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Música

Un show con diseño de redes sociales para una legión de motomamis que consolidaron a Rosalía

Rosalía.

Facundo Arroyo

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Una motomami con rasgos orientales le pregunta a Rodrigo de la barra de Atlanta si dejar su camioneta importada debajo del puente lindero al Movistar Arena es seguro. Por arriba pasa el tren. El pibe no la escucha porque le está haciendo señas a otro auto en el que van cinco motomamis bañadas en glitter y gritando Despechá, el último simple de Rosalía. La motomami oriental que había llegado en camioneta, toma de la mano a su hija de no más de diez años y se pierde en la fila de la popular. Un muchacho le da un beso a su entrada y antes de entrar al microestadio dice: “Soy el trolo más feliz de esta ciudad”. Atrás lo siguen cinco amigos. Todos van súper ajustados: pantalones, remeras, camisas. Uno se pintó la cara de diablo, dice la canción de motomami con el mismo título: “Brillas como la luna, brillas como ninguna, quiero que tú me entiendas”.

Son las 20.30 y acá hay 16.522 personas: está lleno. Rosalía agotó las dos funciones -la del jueves y el viernes- hace cuatro meses, a los cuarenta minutos de habilitar las entradas. Un asiento en la platea alta, bien alta y en alguno de los laterales, costó $6.500, service charge incluido. La fila digital se movía rápido y te dejaba afuera si justo salías a hacer un mandado.

Ahora, a minutos de que arranque el show, por la primera bandeja del microestadio pasa una motomami con globos rojos, por la segunda pasa otra motomami dark, papas fritas en mano. Abajo, en el campo, están las de rosa y también las que se peinan como la cantante española, raya al medio, dos colitas. Todo su público pensará en lo mismo: “Motomami, Motomami, Motomami // Motomami, Motomami, Motomami”. 

Si en un club de jazz una voz en off pide que apaguen los celulares “porque distraen a los músicos”, que los videos se escucharán mal y las fotos estarán fuera de foco, durante el primer minuto de show de Rosalía hay tantos teléfonos encendidos como personas con entrada. El consumo de la música de este siglo en comparación con el consumo de la música del siglo anterior.

Cuando arrancó el Motomami World Tour las primeras quejas estuvieron puestas en el sentido del “vivo”. Vieron que Rosalía salía a escena sin músicos. Apenas ocho bailarines, un fondo blanco y un hombr-cámara que la seguía paso a paso. Pero el sentido “aparece” si se piensa que Motomami, tercer disco de la artista, fue concebido en plena pandemia. Rosalía había quedado varada en Nueva York, la ciudad elegida para grabar el sucesor de El mal querer, lanzado en 2018, un éxito.

La chica de Barcelona, 29 años, buscaba romper los paradigmas del pop. Motomami es un collage de mil recursos digitales. Vean cómo desmenuza la producción. Ahí está el sample del audio de su abuela recriminándole que lo primero es la familia. Ahí están los críticos reclamándoles sus vicios del Siglo XX para ver música en 2022. Ahí está Rosalía para chequear que es una artista de vanguardia, colocando su obra en este presente que habla del futuro. O como lo canta en Sakura: el hecho de entender nuestra relación con lo efímero y con lo eterno.

Como Lady Gaga en la campaña de Biden, como Anitta en la campaña de Lula, Rosalía en tanto ícono pop se pliega a ese nuevo fenómeno. Una artista con millones de seguidores inclinándose por un candidato. Lo hizo en Brasil y su link con el abecedario y la F de “Fora Bolsonaro”. Por acá, apretada, hay una chica que en la misma bandera tiene la cara de Cristina Fernández de Kirchner y la de Rosalía. Antes del show, en algunos sectores se escuchó el canto de la semana: “Si la tocan a Cristina, qué quilombo se va armar…”.  

Es posible observar la división de clase en un microestadio. Y también arriba y abajo del escenario. Los bailarines de Rosalía son como ese freelance que paga justo el monotributo sobre el cierre del mes. Además de bailar, la hidratan, la llevan, la traen, arrastran un piano, unas tarimas redondas, le acomodan el micrófono. Llegan a ser una moto humana para que, en efecto, la motomami se suba a la máquina y cante la canción que desglosa este concepto. Desde la segunda bandeja hay una vista de dron que divisa de manera perfecta la división que hay entre el campo y el campo vip. Los de adelante no necesitan cuidar su vaso de cerveza fría, no se les cae una sola gota. Los de atrás no pueden moverse para ir a comprarla.

Y el perfil del público queda claro cuando el chico de la Bresh (otro fenómeno surgido en pandemia) pone un tema de Bad Bunny. Es la única canción que canta todo el microestadio. Pero el público va a quedar mudo cuando suene algo de Tito el Bambino. O cuando cante dos líneas de Alfonsina y el mar, el tema compuesto por Ariel Ramírez y Félix Luna, que eternizó Mercedes Sosa en 1967. “Sentí que tenía que cantarla, a mí me gusta mucho Mercedes Sosa y otras músicas de Argentina”, dijo la artista.

El diseño digital del espectáculo te abduce en un mundo de red social -sobre todo en TikTok- pero sin posibilidad de likear. Un proyecto blair witch pero en un bosque de perreo y cante. Rosalía te hace creer que tiene todo el tiempo un celular y que se está filmando ella misma pero en realidad, además de ese hombre-cámara que la sigue por todo el escenario, también hay gopro por todos lados. Habrá dos en el monopatín de Rosalía, por ejemplo. Cuando cierre el show con el hit Chicken Teriyaki, soltará el manubrio para cantar mientras lo rola. Rosalía sabrá cuándo mirar a las cámaras fijas que están ubicadas frente al escenario, y cuándo a la gopro del manubrio y cuándo agacharse para que la tome la que colocaron sobre la rueda. El show de Rosalía es inmersivo. Ella nombra esa palabra varias veces para referirse a detalles de las canciones. Y los arquitectos digitales que diseñaron uno de los mejores shows pop del mundo -éste- lo saben. 

FA/VDM

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