Arte

Alberto Greco y la aventura de lo real: el artista que hizo de su vida y de su muerte un manifiesto inquietante

“Alberto Greco, ¡qué grande sos!”. Con letras negras enormes y un fondo amarillo estridente los carteles empapelan por estos días la entrada de una de las salas del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires. Lo que se ve es la reproducción de una pegatina que el propio Greco hizo por las calles del centro porteño en 1961 en la que, además de elogiarse como una forma de poner en cuestión al mundo del arte local que lo tenía como uno de sus exponentes más radicales, se autoproclama “el pintor informalista más importante de América”.

Sesenta años después de aquella intervención, con el propio Greco convertido en una suerte de fuente inagotable que vuelve a ser revisitada, el gesto se ve menos hiperbólico y más preciso para una figura con una obra provocadora y una vida a la altura del mito. De hecho, ahí mismo, a la vista de todos los transeúntes de la avenida Corrientes, desde esos carteles citaba al pasar una estrofa de la marcha peronista proscripta entonces y documentaba esa acción urbana con un fotógrafo que lo seguía en cada uno de sus movimientos.

Alberto Greco nació en Buenos Aires, en 1931, y pese a haber tenido una vida muy corta –se suicidó a los 34 años–, a fuerza de sus intervenciones extremas, de sus ideas innovadoras y de su rupturismo, se convirtió en uno de los artistas plásticos argentinos más importantes del siglo XX, y, por su vida nómada, también en una figura con proyección internacional.

Tal como se puede ver en la actual exposición Alberto Greco, ¡qué grande sos!, que cuenta con un centenar de trabajos, entre cuadros, fotografías, collages y registros audiovisuales de sus intervenciones en la Argentina y en Europa, Greco transitó por distintos registros, siempre con la intención de llevar el arte a la calle, de tensarlo, de correrlo de lo establecido.

Tal como relata Sofía Frigerio en una cronología que forma parte del catálogo de la muestra, el artista demostró un interés temprano por dibujar, escribir y actuar. Con una infancia difícil por el divorcio de sus padres, Greco creció en el barrio porteño de Palermo, vivió un tiempo al cuidado de su madre y a partir de los 16 años se independizó. Al terminar el secundario asistió algunos meses a la Escuela Nacional de Bellas Artes Manuel Belgrano, pero abandonó pronto. A mediados de la década del ‘40, sin embargo, se fue acercando a distintos circuitos del mundo cultural porteño: por esos años se acercó, entre reuniones sociales y fiestas, a personalidades como Manuel Mujica Láinez, Alfredo Alcón, María Elena Walsh, Grete Stern o Ernesto Schoo.

Aunque en sus comienzos formó parte del llamado “informalismo argentino”, junto con otros pintores como Luis Felipe Noé o Mario Pucciarelli, con el tiempo se fue moviendo de lo meramente pictórico para expandirse hacia otras expresiones como la poesía, la performance y hasta el teatro experimental.

Alejado siempre de los soportes y los materiales convencionales, Greco marcó uno de sus hitos de su carrera al crear su manifiesto del arte vivo, que se traducirá en sus intervenciones conocidas como vivo-dito u “obras vivas”: el artista caminaba por la calle con una tiza en la mano y marcaba o hacía un círculo alrededor de una persona o un objeto, lo que los convertía de inmediato en una obra de arte que llevaba su firma.

“El arte vivo es la aventura de lo real. El artista enseñará a ver no con el cuadro sino con el dedo. Enseñará a ver nuevamente aquello que sucede en la calle. El arte vivo busca el objeto, pero al objeto encontrado lo deja en su lugar, no lo transforma, no lo mejora, no lo lleva a la galería de arte. El arte vivo es contemplación y comunicación directa. Quiere terminar con la premeditación que significan la galería y la muestra. Debemos meternos en contacto directo con los elementos vivos de nuestra realidad: movimiento, tiempo, gente, conversaciones, olores, rumores, lugares y situaciones. Arte Vivo, Movimiento Dito. Alberto Greco. 24 de julio de 1962. Hora 11.30”, apuntó en su manifiesto.

Entre otras acciones urbanas, a mediados de los ‘50 el artista también se dedicó a intervenir baños públicos en los que estampó su firma con grafities en los que se leía “Greco puto”, una auténtica disrupción en tiempos en los que los homosexuales eran detenidos por su condición y definidos como “amorales” en los diarios de la época. 

Tal como describió el crítico Diego Trerotola en un artículo que escribió en Página/12 en 2011, se trató también de “un modo de autografiar su deseo”, de ponerse en circulación por su país y por el mundo.

“Como un dandy lumpen, que mezcla arte y vida en su paso de flâneur por las ciudades, Greco fue ese movimiento como migrante perpetuo, su yiro fue internacional y abarcó distintas ciudades y pueblos de Buenos Aires, Francia, España, Italia y Estados Unidos, siempre para desestabilizar los lugares estancos donde se ubican las expresiones y la sensibilidad diversa.

Greco llegó a París en 1954. Desde entonces, se convirtió en un personaje inquieto que llamaba la atención a todas las personas con las que se cruzaba. Visitó Londres, volvió a América Latina –llegó a exponer obras en Río de Janeiro y San Pablo–, volvió a Buenos Aires y regresó otra vez a Europa. 

El artista enseñará a ver no con el cuadro sino con el dedo. Enseñará a ver nuevamente aquello que sucede en la calle. El arte vivo busca el objeto, pero al objeto encontrado lo deja en su lugar, no lo transforma, no lo mejora

Entre sus acciones más impactantes, estuvo la participación, en 1962, de una muestra colectiva que se llamó Pablo Manes y 30 artistas de la nueva generación. Según relató el propio Greco, su participación consistió en llegar al lugar con una caja llena de 30 ratones, una obra “viva” que lo tuvo como participante apenas un día debido al mal olor que despedían los animales.

En 1963 llegó otro momento cumbre en su carrera: en enero, junto a Carmelo Bene y Giuseppe Lenti presentó en Roma el espectáculo de arte vivo conocido como Cristo 63, un homenaje a James Joyce y una suerte de obra teatral experimental que terminó siendo clausurada por las autoridades, que acusaron a los artistas de blasfemos. Finalmente Greco fue expulsado de Italia y terminó en España, primero en Madrid y luego en un pequeño pueblo llamado Piedralaves.

Entre otras intervenciones, en la capital española llevó adelante un vivo-dito que consistió en un viaje en subterráneo y una visita a un mercado, donde el artista iba señalando objetos, “firmando” personas y hasta cabezas de cordero. Lo acompañaban otros artistas que le sacaban fotos y hasta llegaron a enviar invitaciones por correo a los medios de prensa para que cubrieran el evento.

En Piedralaves hizo circular por las calles su Gran Manifiesto-Rollo del Arte vivo-dito, un rollo de 10 centímetros de ancho y aproximadamente 300 metros de largo que contiene dibujos, textos y collages. Desde 2010, esta obra se encuentra expuesta en el Museo Reina Sofía de Madrid.

Mientras todo esto ocurría, Greco no dejaba de escribir: buena parte de su trabajo estaba intervenido por la palabra escrita. En 1950 había publicado en Buenos Aires su libro de poesía Fiesta y entrada la década del ‘60 comenzó a escribir una novela plagada de collages a la que llamó Besos brujos, de alguna manera inspirada en el amor tortuoso que sentía por un joven llamado Claudio, con quien después de algunos vaivenes, Greco se reencontró durante un viaje a Nueva York.

Besos brujos es, en efecto, uno de los últimos trabajos del artista, que en 1965 se instaló por unos días en la ciudad de Barcelona acompañado de algunos amigos.

Según publicaron los medios de la época, aunque hay diferencias sobre si fue el 12 o el 14 de octubre de ese año, Greco decidió una noche ingerir una gran cantidad de barbitúricos para quitarse la vida. Antes de perder el conocimiento, había llegado a escribir la palabra “fin” en su mano izquierda. Agonizó en un hospital. Murió a los 34 años.

Graco no dejaba de escribir: buena parte de su trabajo estaba intervenido por la palabra escrita. En 1950 había publicado en Buenos Aires su libro de poesía Fiesta y entrada la década del ‘60 comenzó a escribir una novela a la que llamó Besos brujos

Vuelta a Greco

Por estos días, Greco vuelve a estar en circulación. La descomunal muestra en el Museo de Arte Moderno porteño, que cuenta con material del acervo público y también de coleccionistas privados, quedará en exhibición todo el año.

El museo, además, ofrece en sus redes numerosos materiales audiovisuales para ayudar a comprender cómo fue la selección y el armado de una puesta tan especial.

A la vez, y como parte del primer título de una colección de libros infantiles del Moderno, se acaba de lanzar el libro Ni tonto ni holgazán, la adaptación de un relato de Alberto Greco con ilustraciones de María Wernike.

Esto coincide, además, con la reciente publicación de la novela La luz de una estrella muerta (Mansalva, 2021), de la escritora argentina Paula Klein, que desde hace algunos años está radicada en París.

El libro tiene como narradora a una joven argentina radicada también en la capital francesa que va, casi como una detective, detrás de los pasos de Greco, a quien estudia con fascinación para un trabajo académico.

Hay algo de homenaje –el texto retoma escritos de Greco, aventuras que lo unen con Marta Minujin por la noche parisina– y también de yuxtaposición, al estilo del propio artista, mientras a lo largo del relato se van borrando los límites entre ficción y realidad.

Según contó la autora en una reciente entrevista con la agencia Télam, lo que la deslumbró de la figura de Greco fue “la cantidad de anécdotas y de historias que cuenta sobre él cada persona que lo conoció”. 

“Como si su vida fuese un relicario de momentos locos, impregnados de su personalidad disruptiva, inconformista. Germaine Derbecq se refería a él como 'el mago' de Buenos Aires. Además de la fuerza de su obra, la radicalidad de sus proyectos como los señalamientos o vivo-ditos o todo el juego que propone con el arte de los medios de comunicación, me intrigó esa mezcla entre lo angélico y lo inquietante que al parecer lo caracterizaba”, dijo Klein.

La luz de una estrella muerta es también una novela de iniciación, y un relato sobre la fascinación que puede llegar a ejercer París sobre los emigrados argentinos. “Es una frase que leí en una entrevista que le hacían a Edgardo Cozarinsky. Él describe el brillo de la ciudad como ‘la luz de una estrella muerta’”, señaló la escritora.

Como Greco es de alguna manera inagotable, también está disponible en YouTube por estos tiempos el documental Alberto Greco, obra fuera de catálogo (2018), de Paula Pellejero, una de las mayores expertas en el trabajo y en la vida del artista.

Pellejero, también artista plástica, exhibe en su largometraje un cruce muy interesante entre su interés por Greco –va tras sus pasos en Buenos Aires, imita sus intervenciones en los espacios que él recorrió, busca sus trabajos entre coleccionistas, viaja a Europa, entrevista a quienes lo conocieron, llega a reconstruir algunas de sus acciones urbanas, registra todo para su película– y el corazón de su propia obra.

La muestra Alberto Greco, ¡qué grande sos! se puede visitar en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, Av. San Juan 350. Más información, aquí.

La novela La luz de una estrella muerta, de Paula Klein, fue recientemente editada por Mansalva.

El documental Alberto Greco, obra fuera de catálogo (2018), de Paula Pellejero, está disponible en YouTube.

AL