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Opinión

Las cosas nos imitan

Buenos Aires, según Alejandro Galliano

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Quisiera comenzar esta columna como se estila hoy en día: con una trivial anécdota personal de consumo de clase media. El otro día, mientras manipulaba mi teléfono celular, caí en la cuenta de que ya no me preocupa que se golpee por la posible rotura del equipo, sino por la probabilidad de que el impacto genere una interacción inconveniente: una involuntaria selfie en contrapicado de la papada, un like a algún posteo indecible, una transacción no deseada. El celular se transforma en un objeto que hay que cuidar más allá de su propio daño o del daño inmediato que podría causarnos, por ejemplo, un revólver. Nos puede perjudicar de manera mediata, más allá de sí, al igual que una persona torpe o maligna.

Esta particular relación con un objeto se puede sumar al cuadro más general de nuestro entorno: el algoritmo que «adivina» nuestros gustos; la paranoia sobre cualquier superficie, o el aire mismo, que instaló la pandemia, y que esperamos poder dejar atrás. Parece nacer una nueva relación con las cosas que va más lejos del antiguo animismo o de la moderna alienación («creemos que poseemos a las mercancías, pero son las mercancías las que nos poseen»). Más pertinente resulta el poema n° 92 de Roberto Juarroz: «Las cosas nos imitan...».

Si estamos rodeados de objetos que replican rasgos humanos (procesan información, se comunican, no son plenamente controlables ni cognoscibles), nuestra relación con ese entorno ya no será la misma. Siglos de humanismo nos enseñaron a comportarnos como actores rodeados de un decorado inerte o utilitario: el televisor, las mascotas, incluso el paisaje entero solo estaban ahí, esperando a que los usáramos. Hoy ese entorno constituye un hábitat artificial que también actúa, que no controlamos y que eventualmente nos formatea, nos constituye.

Ecología fue el término acuñado por Ernst Haeckel a fines del siglo XIX para definir la relación de los organismos entre sí y con su mundo exterior. Más adelante el concepto se afinó hasta remitir a los procesos complejos y no lineales que influencian la distribución, transformación e interacción de organismos, materia y energía. En 1989 el psicoanalista Felix Guattari publicó Las 3 ecologías, un ensayo que proponía estudiar los entornos natural, social y mental del ser humano. Treinta años después, podemos pensar en tres nuevas ecologías artificiales que nos alojan como especie.

Primera ecología: la tecnología

La humanidad se forjó a sí misma transformando a su entorno. Desde entonces, nuestra relación con ese entorno estuvo mediada por herramientas, máquinas y fábricas. Un complejo técnico creciente pero siempre objetivo, externo a la experiencia humana.

Con el desarrollo de la cibernética desde mediados del siglo XX, las máquinas se abren y se dispersan. Se abren porque se retroalimentan con información de sus usuarios; se dispersan porque funcionan más allá del ámbito productivo, en dispositivos portables de uso masivo. Las viejas máquinas objetivas le van cediendo paso a una gran máquina cibernética integrada que nos envuelve, operando sobre nuestras percepciones y sensaciones, sobre nuestra subjetividad. 

El filósofo austríaco Erich Hörl entiende que la cibernetización es una ecologización: «contra la remanida idea de una era de inmediatez digital, con la computación ubicua y los entornos inteligentes estamos de hecho ante una mediatización absoluta». La nueva máquina cibernética es un medio, un entorno que registra y hace posible cada operación humana, y en el camino procesa nuestras sensaciones, sentimientos y sensibilidades. En el siglo XXI los humanos estamos más constituidos por nuestro medio que un cactus expuesto a siglos de aridez y presión atmosférica.

La ecologización de la sensación deviene en ecologización de la cognición, del pensamiento, del deseo. Y eventualmente, del poder y la gobernanza, toda vez que la llave maestra de los humores individuales y colectivos de los gobernados pasa por ese entorno digital. Antes de hundirse en la desesperación, Hörl apunta que este entorno es necesariamente participativo, todos contribuimos a él, y con una adecuación cultural (Hörl la llama «el 4° enciclopedismo») podemos usarlo a nuestro favor.

Segunda ecología: la ciudad

Desde Aristóteles hasta Sarmiento, y de allí hasta Le Corbusier, la ciudad se pensó como un espacio artificial, homogéneo, gobernado por las leyes humanas («civilizado») que se recorta de su entorno natural, salvaje, bárbaro, gobernado por las leyes de la naturaleza. Pero esto dejó de ser así hace rato. La retracción de los Estados de bienestar a fines de los '70 dejó a las ciudades sujetas a procesos y actores heterogéneos y no coordinados: desarrolladores inmobiliarios, migrantes, agentes de la economía informal, redes delictivas, especies parásitas y patógenas. Hoy la barbarie parece morar dentro de las ciudades, mientras muchas zonas agrarias se modernizan y gentrifican.

En 1900 sólo el 10% de la población mundial habitaba en ciudades. Para 2014, lo hacía el 54%. En América Latina, el 60%; y en Argentina, el 80%. La humanidad ya es una especie urbana, como las ratas, las palomas y los pugs. Eric Hobsbawm apunta cómo ya en el siglo XIX los judíos europeos, urbanizados a la fuerza desde la Edad Media, tenían tasas de morbilidad y mortandad mucho más bajas que el promedio, tal era su adaptación al hábitat urbano. La ciudad hoy es una comunidad de organismos interdependientes que interactúan con un ambiente complejo, sujeto a su propia dinámica. 

 Los dos grandes datos del siglo XXI, la crisis climática y la digitalización, solo refuerzan la condición ecológica de la ciudad. La crisis climática señala la irrupción de fuerzas naturales (inundaciones, crisis energéticas y sanitarias) en un tejido urbano que cada vez más es un medio al que debemos adaptarnos antes que uno que podamos adaptar a nosotros. Los dispositivos de control digital (geolocalización, reconocimiento facial), más allá de su promesa de gobernanza, sólo agregan organismos artificiales (¿potenciales especies?) a este complejo ecosistema. 

La ciudad no es una jungla de cemento, nunca lo fue: es un artificio que escapó del control humano hasta transformarse en un ecosistema. Algunos dirán que no, que el infierno son los otros, que los únicos problemas son el tránsito, los piquetes, IRSA o el hinchapelotas del piso de arriba. Pero esa es otra ecología.

Tercera ecología: nosotros

Luego de dar toda la vuelta, nos encontramos con nosotros mismos. ¿Tiene sentido entendernos como una ecología luego de tantas ciencias sociales y humanas? Sí, si nos atrevemos a pensarnos con las mismas reglas con que pensamos a nuestros otros entornos. Y a veces el pensamiento necesario está en los márgenes.

Manuel DeLanda nació en México y en 1975 se estableció en Nueva York para dedicarse al cine y la animación digital. Las limitaciones técnicas de la época (trabajaba con una Cromemco de 64k sin software) lo obligaron a diseñar sus propios programas. Así llegó a desarrollar software para IBM y escribir un libro de culto: War in the age of intelligent machines. Mientras tanto, leía a Deleuze. «Cuando llegué a Nueva York nada más traía dos libros, Lógica del sentido, de Gilles Deleuze, y La estructura ausente, de Umberto Eco. A Deleuze no le entendía una chingada, pero yo sentía que tenía un secreto que debía descubrir». Ese itinerario lo condujo a un particular pensamiento materialista no reduccionista.

La reciente edición de Teoría de los ensamblajes y complejidad social es un loable esfuerzo de editorial Tinta Limón por difundir la obra de DeLanda en castellano. Para DeLanda la sociedad no es ni una agregación de individuos racionales, ni una estructura que hay que conceptualizar, ni mucho menos una trama de símbolos que hay que interpretar. Es un conjunto de cosas que se conectan entre sí dando lugar a sucesivos ensamblajes que son más que la suma de las partes. Un chatarrero se ensambla con otros vecinos y forma un piquete, que luego se ensambla con otros grupos hasta formar un movimiento social, que ensamblada con otras organizaciones constituyen una empresa recuperada; y con unos ensamblajes más podría constituir un gobierno. Las combinaciones pueden ser diferentes o incluir otros elementos: un productor agropecuario, un pool de siembra, otro piquete. 

Probablemente el mayor mérito de la Teoría de los ensamblajes sea su tosquedad. A diferencia de otros teóricos del ensamblaje, como Bruno Latour (flagrantemente ignorado en el libro), DeLanda no se distrae en matices ni canchereadas y, como un plomero del pensamiento social, va conectando sus tubos para formar cañerías diversas: conversaciones, amistades, barrios, ciudades, mercados, naciones. Ni siquiera el individuo es un punto de partida, sino un ensamblaje de órganos. Al final del camino pareciera que todo ensamblaje es posible, incluso con elementos no humanos: en definitiva, el chatarrero también se ensambla con la contaminación y el 4G; el sojero, con un humedal. Todas las cosas valen lo mismo, todas se conectan y constituyen nuestro entorno. Y nosotros somos una de esas cosas.

Vivimos envueltos en una, tres, mil ecologías de cosas ensambladas: máquinas ubicuas, ciudades silvestres, personas no humanas. En ese entorno somos más entes que gente. Quizás mi celular mientras me manipula no se preocupa por mi posible rotura, sino por la probabilidad de que genere una interacción inconveniente. Pero démosle la palabra a Juarroz:

Las cosas nos imitan.

Un papel arrastrado por el viento

reproduce los tropezones del hombre.

Los ruidos aprenden a hablar como nosotros.

La ropa adquiere nuestra forma.

 

Las cosas nos imitan.

Pero al final

nosotros imitaremos a las cosas.

AG

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