Opinión y blogs

Sobre este blog

Alguien que cambie todo

0

Andrés Felipe Solano escribió la crónica Seis meses con el salario mínimo. Era 2007 y tenía 30 años cuando aceptó el encargo de la revista SoHo: instalarse en Medellín y vivir del sueldo mínimo que cobraría como operario en una fábrica textil. “Al iniciar este viaje, mis votos son los de un monje: pobreza y castidad”, así empieza el texto. Debía pagar alquiler, comida y el colectivo con lo que ganaba. No podía, bajo ninguna circunstancia, sacar plata de su cuenta bancaria ni llevar dinero extra. Solano hizo trampa. En la valija metió unos cuantos tubos de dentífrico, dos cepillos de dientes, dos desodorantes y jabones. El cronista había hecho cuentas: los elementos de higiene personal se llevarían la sexta parte del sueldito, 484.500 pesos colombianos que, al cambio de hoy, son 107 dólares.

El periodista consiguió una pieza sin puerta y con ducha de agua fría en una casa de familia. Trabajó diez horas por día de pie, con un descanso de quince minutos para almorzar. Una vez tuvo que elegir entre comprar una maquinita de afeitar o un remedio para la gripe. Cada madrugada antes de salir a tomar el colectivo, tachaba el día en un calendario de bolsillo que llevaba en la billetera. ¿Quién era antes, en aquellos días que no estaban cruzados por una raya? Era un editor en una revista muy leída con un muy buen sueldo y una casa muy bonita con vista a muchas montañas. 

Seis meses es el tiempo que para él marcaría la diferencia entre tener y no tener. “¿Acaso se trata de no ser nada? ¿Una forma de ser rico es olvidarse del deseo?, se pregunta Solano. La crónica llegó a la final del concurso organizado por la Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI) -hoy Premio Gabo-. No ganó pero qué importa: su crónica es genial porque seis meses después de vivir con la mínima Andrés Felipe Solano era un tipo diferente, es decir, un periodista diferente. 

El periodismo es un oficio transformador. Pero en el caso de Solano la experiencia implicaba un cambio de vida radical y extendido en el tiempo. Con el agregado de que el cronista debía sostener, de manera temporal, una identidad inventada. Eso es más que poner el cuerpo, es poner la vida al servicio de una nota. Ya no existen encargos así. Pero no tengo dudas de que existen periodistas dispuestos a embarcarse en aventuras de ese tipo, restrictivas y desafiantes. El asunto es que tampoco tengo dudas de esto: hoy, el grueso de los periodistas vivimos como vivió Solano con la diferencia de que no somos nota y con otra diferencia crucial: no serán seis meses.

Sobrevivientes

No conozco ni un solo periodista, ni uno (1), que tenga un solo trabajo. Tampoco conozco alguno que mantenga dos trabajos porque ese segundo laburo le da una satisfacción que el otro no le ofrece. Mi entorno cercano de amigos-periodistas tiene, en promedio, tres empleos: uno fijo con el que paga las cuentas, otro que le permite empatarle a la inflación y uno más por si el segundo se cae. ¿Y el deseo? Mis amigos-periodistas no viven: sobreviven. Sobrevivimos. Conozco periodistas empleados en medios de comunicación que trabajan para gobiernos o para funcionarios públicos, lo que implica un gravísimo conflicto de interés. Pero nos hacemos los tontos porque la cosa no está para meterse con el bolsillo ajeno y además afuera hace frío. Este es el invierno de mi generación, la generación de periodistas que pisamos los cuarenta haciendo un tetris de laburos. 

A veces enciendo el televisor y veo a un periodista que a la mañana estuvo en una radio y mañana firmará una nota en un portal de noticias y después posteará contenido de su área de expertise como si sus redes sociales fueran un tamagotchi que está a punto de morir. ¿Precarización laboral o ganas de estar de moda? Necesidad, pienso. También pienso que es imposible hacer bien este trabajo sin tiempo. Y cuando digo tiempo, no digo tomarse una semana para pensar un adjetivo, digo descansar. Digo: hacer otra cosa que no sea periodismo

¿Cuánta plata es un buen sueldo en el rubro periodístico? No lo sé, pero es más complicado calcularlo cuando la inflación es de 6% mensual y el dólar acaricia, para ser amorosos, los 495 pesos. Hay otro nivel de dificultad que tiene que ver con ser prescindibles. Hace diez días, Clarín echó a 48 periodistas. Retomo: ¿Cuánto debería ganar un periodista con experiencia, con ideas y con agenda? ¿Qué precio se le pone al conjunto de características que debe tener un periodista: radar, creatividad, capacidad de resolución? ¿Debería cobrar lo mismo un periodista one-hit wonder que otro que le viene metiendo, metiendo, metiendo…? 

Bajemos cuadros, bajemos lemas. El periodismo no es el mejor oficio del mundo y conozco cínicos que sirven para este oficio. Es una excepción que alguien se acerque a la barra de un bar para pasarte un dato (un fusilado que vive, por ejemplo), pero si alguna vez nos toca hay que estar disponible. Dispuesto a creer, dispuesto a no dejarla pasar, dispuesto a jugársela, dispuesto a ponerse un precio y dispuesto a ceder mucho. “¿Plata, prestigio o permanencia?”, me preguntó una persona que en poco tiempo me enseñó mucho. Me asaltó, como si propusiera un “piedra, papel o tijera”. La respuesta a esa pregunta nunca me deja conforme. La leo, la releo y creo que una palabra necesita a la otra.

Ahora la exigencia es total. En un mercado de noticias que se reduce más y más, te advierten que no conviene bajar la guardia. Ser competente ya no es ser un mejor periodista, es estar listo para salir competir ya no sabemos ni contra quién. Estamos todos pescando en la misma pelopincho, pero hay que ser más productivo que ayer, ser más rápido que hace un rato, ser más creativo que mañana. Es aburridísimo, es desalentador. Me pregunto quién nos arrastró a esta carrera infame en la que nuestra vida útil es equiparable a la de un futbolista retirado a los 35 años. Mi mantra laboral desde hace muchos años es “soy mi propia herramienta de trabajo y por eso me cuido”. 

Y sin embargo acá estoy, escribiendo. Son casi las dos de la mañana. No hay nada heroico en este acto de resistencia, que no es al sistema sino al sueño. Un soldado apaleado que se calza la armadura porque mañana el diario sale a pesar de todo. La máquina imprime, la máquina es perfecta. Escribo porque no son míos los cimientos, pero sí es mía la forma de construir sobre las ruinas. Pongo la piedra, levanto mi casa. Y me siento a esperar al Mansilla del futuro, aunque sea otro sofisticado que, con la certeza de que pronto volverá a la sábana blanca de sus aposentos, haga turismo de indiada. Yo sigo porque espero a alguien que cambie todo.

VDM

Andrés Felipe Solano escribió la crónica Seis meses con el salario mínimo. Era 2007 y tenía 30 años cuando aceptó el encargo de la revista SoHo: instalarse en Medellín y vivir del sueldo mínimo que cobraría como operario en una fábrica textil. “Al iniciar este viaje, mis votos son los de un monje: pobreza y castidad”, así empieza el texto. Debía pagar alquiler, comida y el colectivo con lo que ganaba. No podía, bajo ninguna circunstancia, sacar plata de su cuenta bancaria ni llevar dinero extra. Solano hizo trampa. En la valija metió unos cuantos tubos de dentífrico, dos cepillos de dientes, dos desodorantes y jabones. El cronista había hecho cuentas: los elementos de higiene personal se llevarían la sexta parte del sueldito, 484.500 pesos colombianos que, al cambio de hoy, son 107 dólares.

El periodista consiguió una pieza sin puerta y con ducha de agua fría en una casa de familia. Trabajó diez horas por día de pie, con un descanso de quince minutos para almorzar. Una vez tuvo que elegir entre comprar una maquinita de afeitar o un remedio para la gripe. Cada madrugada antes de salir a tomar el colectivo, tachaba el día en un calendario de bolsillo que llevaba en la billetera. ¿Quién era antes, en aquellos días que no estaban cruzados por una raya? Era un editor en una revista muy leída con un muy buen sueldo y una casa muy bonita con vista a muchas montañas.