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Historia de un chico, de Edmund White: crónica de un deseo anunciado

Edmund White construyó una trilogía: Historia de un chico, que se convirtió en un clásico en Estados Unidos, es el primer episodio.

Julieta Roffo

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“No encajo en este lugar”. El que narra es un adolescente de 15 años al que no van a alcanzar las 275 páginas de Historia de un chico para conocerle el nombre, aunque sean suficientes para que nos haga partícipes de su mundo y, tal vez, una compañía imposible de alcanzar a lo largo de todas las experiencias que describe.

Historia de un chico es una novela que el escritor estadounidense Edmund White publicó en 1982, que Blatt & Ríos acaba de editar en la Argentina y que el club del libro Pez Banana, aliado de elDiarioAR, distribuyó entre sus socios en su última entrega. Es, de nombre cortito y al pie, la historia de un adolescente -y la historia del niño que ese adolescente fue- que recorre exhaustivamente los escenarios que lo rodean y en los que su identidad se define, asoma, lo estorba: sentirse homosexual -en los cincuenta, en el Midwest norteamericano- lo desencaja, sentirse solo lo desencaja. El tiempo y el espacio no son aleatorios: fue en esos años y en esa zona que White creció, sintió que desear otros varones en una sociedad en la que mejor desear a alguien del mismo sexo lo agobiaba, y que ese agobio debía vivirse más bien en soledad. Hay autobiografía en esta novela, la primera de una trilogía cuyos dos siguientes títulos -The Beautiful Room is empty y The Farewell Symphony- aún no se consiguen en las librerías vernáculas.

Ese lugar en el que el narrador -a la vez protagonista- no encaja varía todo el tiempo. A veces es su familia: una madre peligrosamente apegada, una hermana siempre dispuesta a despreciarlo, y un padre con demasiado poco tiempo compartido y que prefiere no repetir la palabra “homosexualidad” cuando su hijo, por fin, logra nombrarla. Mejor pensarla como una fase. “Quiero gustarle”, dice nuestro chico sin nombre pero con historia: quiere gustarle al padre, a veces para pasar más tiempo juntos aunque a él no le guste ninguno de los deportes de los que su padre entiende, tal vez escuchando música como único terreno en el que pueden estar verdaderamente reunidos, a veces como dos amantes que se fugan de todos y especialmente de su propio vínculo filial.

A veces el desencaje es respecto de los chicos que deberían ser sus amigos: a algunos los quiere pero sufre cuando la salida colectiva es a un prostíbulo lleno de mujeres a las que es incapaz de desear, de otros se enamora y juega ese amor de callado, sobre otros se les van los ojos en algún vestuario, de otros no entiende esa propensión por hacer trabajar más el cuerpo que la cabeza, que él alimenta a fuerza de lecturas. Un poco de Balzac, un poco de Rimbaud, otro poco de Proust, casi nada de fuerza de brazos o dorsales para ensanchar todavía más una espalda en pleno desarrollo.

A veces la extrañeza proviene del mundo de los adultos: de algunos profesores de los que también se enamora o de los que no se enamora pero con los que igual tiene relaciones, de algún estafador que le promete una vida nueva en Nueva York y, deshecho ese sueño, arrima un prostituto a cambio de 8 dólares conseguidos con los ahorros del primer trabajo, del cura que le confirma que de la homosexualidad es mejor curarse aunque después a ese mismo cura le aparezca algún varón en las sábanas.

Casi todo el tiempo la sensación de no encajar es respecto de lo que él querría para sí: como su padre, querría que sentirse homosexual fuera una fase, y por eso el empeño en pensarse -sin escalas, para qué detenerse en los posibles planes que podrían desarmarle el plan socialmente aceptado- casado con la única chica con la que tiene una cita a lo largo de 275 páginas. Querría curarse de ser homosexual: se cree enfermo y prueba con psicoanálisis y, de paso, algunas probaditas de algunas religiones. “El asco era caliente, penetrante: nadie me querría porque era afeminado”, (se) sentencia.

Hay, tal vez, algo inherente a tener 15 años en esa sensación de incomodidad que atraviesa al protagonista casi todo el tiempo. Hay, además, el latido constante de una convicción: eso que él siente no es lo que está bien sentir, mejor guardarlo hasta que sea imposible de reprimir, mejor nombrarlo más en el pensamiento que en la conversación con otros, mejor vivir en soledad ese mundo propio, aunque sea tan grande que la soledad necesaria ocupe casi todo el espacio.

Leer lo alivia. Describir -parece- también: lo hace con una minuciosidad barroca, como si los adjetivos le sirvieran de collar a los sustantivos, como un recordatorio para el lector de que ser adolescente equivale a tener los sentidos especialmente disponibles para vivencias que no se parecen a nada de lo anterior. “Le diría que las cosas se ponen mejor”, respondió White, de 81 años, cuando le preguntaron qué le contaría a su chico de 15 que le sirve de narrador -y de repaso por su propia vida. Tal vez contar esa historia haya sido una forma de acompañar a los chicos que sentían que no encajaban en ningún lugar, y tal vez también haya sido una forma de que, al contar su historia, ese chico de 15 que había estado tan solo tuviera ahora lectores-compañeros a los que contarles cómo se había sentido.

JR

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