ENTREVISTA

Pedro Lambertini, el chef que no le teme a la polémica: “Un unfollower pertinaz vale más que un follower al que le das lo mismo”

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“Mi Twitter es un mal negocio”, anuncia Pedro Lambertini en la bio de la red social que jamás nos acostumbraremos a llamar X. Alcanza con mirar por encima su perfil para encontrar algún tweet que ayude a entender por qué lo piensa: lejos de atenerse al manual del buen influencer gastronómico que se limita a compartir sus mejores recetas o fotos personales, Lambertini interviene con sus opiniones sobre la actualidad política y social como un twittero más

“Cada red social tiene sus códigos, y Twitter tiene una lógica bien propia: no tiene sentido que tenga una cuenta si solamente voy a estar replicando contenidos de Instagram. Por eso digo que es un mal negocio: porque expresar lo que pienso obviamente me granjea la antipatía de algunas personas. Pero, ojo, que no creo ser tan categórico, no todo lo que podría. Siempre que intervengo, lo hago habiéndole dado varias vueltas a los temas, con argumentos”, dice el chef, autor y conductor de TV. Para twittear se fue forjando un método: “Uso mucho la app de notas del teléfono, mirá”, explica mientras scrollea la pantalla de su celular y pasa a vuelo de pájaro por un montón de breves textos inconclusos. “Primero vuelco todo acá. Es mi manera de expectorar pensamientos y de poder filtrarlos. Algunos los dejo pasar. Otros los desarrollo. Jamás subo algo sin pensar. Me esfuerzo por expresarme lo mejor posible”. 

–¿Se te da fácil? 

–El otro día alguien me decía “me encanta cómo escribís” y la verdad es que le pongo mucho trabajo, me cuesta un huevo. Lo digo de verdad, sin falsa modestia. Me gusta, me esfuerzo, aprendo. Crecí en una familia de profesionales. No tremendamente intelectuales, pero profesionales que se codeaban con otros profesionales; mi papá es médico, mi mamá era abogada y era medio piquito de oro, les interesaba expresarse bien. Y a eso que vino desde la cuna se suma que yo tengo bastante interés por el lenguaje. Me gusta usar un vocabulario amplio, pero cuando vuelco opiniones públicas intento sobre todo que las cosas que subo tengan un fundamento y lleguen de una forma clara. Hoy por hoy, todo está tan polarizado que cualquier cosa que digas se lee para un lado o para el otro de la grieta. Y me parece muy triste leer la realidad solo desde ese prisma. Pero bueno, hay gente que lo hace, y que  se enoja conmigo cuando me lee. Muchos abandonan el barco después de un tiempo. Otros se van y después vuelven. Porque el algoritmo de Twitter, al que no le importan los egos ni los portazos, sabe lo que te interesa aunque no hayas dado follow: esa es la trampa. Podés dejar de seguir a alguien porque te enoja, Twitter te lo va a mostrar igual. 

–Evidentemente no te asustan las agresiones o los trolls

–Tengo amigos que dejaron Twitter porque no soportaban cómo se hablaba la gente ahí, no se bancaban la agresión que corría. Muchas veces yo le digo a Caro Aguirre (n. de la R: escritora, guionista, exbloggera) que vuelva a Twitter y me dice “¡ni loca!”. Pero yo me divierto. Incluso me da un poco de risa cuando alguien se va enojado y me deja de seguir. Yo pienso: más vale más un unfollower pertinaz, de esos que ponen en su currículum que te dejaron de seguir, que el follower al que le das un poco igual. Y cuando alguien se pone agresivo, no corro la carrera de ofensas en tono creciente. Dejo de contestar y punto. Soy consciente de mi infinita irrelevancia y todo lo que digo, lo digo desde ahí. Quiero decir, no soy un personaje público cuya opinión vaya a cambiar algo de la realidad. Por suerte. Siempre mantuve un poco a raya la extrema notoriedad. 

–¿Es una decisión deliberada? 

–Cuando estoy yendo mucho a la tele, algo adentro mío en algún momento dice “mmm, hasta acá”. Hay gente que vive la fama como la recompensa misma a tu trabajo, como un premio. Y yo la pienso más como el precio que pagás. A mí me gusta vivir cierto nivel de notoriedad –de segundo, tercer o cuarto grado. La que me permite llevar la vida que llevo, digamos: trabajar, que me inviten a los festivales gastronómicos, tener una buena calidad de vida, hacer las cosas que me gustan, sacar mis libros. Cuando quiero cocinar, cocino. Cuando quiero dar una clase de cocina, la doy. Estoy en las agendas de las productoras que me gustan. Me han hecho ofertas que acepté y otras que no. Cuido celosamente ese balance. Porque muchas veces uno le teme solamente al fracaso, y se olvida de que también hay que cuidarse de no pasarse para el otro lado. La exposición excesiva te fagocita. 

–Quien suele contestar y presentar batalla ante tus twitts más políticos es El Productor, tu pareja hace casi veinte años. ¿Cómo se logra estar con alguien que piensa tan distinto y no morir en el intento? 

–Se logra poniendo por encima las virtudes del otro, lo bien que te hace. Enfocándote en las ventajas comparativas. Yo creo que es posible pensar el amor con una lógica economicista: si, hechas las sumas y las restas, el balance te da superavitario, es por ahí. Pero bueno, discutimos; a veces me censura (risas). Considera que le hago mal a la marca diciendo las cosas que digo. Y yo veo que la gente sigue pagando por mis libros y mis cursos, no veo los perjuicios. Nosotros encontramos la forma de conciliar nuestras diferencias, pero no todo el mundo entiende cómo hacemos. Ojo, yo perdí amigos, gente que se distanció de mí por estar de novio con El Productor. Hubo quienes me dijeron “está todo bien con que seas amplio” pero me dejaron de invitar a sus cumpleaños porque sabían que iba a ir con él. Y, qué se yo, a mí no sé si me interesa tanto pasar tiempo con gente así, que no se permite el disenso. 

–Ahora que Buenos Aires está viviendo un boom gastronómico, ¿te dan ganas de volver a abrir un restaurant? 

–Me encantaría. El restaurant es para el cocinero lo que el teatro es para un actor. Yo era muy joven cuando abrí Natural Deli, que tenía tres sucursales: Botánico, Cañitas y Barrio Norte. En ese momento, la cocina orgánica era muy nueva acá. Hacíamos todo casero: la pastelería, la limonada, el yogur, la granola. Todo. Era raro en ese momento que en un restaurant no te vendieran Coca Cola, había quien se levantaba y se iba. Después la limonada con menta y jengibre estuvo en todos lados, pero en ese momento estábamos nosotros y BIO –que era divino, pero más hippón–. La nuestra era la opción capitalista, una especie de deli neoyorquino. Y nos iba muy bien. Pero mi socio era inglés y, medio espantado con Argentina, quiso volverse a Inglaterra. Cuando se fue, me ofreció venderme su parte, pero yo no quise saber nada. 

–¿Demasiada responsabilidad para uno solo? 

–La gastronomía no es moco de pavo. Mucha gente va a un restaurant, le pregunta al dueño “el café cuánto lo pagaste” y “a cuánto lo vendés” y piensa listo, negoción. Pero no hay que hacer esa cuenta: te lleva al infierno derecho. Ahora estoy evaluando opciones, algunas más vinculadas con mi faceta pastelera y otras vinculadas con lo orgánico. Pero no quiero ser el único dueño, el plan sería asociarme. Estoy pensando. Cuando tenés la suerte de tener una vocación, y encima podés vivir de ella, tenés que cuidarla como oro. Y la gastronomía puede ser muy ingrata. Podés trabajar 16 horas por día y así y todo estar perdiendo plata. No es negocio terminar odiando algo que te encanta hacer. 

–Vuelvo a la actualidad: hace poco participaste de la última emisión de Cocineros argentinos y contaste en Twitter por qué te parecía un error que el programa finalice. ¿Qué significó Cocineros para tu generación? 

–Cocineros argentinos es el programa que más hizo por la divulgación de la cocina argentina, y realmente creo que tendríamos que haber sido muchos más los cocineros presentes ese día. Y la propuesta fue lo que fue gracias al hecho de que fue emitido en la TV Pública. Si algún día sigue en algún canal de aire privado, no va a ser lo mismo. Durante todos estos años, yo fui consumidor de muchos programas de la TVP y de Canal Encuentro. Y no sé cuánto ganaban sus conductores ni sus productoras, nadie quiere que haya sobreprecios. Si ganaban por encima de los sueldos del mercado, por supuesto hay que corregir eso. Pero me parece que mucha gente está replicando ese argumento, o se agarra de lo que alguna vez dijo o hizo Calabrese en contra de Mauricio Macri, para ir contra este programa puntual o muchos otros porque no pueden decir “mirá, yo no estoy de acuerdo con que se difunda el saber en la televisión pública”. Y entonces agarran por una tangente. O intentan denostar el programa diciendo que hacían política. Y sí, si vos divulgás el saber popular en la televisión, ¡estás haciendo política! 

–Tenés un trabajo que puede ejercerse en cualquier lugar del mundo, egresaste de un colegio en el que aprendiste alemán e inglés, de joven viviste unos meses en Alemania. Y, sin embargo, tu interés parecería estar genuinamente puesto acá. ¿Qué te gusta de vivir en Argentina? 

–Con mi hermana, que vive en Estados Unidos hace muchos años, el otro día estábamos acá mismo (n. de la R: se refiere al bar de Colegiales en el que se está haciendo esta entrevista) y mirábamos por Internet departamentos para su vejez acá. Así como viene y se queja, o mira con cara extrañada muchas cosas que nosotros naturalizamos –no puede creer ir al supermercado y agarrar un changuito sucio– también disfruta mucho de la vida que puede hacer en Buenos Aires. Me gusta compartir eso con ella, ese amor por estar acá. A mí me encanta Argentina y amo a los argentinos, aunque haya cosas que me generen enojo y me pelee con el estado de situación.   

–Alguna vez contaste que haberte decidido por estudiar un oficio en vez de una carrera universitaria en una casa de clase media profesional no fue una elección fácil. ¿Cómo te decidiste a ser cocinero? 

–Me costó mucho, a nivel llanto. No tanto por la presión externa, sino porque los prejuicios más perniciosos siempre son los propios, los que se te hacen carne. Y yo sentía que ser cocinero era poco, que no alcanzaba, si yo hablaba tres idiomas y había egresado de un colegio que me permitía hacer cualquier cosa que se me ocurriera. Esa presión propia fue tal que en un momento me metí a estudiar Administración de Empresas en la UBA, hasta que me di cuenta de que eso tampoco implicaba ningún desafío tan especial. Que si quería podía hacer esa carrera, pero que no quería. Le quité peso a la decisión y avancé en lo que de verdad me gustaba hacer. Siempre guiado por un gran sentido de la responsabilidad, porque desde chico fui muy de ponerme metas, de definir qué cosas quería que me pasaran a determinada edad. Cuando tenía 14, me prometí a mí mismo que a los 18 le iba a contar a mi mamá que soy gay. Y le conté. Después me propuse tener un restaurant. Se dio. Quise hacer tele, también se dio. Obviamente, también hubo muchas cosas que no se me dieron. Pero la verdad es que muchos proyectos, una vez que me amigué con mi deseo, se empezaron a dar bien. Ojo, tampoco quiero hacerlo más épico de lo que fue: no soy el Gato Dumas, que dejó la carrera de Arquitectura en quinto año y se fue a pelar papas a Londres. Me llevó un trabajo aceptar esa vocación, pero ya estábamos en una época en la que empezaba a haber modelos de chefs exitosos. 

–¿Qué es una vocación? 

–Yo me leía los libros de Europa a la carta con fruición, con alborozo. Durante mucho tiempo me metí en la cocina y les iba a preguntar cosas a mi mamá o a mi tía para que me fueran guiando, pero en un momento necesité saber más. Tenía avidez. Cuando empecé la carrera, no podía creer que hubiera gente que no sabía cocinar, porque yo llegué con un montón de preguntas ya formuladas en mi cabeza, producto de que ya había probado muchas cosas en casa. Por eso, si bien no me gusta hablar de merecimiento, sí me gusta pensar que las cosas que me pasaron fueron buscadas y tienen sentido. Yo odio ese discurso muy frecuente del tipo “acompañé a mi amigo a un casting y quedé yo”. Primero porque me parece inverosímil, segundo porque dejás a tu amigo en un lugar espantoso, y tercero porque no te estás haciendo cargo de que vos deseabas mucho algo. Yo sí, de manera más directa o más indirecta, deseé todas las cosas que me fueron pasando.

NL/DTC