El Paso del Diablo
Un tanto apartados del resto, Anselmo Bruna y el gallego Antonio se sentaron a conversar. En realidad, fue Bruna el que buscó la charla. Sentía curiosidad por saber algo más de aquel hombre, de aquel español que levantó a los peones de las estancias en contra de los patrones, del gobierno, de los militares. Lo veía allí, tan joven y adusto y, sin embargo, tan resuelto y enérgico en sus gestos, con tanta ascendencia sobre sus compañeros. Una ascendencia implícita, no proclamada, pero que se podía respirar. Era el líder máximo de los huelguistas, con sus veinticuatro años escasos y una estatura que se empinaba por sobre el metro ochenta y cinco. Rubio, blanco, con su gorra de ferroviario, inconfundible entre el paisanaje de las estancias, entre aquellos hombres bajos, morenos, siempre callados, metidos hacia adentro. Y él, como un personaje salido de un relato de Nicolái Ostrovski (hubiese estado perfecto en Así se templó el acero), esgrimiendo un verbo incendiario, lleno de imprecaciones para ese tiempo de injusticias, con una fe ciega en el porvenir de los obreros, en la revolución, en el paraíso en la tierra que les esperaba como la tierra prometida. El gallego Antonio encendió un polvorín en las llanuras de la provincia de Santa Cruz. Jugó con fuego. Toreó a los poderosos. Y después de tanto jaleo, ahí lo tenía Bruna, sentado a su lado, con solo un puñado de compañeros siguiendo sus pasos, su destino de anarquista acorralado. Allí tenía al hombre más buscado de la Patagonia, al que todos los soldados querían fusilar, para después exhibirlo como el trofeo de guerra más preciado. Entonces, no podía menos que sentir curiosidad ante ese hombre, ese caudillo surgido de quién sabe dónde. Después de todo, su propio cuello estaba unido al destino de Antonio; así sea saliendo hacia Chile, o terminar juntos, recibiendo una muerte de perros.
—Bueno, Antonio, y después de todo esto, ¿qué vas a hacer? —dijo Bruna, aguzando la vista, buscando el rostro del gallego.
—Lo primero es salir. Después me regreso. Vamos a seguir con la huelga. Estos milicos cabrones no saben de lo que es capaz el pueblo trabajador. Ahora matan a mansalva, pero no siempre va a ser así, mi amigo —respondió, dándole a sus palabras un tono de sentencia y mirando al arriero con una intensidad sostenida en el brillo de sus pupilas.
—Mira, yo no sé mucho de huelgas. Soy solo. He vivido años pasando de un lado a otro de la alambrada. He visto muchas cosas. He visto morir hombres por una partida de naipes. No tengo miedo. Tú sabes que bien pude haberme largado mucho antes, pero aquí me tienes. A mí los uniformes no me asustan, pero sí estoy seguro de que esta vez la cosa se puso brava de verdad. Con los milicos no se juega, sean chilenos o argentinos, da igual. Ellos primero disparan, después preguntan.
—Pero el año pasado también llegaron, con Varela y todo, y se pusieron de nuestro lado. Dijeron que teníamos razón. Que había mucha explotación en los campos. Eso hasta lo firmaron. El mismo Varela lo firmó —interrumpió el gallego.
—Eso fue el año pasado —retrucó Bruna—. ¿Qué esperaban ustedes? ¿En verdad creían que los patrones les iban a aguantar otra huelga?
—Si no hay huelga, no hay avance para los trabajadores. Los patrones no te regalan nada. Cada derecho hay que arrancárselos de las manos. No hay otro modo. Mira, hay acuerdos firmados, y no cumplieron con ninguno. Rompieron su palabra. Después vinieron los arrestos. Esta huelga es también por la libertad de los compañeros presos en Río Gallegos. Otros fueron deportados. Entraban a las casas a culatazos. Dando gritos. De noche. No respetaron niños ni mujeres. Todo este movimiento es contra el abuso, contra las redadas —señaló Antonio, algo molesto por la pregunta de Bruna.
—No, si está bien, yo entiendo eso —afirmó el baqueano—. Lo que digo es que los patrones, que son los que mandan a los milicos, no aguantan mucho. Además, son todos gringos, y esos no se andan con chicas. Les tocas el bolsillo y te cortan el cuello. Mira, es la vieja historia. Tú lo sabes. Primero estaban los indios. Después llegaron los gringos que los echaron a balazos, los arrinconaron hasta hacerlos parecer una colonia de piojos. Llegaron los gringos, de Europa, de Norteamérica, de donde sea. Hambreados, desesperados. Empujados por las guerras, las pestes o quién sabe. Y vieron estas tierras que estaban botadas, al alcance de la mano. Después se hicieron dueños de la tierra, y no les costó un centavo. Vieron debajo del agua, como se dice. No como los paisanos, los criollos, que nunca vieron nada. Nunca vieron lo que valía esta tierra. Ellos sí. Había mucha pampa para el pastoreo. Y estaba regalada. Así escaparon del hambre y se hicieron ricos. Ahora viven en Buenos Aires, en sus casonas, a cuerpo de rey. Vienen aquí una vez al año, se pasean como pavos por sus propiedades, pero fue aquí donde en verdad se hicieron patrones. Esta tierra los hizo ricos, los hizo engordar a ellos y a sus hijos. Y los hijos de sus hijos también engordarán gracias a esta tierra. Bueno, tú conoces la historia de sobra.
—Claro que la conozco. No es necesario que me la cuenten.
—Con mayor razón, entonces. ¿Qué puede hacer una federación obrera contra ellos, contra los milicos?
—Si les vamos a temer a los patrones y a los milicos mejor nos metemos a un convento. Hay que luchar por la clase. No siempre estaremos abajo —se apuró en decir Antonio.
—¿Y dónde cresta han ganado los de abajo?
—En Rusia, y hace solo cuatro años —contestó el gallego, afirmando su respuesta con la mirada y el arco de sus cejas en alto.
—Eso será en Rusia, pero aquí tenemos a los perros detrás, y rabiosos —sentenció Anselmo Bruna—. Mira, Antonio, tengo más de cuarenta años y eso, para un arriero, es mucho tiempo. Aprendí a pelear por lo mío. Cuando confías mucho en la gente, entregas la espalda. Tú querías quedarte a pelear allá en La Anita, me lo dijo Ferrer. ¿Y qué te respondieron los paisanos? Muchos de ellos anoche tienen que haberse ido como corderos al matadero, y todo el día de hoy. Tienes que saber cómo mataron en Río Chico, en Punta Alta, en Boca del Tigre. Yo lo sé. Aquí los arrieros nos enteramos de todo. Fue así. Es así, compadre. No de otro modo. Además —dijo, mientras sacaba de debajo del poncho un papelillo para hacerse un cigarro—, en esta huelga no había héroes, Antonio. Eso es lo que pasa, no había héroes. A lo mejor había mártires, pero las guerras las ganan los héroes; los mártires, las pierden.
—Puede que tengas razón, pero teníamos fe, como diría un creyente —le aseguró Antonio, manteniendo el encono de su voz.
—Sí, pero recuerda que la fe es hija del miedo.
—Yo, por lo menos, quería pelear. Les dije que nos fuéramos a los montes, que allí seguiríamos con la huelga. Todavía lo pienso así.
—Ahora estamos en el monte —expresó Bruna, con algo de sorna en su tono.
—Sí, pero somos trece, pudimos haber sido trescientos o más —respondió Antonio, mirando hacia donde estaban sus compañeros, todavía en silencio, esperando a que ellos, por fin, terminaran con la charla.
—Bueno, pero ya no se dio. De aquí para adelante comienza otra historia, de eso estoy seguro. Han matado mucho. Lo importante es que ahora logremos pasar a Chile y contar el cuento por lo menos —agregó Bruna, esbozando una breve sonrisa a modo de saludo hacia aquel hombre derrotado, que huía por su vida y que, seguramente, revisaba una y otra vez, en su memoria, lo sucedido la tarde anterior, cuando creyó que podría convencer a sus compañeros para dar la pelea, que ahí estaban los montes para su guerra proletaria; ahí, esperándolos: no todo estaba perdido para la Sociedad Obrera. Veía en el rostro de Antonio, de aquel español, que le seguía pareciendo inusitadamente joven para ser el líder máximo de la famosa huelga, esa rebeldía pura, limpia, casi cruda, que le hizo apreciarlo de inmediato, porque a pesar de aquellas horas urgentes, Anselmo Bruna sabía ver la madera de la que estaban hechos los hombres.
Luego volvió el silencio al campamento, aquella tensa mudez tras la cual se parapetaba la angustia de los prófugos, hasta que Bruna, una vez terminado su cigarrillo, el que fumó con lentitud, dispersando el humo con las manos, se paró y dio la orden de preparar los caballos. Cada uno asumió la tarea de asegurar aún más las monturas, de apretar bien las cinchas, de amarrar los quillangos. Por su parte Bruna, Antonio y Ernesto Mena revisaron los Winchester que portaban, aquel menguado arsenal que en aquellas circunstancias cobraba un valor superlativo. Antonio distribuyó las balas que tenía en los bolsillos de su chaqueta. Eran alrededor de treinta, treinta y dos tiros. Quizás un poco más. Metió enseguida cinco en su arma, para completar la carga. Le pasó diez más a Bruna, las sobrantes se las repartió con Mena. Bruna las aceptó de buena gana, ya que, aunque su rifle siempre estuvo con carga completa, una nueva provisión nunca estaría de más. Cómo no le voy a dar a un milico con una de estas, pensó.
—De aquí para arriba, en fila india —les dijo—. El camino empieza a estrecharse y debemos acostumbrarnos a pasar de a uno. Cuando lleguemos al Paso del Diablo se darán cuenta por qué.
POD
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