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–¿Vas a tomar la leche, Carolina?

Sobre el piso de tierra roja, al aire libre y rodeada apenas por una carpa de lona y una letrina al fondo, María Ramona Ovando prepara el desayuno para Carolina, su hija de tres años, y algunos de sus otros hijos y nietos. Es marzo de 2011. 

Tiene 35 años y ha parido ya 13 hijos; la más chica de tres meses, la más grande de 22. Se las ingenia para cocinar sin agua corriente ni una fuente cercana de agua potable. Lo único disponible es un arroyo, a 50 metros, y el monte denso de Mado, una de las regiones más pobres de Misiones. 

–Siempre le hago desayunar a todos –contará después, sentada en la sala de visitas de la Unidad Penal 5 de Miguel Lanús, en las afueras de Posadas. –Aunque no digo que tengo wow cosas, pero sí; siempre tenía leche porque tenía de dónde sacar. Carolina me dijo que no quería tomar nada porque le dolía la panza. Los otros sí desayunaron.

Ese día de marzo de 2011 María no fue a trabajar a la cantera donde, cinco horas diarias y a cambio de vales para alimento, se dedicaba a picar piedras con una masa. Cerca de las 11 de la mañana, y después de haberla escuchado quejarse toda la noche, cargó a Carolina en brazos y comenzó a caminar con rumbo al hospital de Puerto Esperanza, a 25 kilómetros de distancia. No tenía plata para pagar el colectivo, ni siquiera un carrito para llevarla, y por más que le imploró a choferes y conductores particulares nadie se detuvo. María caminó bajo el sol, con la cicatriz reciente de una ligadura de trompas ardiéndole bajo la ropa y la niña apoyada sobre el hombro. Carolina gemía y ella le decía que tratara de dormir. 

–Dijo “ayyyyy me duele”, y se calló. Yo pensé que se durmió. Cuando le volví a mirar, le vi toda azul. Le toqué el cuerpo y ya estaba duro.

Desorientada, se sentó en el asfalto a llorar. Pensó muchas cosas pero, sobre todo, que si volvía a casa con su hija muerta su marido le iba a pegar, tal vez más de lo habitual. 

No se acuerda nada de lo que sigue, pero un expediente judicial asegura que María abandonó la ruta y se metió en un camino de tierra que conduce al arroyo Aguaray Guazú y, a unos dos metros de la orilla, debajo de una planta de uña de gato, enterró a su hija con las manos. Volvió a su casa –esa carpa en la que vivían– y le dijo a Demetrio Godoy, su pareja, lo primero que se le ocurrió: que en el hospital se había encontrado con la abuela paterna de Carolina –su madre–, y que la había dejado a su cuidado. Y ya nadie preguntó más nada. 

Pasaron dos semanas hasta que la Policía la fue a buscar a la cantera, donde la encontró  picando piedras con su bebé de tres meses dormida en una hamaca paraguaya. La Justicia le inició una causa por “abandono de persona agravado por el resultado de la muerte y por el vínculo”, un delito de hasta 9 años de prisión.  

De acuerdo con los testimonios que recoge el expediente, tanto Carolina como sus hermanos estaban llenos de piojos, tenían granos –piodermitis– y falta de aseo; Carolina presentaba principios de desnutrición y no tenía documento de identidad. La partida de defunción, labrada cuando se encontró el cuerpo semienterrado en un claro entre matas altas, fue su primera identificación frente al Estado argentino. Podría decirse que fue, también, la primera vez que el Estado vio a María Ovando. Y ya nunca más le quitó los ojos de encima. 

La partida de defunción, labrada cuando se encontró el cuerpo semienterrado en un claro entre matas altas, fue su primera identificación frente al Estado argentino. Podría decirse que fue, también, la primera vez que el Estado vio a María Ovando

Según le contó su madre, María Ramona Ovando nació el 24 de diciembre de 1975 en Eldorado y fue entregada a otra mujer –su “madrina”– para que la criara. Al igual que sus padres y hermanos, no fue a la escuela y no aprendió a leer ni a escribir. A los 11 años volvió con su familia de sangre que, según su relato, le “mezquinaba” la comida y la  “judeaba”; un término que María –con el acento mestizo de quien ha vivido toda su vida a un lado y otro de la frontera entre Argentina y Paraguay– utiliza mucho y que significa algo así como hostigar o maltratar. 

Por ese tiempo, a los 11 años, empezó a trabajar. Primero en la tarefa de yerba mate, después en casas de familia, cuidando niños. Pero dice que a lo largo de su vida hizo de todo: arregló autos, fue gomera, trabajó con la motosierra e hizo macheteada en el monte. 

A los 14 años, sus padres la entregaron a un hombre que la doblaba en edad y que se convertiría en el padre de sus primeros nueve hijos: Manuel Castillo. 

–Con él no pasé hambre; sí me maltrataba mucho. Me pegaba re mal –dice.

María tiene cicatrices en los brazos, en la espalda, en la frente, en el cuero cabelludo; la oreja izquierda deformada por un corte. Son líneas blanquecinas, con relieve, que cortan la uniformidad de una piel morena y brillante, lampiña.  

–Me pegaba con… ¿viste esos cables que vienen en el auto, de la batería? Las cicatrices que yo tengo son casi todo de eso. Porque ese cable donde te pega, te saca por pedazos. 

No tenía amigos ni podía salir de la casa sola o detenerse a hablar con vecinos. Tampoco manejaba dinero ni sabía reconocer billetes. 

Cuenta que la primera vez que fue al hospital a parir, con 14 años, estaba muy “confundida” y que las doctoras la trataron mal. Le dijeron “vas a tener una hermanita”. Después los partos se volvieron parte de su rutina y a tres de sus hijos los recibió sola en su casa, sin ayuda de nadie. Les cortó el cordón umbilical ella misma con una hoja de afeitar.

Cuenta que la primera vez que fue al hospital a parir, con 14 años, estaba muy "confundida" y que las doctoras la trataron mal. Le dijeron "vas a tener una hermanita". Después los partos se volvieron parte de su rutina

La acusación del fiscal del Tribunal Oral de Eldorado, Federico Rodríguez, contra María Ovando en su primer juicio habla de “actos crueles e inhumanos”. Recogen el testimonio de un familiar que asegura que María “le ataba a la bebé en un a planta de guayaba con una cadena”– y dichos horrorosos –supuestamente dijo, sobre Carolina: “anoche no me dejó dormir, dejale que se muera a la plaga esa”–. María y sus abogados aseguran que nadie estuvo allí esos días del verano de 2011, que quienes declararon en su contra no fueron testigos de lo que pasó. María dice, incluso, que nadie estuvo allí nunca: “Yo nunca me mezclé con mi gente, siempre fui solitaria”, resume.  

Para el fiscal, que no pudo probar las versiones, la actitud salvaje de María no se justifica por su pobreza extrema. Desde su lógica, basta el ejemplo de la propia madre de María, Epifanía Pereyra, que tan analfabeta y pobre como ella crió a 15 hijos. “En igualdad de condiciones, algunas madres cumplen y otras no”, dice la acusación.

María estuvo dos años presa antes de ser absuelta por el Tribunal Oral Penal N°1 de Eldorado, que determinó que tal vez sí fue una “madre poco diligente” en el cuidado de sus hijos, pero que tenerlos con piojos o mal alimentados –el único hecho concreto que aparece en la causa– no la convierte en una criminal. Si así fuera, Misiones –donde las tasas de pobreza y de mortalidad infantil superan a la media nacional– tendría sus cárceles llenas de madres criminales. 

–A veces desde Buenos Aires, o desde acá mismo, es difícil entender lo que es vivir en la exclusión real. Ellos viven casi en estado de naturaleza. No creen que tienen derechos que pueden hacer respetar y están ahí, sin reclamar, sobreviviendo –dice Eduardo Paredes, uno de los abogados defensores de María Ovando. 

Un empujón para la absolución se lo dio la entrevista que el periodista Jorge Lanata le hizo en la cárcel. Se puede ver en YouTube: María llora, no puede sostener la mirada y le cuesta hilar las frases. No se acuerda qué edad tienen sus hijos, ni hace cuánto está presa, ni tiene claro de qué se la acusa. 

El informe salió al aire en 2012 y generó un gran malestar político en la provincia. Con esa nota, el programa de Lanata –PPT, bastión mediático opositor del gobierno de Cristina Fernández de Kirchner– daba un mensaje: que uno de los gobernadores mimados de la Presidenta, Maurice Closs, dirigía una provincia con tasas sociales escandalosas donde podían suceder cosas como estas; que una mujer vaya presa por la muerte de una hija desnutrida.   

–Vos viste lo que es Posadas –apunta Roxana Rivas, otra de las abogadas que integra la defensa de Ovando y una de las personas que mejor conoce el caso. –Yo vi: una ciudad con un desborde prolijo de flores de colores, con empleados municipales uniformados que riegan las plantas de la plaza San Martín al atardecer y contienen el ímpetu selvático dentro de la escuadra de los canteros. Una peatonal iluminada con locales de marcas premium. Una costanera amplia con bares aterrazados sobre el río Paraná. 

–Nuestros líderes se creen que esto es Mónaco. Entonces que alguien diga que no es Mónaco ni es Miami, que fue lo que pasó con el caso de María, los deja muy expuestos. Acá en Posadas parece que no hay pobres, pero vos salís para los bordes y te das cuenta de las historias que son: María, María, María… 

María estuvo dos años presa antes de ser absuelta por el Tribunal Oral Penal N°1 de Eldorado, que determinó que tal vez sí fue una “madre poco diligente” en el cuidado de sus hijos pero que no era una criminal

Este 7 de noviembre por la mañana, el sol brilla contra las paredes blancas del penal de Miguel Lanús, en las afueras de Posadas. Es la única cárcel de mujeres de la provincia y desde afuera parece una casa de campo porque, en el origen, lo fue. Aloja 52 internas, una de ellas embarazada. Está separada de la calle de tierra por un cerco que no llega a los dos metros y, del otro lado, hay casillas de madera de las que salen niños con guardapolvo hacia la escuela. En el ingreso descansa un perro que es del barrio y suele meterse en el predio, indiferente a la única guardia que, sin armas a la vista, custodia la reja. Así de hermética, así de segura. 

-Ovandooo –grita una penitenciaria de uniforme gris plomo, y María aparece desde el fondo de la galería. 

Está vestida con un short de jean y una musculosa al cuerpo negra y con puntilla turquesa. Los dos breteles gruesos del corpiño blanco le aprietan los hombros redondos y lustrosos. Huele a jabón y tiene el pelo negro atado con un broche azul, el mismo color que sus ojotas. Saluda con dos besos y acomoda los pocos muebles de la sala: unos sillones hechos con madera de pallets y un par de almohadones de la misma tela fucsia que cubre las ventanas a modo de cortinas. Mira firme a los ojos. 

Confiesa que en estos años cambió mucho. Su diccionario no incluye la palabra empoderamiento, pero dice que antes era muy llorona y que ahora ya tiene más “coraje de hablar”. Ahora sí se acuerda de algunas cosas. Se acuerda, por ejemplo, cómo fue la primera vez que se la llevaron detenida, con su bebé de tres meses a cuesta. 

–Ahí al instante me la sacaron. Los primeros dos días yo escuchaba a la guaina llorar. No sé quién le cuidaba y yo le pedía al oficial que me la pase... mis tetas así de cargadas tenía. Pero me decían que no: “vos no te merecés eso, tenés que olvidarte; esa no es más tu hija”.

Cuando María salió absuelta de la cárcel, en noviembre de 2012, esa niña ya caminaba y sus hijos estaban repartidos entre distintas ciudades de Argentina y Paraguay. Frente a la amenaza cierta de un nuevo escándalo mediático por la visita de otro periodista del programa PPT, Nicolás Wiñazki, el Gobierno provincial le entregó una vivienda en Eldorado, un pueblo de 57.000 habitantes a alrededor de 30 kilómetros de Mado. Allí se fue a vivir con parte de su prole, incluidas sus dos hijas más chicas y una de sus nietas, que tenían entonces entre 2 y 7 años.

En 2015, María fue internada por una cirugía de apéndice y las niñas quedaron a cargo de una de sus hermanas mayores. En ese ínterin, llegaron descalzas y descuidadas al colegio, situación que una de sus maestras denunció en la Justicia. Varios meses después, y a partir de ese hecho puntual, la jueza de Familia Margarita Potschka resolvió sacarle la guarda de las niñas a María y entregárselas nuevamente a su abuela paterna, Euvarta Godoy, con quien habían estado durante el encarcelamiento de su madre. Hasta hoy, no las volvió a ver. 

Este movimiento de la jueza Potschka –que renunció después, en el marco de un proceso de jury por mal desempeño– coincide con una presentación que los abogados de Ovando hicieron contra el juez y el fiscal de instrucción que la detuvieron, exigiendo una reparación por los casi dos años encarcelamiento injusto. Por eso hablan de una “revancha” del Poder Judicial, que desemboca en un nuevo juicio. En esa segunda oportunidad, a María se la responsabiliza de no haber evitado abusos sexuales sufridos por dos de las niñas: una de sus hijas y su nieta. 

Euvarta Godoy fue quien hizo la denuncia. Según su declaración, ellas mismas apuntaron contra Marcos Laurindo –amigo de un hijo de María, que por entonces tenía solo 16 años y algunos vecinos señalaron como su pareja porque le hacía mandados o le sacaba plata del cajero– y Lucas Ferreira de Lima, un compañero de colegio de María. 

Los exámenes ginecológicos de las niñas, realizados cuando ya habían transcurrido dos meses desde que vivían en la casa de su abuela, constatan los abusos. Según la médica forense, las lesiones podían ser recientes, pero la Justicia las atribuyó al período en el que estuvieron bajo la guarda de María ignorando una pieza clave: que Euvarta también había denunciado a su yerno, a quien encontró con los pantalones bajos encima de una de las criaturas y que fue condenado por ese hecho. 

Las menores declararon dos veces y dieron versiones confusas. En la segunda oportunidad, su nieta sumó un dato que no había aparecido antes: que María le cobraba $100 a Laurindo y Ferreira de Lima para habilitar los abusos. Que las “vendía”. La carátula cambió entonces del delito de “omisión” de su responsabilidad de garante al de “promoción a la corrupción de menores agravado”. 

En resumen, los abogados defensores de María aseguran que si los abusos se hubieran cometido mientras estuvieron bajo su cuidado, los habrían detectado porque las niñas “eran compulsivamente revisadas por los médicos y sometidas a controles” y consideran que los hechos tuvieron lugar, en cambio, en la casa de su guardadora. De todos modos, sin poder establecer con claridad la fecha de los hechos ni la autoría, en octubre de 2020 la Justicia condenó a María a 20 años de prisión. Una pena muy superior a la que le dio a los supuestos violadores, Laurindo y Ferreira de Lima: 18 y 12 años, respectivamente. 

–Según las revisaciones médicas, las niñas sí fueron abusadas. ¿Dónde crees que sucedió eso? 

–En la casa de la abuela, donde están ahora. Porque en boca llena una se quejaba del abuelo. Decía que el abuelo le tocaba la pachula, le tocaba las cosas íntimas a ella. Yo sabía y me callé esa vez, ¿sabés por qué? Porque no quería hacer más quilombo, no quería más estar en ese problema que estuve ya. 

Los abogados defensores de María aseguran que si los abusos se hubieran cometido mientras estuvieron bajo su cuidado, los habrían detectado porque las niñas “eran compulsivamente revisadas por los médicos y sometidas a controles”

Uno de los nombres clave del caso es el del fiscal del Tribunal Oral de Eldorado, Federico Rodríguez, que se involucró visceralmente en el asunto y que tuvo un protagonismo mucho amplio del que le habilita el expediente. En declaraciones a Canal 9, este hombre de ojos celestes dijo que cuando escuchó la sentencia de absolución, en 2012, se le hizo “un nudo en el estómago” y le generó una descompostura por la que bajó 10 kilos. 

En los medios, repartió versiones y relatos truculentos que, sin embargo, él mismo admite que no pudo sumar como pruebas. Por ejemplo, refirió a una “investigación increíble” que hizo un periodista de la zona: “Ese señor averiguó que (María) tenía otro par de bebés aparentemente que había matado en el Paraguay”.“Es sabido que se presentó en la comisaría con un bebé muerto, diciendo que se había caído de la hamaca”. Y sigue: “Acá le tenían pavor. Me acuerdo de la escena de cuando Lanata muestra el reencuentro con su hijito, una falsedad tremenda. Trata de abrazarlo y el nene le pone la mano tomando distancia, no la podía ni ver a esta mujer”. 

Ese niño al que se refiere el fiscal, que tenía 6 años cuando su mamá fue presa por primera vez, nunca le fue restituido formalmente por la Justicia. Es el único al que María llama “mi bebé”, el único que aparece en su foto de perfil de WhatsApp y el único que, posiblemente, termine el colegio secundario; tiene 17 años y le faltan pocas materias. Además, estudia para ser profesor de danzas folklóricas. 

Ahora, bajo el aire del ventilador de una de las habitaciones de la casa comunitaria en la que vive –y que sus nuevos tutores, miembros de una organización social que lo acogió, piden no identificar en el mapa–, recuerda que cuando la policía se llevó a su mamá por primera vez él fue entregado a sus abuelos maternos, que vivían en el monte en la zona de Mado. 

La pasó tan mal en esa casa que a los 9 años, enterado de que su madre había sido liberada y que estaba en Eldorado, se subió al camión de un desconocido y, sin avisarle a nadie, se fue a buscarla. 

–En ese tiempo que estuviste con tu mamá y algunos de tus hermanos en Eldorado ¿ella cómo los trataba?

–Me trataba re bien, literal. Por eso yo digo que es la mejor persona del mundo. Me malcriaba. Cada vez que cobraba sí o sí me traía un litro de yogur o galletitas, siempre era atenta a cada cosa que yo necesitaba. No tiene explicación lo que yo pasé con ella. Fue el mejor momento. 

–¿Descuidaba o trataba mal a alguno de sus hijos?

Es mentira eso, a mi nunca me tocó. Aunque sí me pegaba, pero como cualquier padre  para educarte, te daba con una varilla por la pierna y listo. No te digo que te reventaba con un fierro la cabeza.

–Nada que ver con lo que pasaste con tu abuelo, querés decir. 

–No –se ríe. –Era diferente la educación de él. Él quería que labure y que no estudie y que si te morís laburando en el monte, morite nomás. A los garrotazos nomás me tenía. Es por eso que me cuesta vincularme con personas de mi edad, porque me miran la mano nomás y me dicen “vos tenés una mano de 30 años”, porque tengo la mano llena de cicatrices y todo el cuerpo. 

A los 12, y para demostrarle a su mamá que “podía”, se fue a Iguazú a trabajar en la construcción como ayudante de albañil. Juntaba plata para volver algún fin de semana y llevarle regalos: un juego de vasos o de platos, rosas o cuatro kilos de helado para comer hasta reventar. “Siempre me fijé que no solo me malcríe a mí, sino que también quería darle a ella el gusto que nunca le dieron”. 

Las apariciones del fiscal en los medios contribuyeron a cultivar una opinión general sobre María que, además, siempre se mantuvo en silencio y ni siquiera quiso declarar en el juicio. “A María la odian”, resume el abogado José Luis Fuentes, que vive en Eldorado y es el coordinador del NEA del Centro de Acceso de Justicia del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación. “No puede caminar por la calle porque hay gente que cree que está endemoniada”, completa Roxana Rivas. Sus hijos tampoco. 

–Todas las personas que me veían me juzgaban sin saber quién yo era, o cuántos años tenía. Me trataban de asesino, de chorro, de violín por ser el hijo de María Ovando –sigue el chico de 17 años, que después de que fue separado de su madre por segunda vez intentó suicidarse y comenzó a consumir drogas. 

–Yo pensaba que era un escape la droga, pero era peor. Con más razón la gente hablaba mal de mi, que nosotros éramos unas malas personas, que éramos una familia fea. Y me golpeó mucho la gorra, por verme nomás. Yo me sentaba en una esquina sin hacer nada y ahí ya me alzaban al patrullero y me llevaban. A los 14 años me ponían el fierro adentro de la boca o en la frente. O sea –achina los ojos negros, suelta una risa nerviosa– eso no se hace. 

María está desde hace dos años en prisión preventiva, aún cuando su libertad no supone ninguno de los riesgos que la justificarían: entorpecimiento de la investigación o fuga

María está desde hace dos años en prisión preventiva, aún cuando su libertad no supone ninguno de los riesgos que la justificarían: entorpecimiento de la investigación o fuga. Está a la espera de que el Superior Tribunal de Justicia de la provincia falle sobre su caso, lo que habilitaría a sus abogados a recurrir a la Corte Suprema de la Nación, pero no hay un plazo legal para que eso ocurra. Mientras tanto, el tiempo corre lento. Lento, caluroso y húmedo en los pasillos del penal. 

María sale al patio, toma tereré con sus compañeras, las mira tejer muñequitos a crochet, hace alfombras con pedacitos de tela que va anudando a una red. También va a la escuela. Dice que le cuesta y que apenas consigue escribir su nombre y solo cuando está “muy tranquila”.

Se anima: agarra la lapicera y, despacito sobre un cuaderno, escribe “Ovando” mezclando letras de imprenta mayúscula y minúscula. Con un trazo algo tembloroso, intenta también “María”. “Creo que la a es así”, termina. 

Su nombre es María Ramona Ovando y hasta los 35 años, cuando el Estado todavía no la había visto, cuando era una de las tantas misioneras que crían y sobreviven monte adentro, todos la llamaban como Ramona. El protagonismo de su primer nombre llegó hace 11 años junto con “el caso Ovando” y con las personas que aparecieron en su vida a partir de entonces. Llegó después de ese día de marzo en el que Carolina se descompuso y la enterró, con las manos, bajo un árbol de uña de gato. 

–Ahora me gustaría que me llamen María. En realidad, esa Ramona ya no existe. 

DT/SH

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