De las manos de Leopoldo Fortunato Galtieri a las de Miguel Angel Estrella
Hace exactos 40 años, la experiencia Malvinas tuvo en el continente su ruidosa escena de masas con el dictador Leopoldo Fortunato Galtieri en el balcón. Los sonidos de aquel 10 de abril todavía nos traen ecos inquietantes. “Si quieren venir que vengan, les presentaremos batalla”, dijo Galtieri y la Plaza de Mayo estalló como si fuera apenas la prolongación de una rivalidad tribunera: “lo vamo a reventar/ lo vamo a reventar”. Carlos Alberto Brocato debió escuchar azorado. Fue uno de los escasísimos intelectuales que intentó contradecir lo que se forjaba en el aire: una mezcla de cultura de guerra y despreocupación festiva. “Estas mismas Fuerzas Armadas envían a la muerte, sin ninguna necesidad ni justificación, a otros argentinos y reciben, por el contrario, la convalidación, entre otras instituciones y sectores, de todos los partidos políticos. Todos”, se señala en ese texto que suscribió, primero de forma anónima, con un grupo de amigos. “¿La verdad o la mística nacional?”, fue su título. El epígrafe nos viene de maravillas para esta columna. “Del extranjero sólo llegaba el ruido de la pólvora, en casa sólo se oía el incesante parloteo de una propaganda manifiestamente indiferente a la verdad”. Se trata del recuerdo de un superviviente de la guerra del 14. El texto de Brocato llegó a publicarse en el semanario Nueva Presencia, el 10 de junio, cuando la suerte de las Fuerzas Armadas en las islas estaba prácticamente decidida, aunque ni los medios ni el régimen daban pistas de que se aproximaba la derrota.
En esa Plaza de Mayo se resumían sónicamente algunos de los pliegues más problemáticos de aquellos 74 días. Porque ahí mismo o, mejor dicho, en sus inmediaciones, habían retumbado el 30 de marzo de 1982 los gritos de los hombres y mujeres que se habían atrevido a salir a la calle durante la primera protesta de fuste contra los militares, así como los disparos de bombas lacrimógenas con las que fueron recibidos. Tres días más tarde, en ese mismo espacio de castigo, estallaron los vítores. Una Plaza de Mayo vedada para los rituales políticos, solo ocupada cada jueves por las madres de los hijos de desaparecidos, rugió. Galtieri mismo creyó percibir el 2 y 10 de abril la música más maravillosa. Recordemos primero los cantitos del día que se conoció el desembarco en las islas. Que salga el Presidente, lara, lara, lara, gritaron unos, infantilizados. A tono con las parrandas mundialistas, otros entonaron: Todo el mundo sabe que Argentina está de joda, la Reina llora, la Reina llora. Y luego, sobre la base de la melodía de “Yo tengo fe”, de Palito Ortega: Ay ay ay qué risa que me da, si quieren las Malvinas que las vengan a buscar. Hubo cantitos sotto voce que intentaron fisurar el unísono (no queremos ni yanquis ni ingleses en Argentina y uno que recordaba que se había marchado también el 30 de marzo). Hasta se intentó, sin mayor éxito, la vía animista (Se siente, se siente, Perón está presente). Lo concreto es que, Galtieri tomó la palabra y recibió las primeras ovaciones.
La apoteosis fue, sin embargo, el 10 de abril. Ar-gen-tina, Ar-gen-ti-na, Ar-gen-ti-na. También eso de que el pueblo, unido, jamás será vencido. El dictador levantó los dos brazos, como otro general innombrable, así como su puño derecho, muestra inequívoca de una fuerza que se expresó en la sentencia bravucona que azoró a Brocato: los estamos esperando. Esas manos trataban de marcar el ritmo de la nueva relación entre el balcón y la Plaza. “Acá están reunidos obreros, empresarios, intelectuales, todos los órdenes de la vida nacional”, dijo el dictador. El grito de corazón se agrietó por unos segundos. Lo silbaron cuando dijo que “este pueblo que trato de interpretar como presidente de la nación”. Galtieri oyó esos pitazos y no le gustaron. Dijo de inmediato que el pueblo quería una paz con honor, pero estaba dispuesto a “escarmentar a quien se atreva a tocar un metro cuadrado de territorio argentino”. El semblante marcial, desdibujado por las rechiflas, recobró su forma porque el auditorio volvió a celebrar la firmeza del “majestuoso general”, como lo había llamado un periodista de ATC. Curiosa analogía: ocho años antes, desde ese mismo balcón, Juan Domingo Perón había advertido a su díscola juventud que haría “tronar el escarmiento” de seguir por el camino de la radicalización. El ruido no se puede separar nunca de las emergencias históricas. Ruido y canto, claro. “La Marcha de las Malvinas, que los niños argentinos aprenden en la escuela, y el himno nacional fueron cantadas una y otra vez por la multitud”, dijo El País en su crónica del 10 de abril de 1982.
En su libro La Nación en Armas (Das Volk in Waffen), de 1883, Colmar von der Goltz, un general y teórico alemán, de fuerte influencia en el pensamiento del Grupo de Oficiales Unidos (GOU) que gobernó Argentina entre 1943 y la llegada del peronismo, reivindica la necesidad de movilizar todos los recursos, humanos, económicos e ideológicos, para poder imponerse en un enfrentamiento bélico moderno. Habría que añadir acá los recursos musicales. Una suerte de nación musical en armas se levantó en Argentina a partir del 2 de abril y no excluyó ningún género, como queda claro en Escuchar Malvinas, el libro que acabamos de compilar con Estaban Buch sobre aquello que sonó durante la guerra.
Hay un episodio en apariencia lateral que me llama poderosamente la atención porque, en rigor, como se verá, es en rigor una pasmosa y simbólica reincidencia. El domingo 2 de mayo, el día del hundimiento del crucero General Belgrano, el Teatro Colón se abrió para poner en escena Tosca, de Giacomo Puccini, con la presencia estelar de Plácido Domingo. Antes de que se corriera el telón, la orquesta toca el himno. Sus estrofas, dijo La Prensa, “fueron cantadas estentóreamente y con un fervor muy hondo por la totalidad del público”, seguidas de “unos ‘vivas’ a la Patria que fueron fuertemente respondidos por toda la sala”. Lo que me impresiona es Tosca, en ese momento y en ese lugar. Es una obra sobre la guerra (la napoleónica) y, además, cobra forma un conflicto entre defensores del ideario de la Revolución Francesa y realistas. Los primeros son encarnados por Angelotti y Cavaradossi, el novio de Tosca, el personaje central de la ópera. Los segundos por el jefe policial Scarpia. Tosca fue desde 1900, el año de su estreno, calificada de macabra. Su II acto es señalado como uno de los más crueles del repertorio lírico. Imaginemos, por un instante, al público. No hay subtitulados. Son melómanos y saben qué ocurrirá con Cavaradossi: ha sido arrestado y lo conducen a la cámara de castigo. Scarpia instruye al verdugo Roberti que use “la forma habitual de la tortura”. A Cavaradossi se lo ha atado de manos y pies. Además, se le ha colocado alrededor de su cabeza un anillo de púas. Ante cada negación, el metal penetra más profundamente su carne. De repente, Tosca escucha un gemido prolongado. Viene de la habitación cerrada (es invisible al público). Ella dice que está lista para confesar –a cantar debería decirse, según la jerga punitiva de la dictadura- si la tortura se detiene. Scarpia ordena un alto. Pero Cavaradossi, a quien el público no ve mientras es vejado, llama a su amada a callarse. No cantar. Vuelve el suplicio. Tosca increpa a Scarpia: “Usted, monstruo, lo está torturando, causándole la muerte”. El policía instruye que se abra la puerta para que pudiera escuchar con mayor detalle los gritos de agonía y dolor de su amado. Cavaradossi encuentra todavía fuerzas para resistir. Tosca estalla en la que se considera la más dramática frase de la ópera: “Ah, ese horror, ese martirio”. Ha llegado a su límite y revela el escondite de Angelotti. Tosca quiere estar frente a Cavaradossi, que es traído inconsciente y cubierto de sangre.
Scarpia morirá por un cuchillazo de Tosca. Pasemos por alto esas circunstancias. Lo que quiero señalar es que esa escena, conocida como el Tema de la interrogación, forma parte de una ópera que había subido a escena en el Colón en julio de 1978 cuando, afuera del teatro, se discutía “el tema de la tortura”: Patricia Derian, la enviada del presidente norteamericano James Carter, intentaba arrinconar a la dictadura que, finalmente, terminó aceptando la presencia, un año más tarde, de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, casi en coincidencia con la llegada de Galtieri a la jefatura del Ejército. Casi cuatro años más tarde, el Tema de la interrogación y la cuestión de la tortura, es decir, la representación y la realidad, volvían a encontrarse en juego de espejos (adentro y afuera del teatro, Mundial y Malvinas) que pone en entredicho la proclamada autonomía del arte y genera.
En Tosca, la voz de Cavaradossi comunica su flagelo a través del canto. Como hemos señalado, no se lo ve, pero sus vibraciones llegan más allá del escenario. ¿Qué otra cosa hacía el teléfono sino separar el cuerpo de la misma voz para que atravesara distancias? La telefonía había ampliado enormemente el horizonte de la palabra dicha. La guerra le había encontrado su propio uso. El teléfono de campaña reemplazó a las banderas de señales y al telégrafo como medio de comunicación en el teatro de operaciones a partir de 1914 y hasta los años sesenta. Los militares argentinos lo utilizaron en Malvinas como una antigualla cuya aplicación devino, además, instrumento de castigo. Gerardo Roschge y otros soldados han denunciado ante un tribunal haber sido torturados con los teléfonos de campaña. Al dar vueltas la manija del artefacto genera corriente eléctrica. El voltaje que corría a través del cable, cuya intensidad dependía de esa velocidad de rotación, impactaba en cuerpos ateridos y hambrientos. De esta manera quedaron ensamblados el campo de batalla, la rutina de los campos de concentración y la velada musical en Buenos Aires: el tormento y la confesión como parte de un único paradigma comunicacional. Esas causas judiciales por violaciones a los derechos humanos en las islas no avanzan. La Corte Suprema mira hacia otro lado. No quiere oír.
El público que asistió a la velada de Tosca el 2 de mayo de 1982 podía ser completamente indiferente a esas relaciones entre música y violencia que, en París, tenían, casi a la par de la guerra, otro capítulo, aunque no ficcional. Por entonces, la televisión francesa preparaba un documental sobre Beethoven con la participación del pianista Miguel Ángel Estrella. Había sido liberado de una cárcel uruguaya en 1980, después de más de dos años de encierro. Frente a las cámaras, revelaba algunos aspectos sobre su calvario que, como se sabe, habían incluido la tortura, en particular sobre sus manos. La campaña por la libertad de Estrella había convocado a artistas e intelectuales renombrados, entre ellos Pierre Boulez, Daniel Barenboim, Oliver Messiaen, Lugi Nono, Yehudi Menuhin, Maurizio Pollini, Jean Paul Sartre, Jacques Derrida, Yves Montand y Nadia Boulanger, quien había sido profesora de Estrella (también de Astor Piazzolla, quien por entonces se encontraba en París). Una de las peculiaridades del caso Estrella es, como lo han demostrado el nombrado Buch y Anaïs Fléchet, que la diplomacia inglesa realizó en 1979, cuando el conflicto bélico en Malvinas no se visualizaba en el horizonte, furtivas gestiones para lograr que el pianista saliera de la prisión. En su celda, el tucumano comenzó a tocar sobre “una pequeña mesa de cemento empotrada en la pared”, intentando recuperar el uso de sus dedos a pesar de la pérdida de sensibilidad causada por el daño que le provocaron los victimarios: “Primero intenté reconstruir mentalmente La Tempestad, de Beethoven, por ejemplo, y lo conseguí hasta que tuve un lapsus de memoria”, dijo a los autores de esa investigación. Estrella logró luego que le hicieran llegar un piano mudo, gracias a la intervención del embajador inglés en Montevideo. Durante varios meses, repasó la mencionada sonata de Beethoven, las Variaciones op.24 de Johannes Brahms, una partita de Bach, de memoria ya oscuras. Al abandonar la cárcel, Estrella partió hacia París, donde un disco que contenía grabaciones realizadas en 1971, y subtitulado La música en prisión, se había convertido en un verdadero éxito comercial y, a la vez, político. El pianista se sumó pronto a la Asociación Internacional de Defensa de Artistas Víctimas de la Represión en el Mundo (AIDA), que pocos días antes del desembarco en Malvinas, había publicado una carta abierta a Galtieri. La imagen de Argentina, le recordaban, se había transformado profundamente debido al sufrimiento al que eran expuestos sus artistas e intelectuales (Moira Cristiá detalla en su ensayo AIDA. Una historia de solidaridad artística transnacional (1979-1985) el papel jugado por ese coloectivo y que es bastante desconocido por el campo cultural argentino).
El documental del que forma parte Estrella se estrenó en agosto, cuando Galtieri ya era un nombre vergonzante. La guerra perdida hizo olvidar pronto sus ensoñaciones. Pero antes de que abandonara el poder, tuvo su último momento musical. El jueves 10 de junio, el día que circuló el texto de Brocato, el entonces dictador fue objeto de aclamaciones en Plaza de Mayo. “Borombombón, borombombón, salí Galtieri, salí al balcón”, le cantaron. El dictador se hizo ver en la puerta de la sede presidencial. “Yo siento la palabra del pueblo”.
La reciente muerte de Estrella y las capas de olvido que acompañan la trama Malvinas desde el presente unen en este texto una vida oprobiosa, generadora de tanto dolor, y otra ejemplar, mediadas acá por esas plazas de jarana que todavía siguen siendo esquivas a interpretaciones críticas. “Quisimos recuperarlas, y fuimos a la guerra”, explicó el 14 de junio de 2021 el ministerio de Defensa. Según el video institucional, “todos fuimos”, a su modo, partícipes de la contienda. La certeza ministerial se acompañó de imágenes de una multitud poseída por el espíritu Malvinas. “Llenamos la plaza de himnos y canciones”. La derrota militar provocó luego la disgregación de un colectivo unido. “Nos desencontramos”.
AG
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