sincrónicas. También con el libro y esa dedicatoria consensuada, a falta de inspiración.

En mi fantasía Pocho jamás llegó a leerlo –por ahí prefería la traducción de Julio Cortázar y quién podría recriminarle esa decisión– y aprovechó al poco tiempo una mudanza para sacárselo de encima junto con otros libros por los que no iba a transitar nunca. En cualquier caso: gracias Pocho, Pablo, Amelie; gracias al lector metódico, gracias a esos estudiantes remolones por esas rayitas prolijas y rotundas abajo de las palabras de Marguerite Yourcenar y de tantos otros. Por estas elucubraciones, por este tiempo, por esta cadena infinita de imágenes después de las imágenes.

En el fondo, en los míos, en los usados que pasan a serlo, en los de antes, en los de siempre, persisten las preguntas. ¿Para quién anotamos cuando anotamos algo en un libro? ¿A quiénes les hablamos en nuestras dedicatorias? ¿Para quién subrayamos cuando subrayamos? Si las autoras y autores nunca se van a enterar ni van a poder responder, ¿a quiénes les dirigimos esos gritos mudos en un mar de palabras de otros?

De repente, de tanto pensar en subrayados y anotaciones me dan ganas de revisar lo que estuve subrayando y anotando en estas horas (si esto fuera una canción de Babasónicos: algunas mañanas soy fácil).

Lo primero que encuentro es un fragmento de la novela El cuerpo es quien recuerda, de la escritora argentina Paula Puebla (me impactó mucho y la voy a entrevistar pronto, en unas semanas les cuento más). 

Todo, para mi cuerpo, es mucho. De él me voy o él se me va cuando la fantasía de concretar algo amenaza con convertirse en real.

Me cebé un mate que muy pronto estaría lavado. Releí un fragmento del último párrafo de ese archivo de word escuálido, agonizante, que buscaba aire para morir o agua para vivir.

Un texto es un pez y un pescado.

Lo otro es parte del libro de ensayos Maneras de desaparecer, de la mexicana Isabel Zapata (salió por Editorial Excursiones; si se quedan, abajo sigo). La autora escribe un ensayo que se llama Contra la fotografía y es espectacular.

Antes de la onda o la partícula, algunos filósofos clásicos pensaban que el ojo humano emite una luz para ‘sentir’ aquello que mira. Otros propusieron lo inverso: que los objetos mismos proyectan un rayo luminoso que llega al ojo y los hace visibles. En un punto medio, Platón habló de un ‘fuego visual’ que arde entre nuestros ojos y el mundo.

Los objetos nos sostienen la mirada; la fotografía, en cambio, nos elude. Para recordar de veras un momento, mejor no sacar la cámara.

No sé para qué o para quién, pero dejo esos libros marcados justo ahí. Y, ahora sí, se quedan con una nueva edición de Mil lianas. Una mojarrita semanal. Con voces ajenas, con el absurdo de siempre.

1. Maneras de desaparecer, de Isabel Zapata. De cómo es desarmar una casa –la materna, ni más ni menos– al recorrido por los libros con anotaciones al margen y los demás objetos que la integran (“¿No es extraño que las cosas sobrevivan a sus dueños? Yo no debería tener radiografías ajenas, vajillas de hogares que han desaparecido, fotos viejas que alguien recortó sin más criterio que su propio capricho”, sostiene la narradora). De lo que se ve y lo que se pierde en la fotografía a un recorrido por piletas vacías o célebres (la de Tony Soprano en la serie que lo tiene como protagonista, las de El nadador, el cuento de John Cheever, las de las pinturas de David Hockney). 

En su compilado de ensayos Maneras de desaparecer (Editorial Excursiones, 2022), la escritora mexicana Isabel Zapata hace un viaje por una serie de agujeros, de vacantes, de eso que por exponer un vacío nos recuerda algo que existió. Así, presenta una suerte de bitácora del duelo, pero también un repaso casi temático por lecturas alrededor de los tópicos de cada uno de los textos breves que integran su libro.

A veces habla de animales, a veces hace una defensa de los tenedores libres, a veces simplemente anota ruidos que la invaden y los cruza con lo que dijeron otros autores sobre el tema. Con simpleza y con una mirada muy aguda, como dice el escritor chileno Alejandro Zambra en su introducción, la autora “consigue sobrevolar lo expositivo o lo informativo, disuelve sus propias certezas, se mira mirar, prueba”. De esta manera, como una aguafuerte que tracciona desde la intimidad, cada texto exhibe una textura muy privada, hermosa y a la vez universal.

Isabel Zapata nació en la Ciudad de México, en 1984. Sus libros más recientes son Una ballena es un país e In vitro (ambos publicados por la editorial Almadía). Su trabajo fue incluido en medios mexicanos como la revista de la Universidad de México, Periódico de poesía y Letras Libres, e internacionales como The Common, World Literature Today y Ancrages. En 2015, con cuatro amigas fundó Ediciones Antílope. 

El libro de ensayos breves Maneras de desaparecer, de la escritora mexicana Isabel Zapata, acaba de salir publicado por la editorial argentina independiente Excursiones. La publicación viene acompañada con reproducciones de obras de la artista plástica argentina Valentina Ansaldi. Más información, por acá.

2. Clementina, de Constanza Feldman y Agustín Mendilaharzu. A Clementina se le cae todo: las compras que acaba de hacer, el mundo tal como lo conocía. Sin embargo, nada la paraliza. Porque incluso ante las inclemencias –en el comienzo se mueve espasmódica mientras las frutas que quiere atajar ruedan por la calle: una escena a pura comedia física, de esa de los inicios del cine, que se repetirá en distintas versiones durante el largometraje– ella no deja de intentar, de buscar el equilibrio, de sostener, de querer arreglar. Cuando se anuncian las restricciones sanitarias por la pandemia, Clementina se queda a vivir en la casa de su novio, un tipo apático, fantasmal y retraído al que se lo ve poco. Por momentos él es una voz –sabemos que está dando clases por Zoom, que acumula objetos incomprensibles–, por momentos es fuera de campo, silencio, alguien que se esconde para no interactuar con sus vecinos.

Entonces, en medio del parate global, hay un encierro. Pero lejos de la idea de quietud o del idilio con el que algunos soñaron durante la cuarentena estricta, en ese interior pasan muchas cosas: el edificio cruje de todos los modos posibles (no faltan cortes de agua, de luz, arreglos imprevistos que hay que hacer en el baño, diatribas de consorcio) y Clementina es la que tiene que poner la cara en medio del desconcierto.

Con secuencias cómicas bien logradas y con una narración fragmentada por episodios (la película inicialmente fue una serie), Clementina es una comedia del absurdo de dos personas que a su modo muy particular se quieren y que a su modo también se ven abrumadas. Unidos y confinados.

Tal como contaron los realizadores y protagonistas de Clementina, que además son pareja y también se vieron conviviendo de repente en un departamento de Buenos Aires cuando se anunció la cuarentena, este proyecto surgió por esos días de aislamiento preventivo y dudas. De inmediato sintieron el impulso de buscar una cámara y se pusieron a registrar eso que pasaba puertas adentro hasta que encontraron esta historia.

La película circuló por algunos festivales –incluido el BAFICI, donde participó de la Competencia Internacional– y ahora se proyecta todos los sábados en el auditorio del Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (Malba).

La película Clementina, de Constanza Feldman y Agustín Mendilaharzu, se puede ver todos los sábados de julio a las 20 en el auditorio del Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (Malba). Más información sobre tickets y funciones, por acá.

3. Voces en la Unam. No me acuerdo bien cómo fue. Pero seguro pasó mientras buscaba algo y así, como quién no quiere la cosa, pero también como quien no sabe qué cosa quiere en realidad, me encontré con esto: una colección enorme de voces de escritoras y escritores contemporáneos para escuchar, descargar y compartir. O, como ellos mismos lo llaman: un almacén digital y literario. 

De eso se trata Descarga Unam, la plataforma de la Universidad Nacional Autónoma de México donde cualquiera que lo desee puede acceder a relatos contados por los propios autores, a fragmentos de grandes obras de la literatura universal y a un enorme archivo sonoro que reúne lo más destacado de las letras iberoamericanas.

Los materiales están accesibles en la página de Descarga Unam y, en algunos casos, también se pueden escuchar como podcast en las principales plataformas de ese formato. Hay diversas secciones como Letras mexicanas en voz de sus autores, Conversaciones, Letras de Iberoamérica, Poesía, entre muchas otras.

Por mi parte, me enganché con una lectura de la española Irene Vallejo (una de las favoritas de este espacio virtual, pueden leer por acá la entrevista que le hice por acá a propósito de la salida de ese libro colosal que es El infinito en un junco) bajo el título Mi madre y la oralidad. Un tapiz de ecos. También me quedé un buen rato con esta lectura de la escritora mexicana Fernanda Melchor y con un fragmento de su obra Odisea de los niños perdidos leído por su autora, Valeria Luiselli.

Todos los materiales de Descarga Unam están disponibles para escuchar o descargar de manera gratuita en esta página. Algunos, además, se pueden escuchar como podcast por acá.

4. Banda sonora. Desde este 8 de julio –hoy para los que leen esto apenas entra en sus bandejas, por estas horas para los demás– está disponible en la plataforma Mubi el documental This Much I Know To Be True, un largometraje que, según sus realizadores, “captura la profunda relación personal y creativa de Nick Cave y Warren Ellis, mientras dan vida a las canciones de sus dos últimos álbumes de estudio, Ghosteen (Nick Cave & the Bad Seeds) y Carnage (Nick Cave & Warren Ellis)”.

La película, parece, trae grabaciones desconocidas y una suerte de cocina de varios temas. Los acompañan grandes músicos y también se anuncia una aparición muy especial: la de la cantante y actriz Marianne Faithfull, amiga y colaboradora de los dos.

Como una especie de precalentamiento, por estas horas estuve escuchando bastante a Nick Cave. Mientras apuro las cosas que tengo que hacer para poder darle play con tranquilidad a la película, les dejo algunas de sus canciones en nuestra lista compartida.

¡Hasta la próxima!

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