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Opinión

Neil Young, Joni Mitchell, un sello inglés de música clásica y los claroscuros del streaming

Joni Mitchell, la que no está en Spotify.

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“Nosotros, el último año, gastamos 1,4 millones de libras para grabar, mezclar y hacer el audio”, explicaba a la revista Strings Simon Perry, director del sello inglés Hypèrion, uno de los más prestigiosos en el mundo actual de la música clásica. “Tengo que generar la entrada de dinero por ventas para pagar ese audio”, continuaba. “Si entrara en el streaming, jamás lo conseguiría”. En Twitter, el genial pianista Stephen Hough, una de las estrellas de ese sello –su último disco está dedicado a la enigmática Música callada de Federico Mompou­–,  escribió (¿en broma?): “Teníamos que pagarle al afinador del piano”.

Hypèrion es una de las pocas empresas discográficas cuyas grabaciones no se encuentran en Spotify, la compañía que paga a los músicos cuatro décimos de centavo de dólar por cada escucha. Spotify, escribió Alex Ross en The New Yorker el pasado 2 de febrero, “tiene la ventaja, como Facebook o Amazon, de ser odiosamente indispensable. No importa cuántos lleguen a odiar el servicio, no pueden imaginar la vida sin él”. Por su parte, el Sindicato de Músicos y Trabajadores Afines de los Estados Unidos ha ido progresando con su campaña “Justicia en Spotify”. En Gran Bretaña, en 2020, se lanzó una investigación parlamentaria sobre la economía del streaming, y un informe de la ONU incluye una propuesta para una ley que fije las regalías de manera más justa para quienes producen los contenidos. Como dice Ross: “Es bueno ver sufrir a Spotify, aunque solo sea por un rato.”

En rigor, las leyes actuales del streaming no son distintas de las de Internet en su conjunto. En los hechos, el supuesto territorio de la libertad absoluta es el campo de la nueva esclavitud diseñada por un híper capitalismo sin freno. Un modelo de servidumbre que los plantadores de algodón y tabaco del siglo XVIII no hubieran soñado, en que los patrones le cobran a sus esclavos el servicio de alimentación y vivienda. Los únicos que ganan dinero con las redes son los que las proveen. Algo así como los dueños de los locales donde quienes quieren colocar su mercadería, en lugar de venderla, deben pagar por ella. Y, en el caso de quienes poseen además medios de comunicación, pretenden cobrar dos veces por lo mismo. Es decir, venden la banda ancha porque a través de ella se accede a determinados contenidos (nadie la compraría vacía). Pero, además, pretenden cobrar extra por esos contenidos cobrando el acceso a las notas de un diario que, en rigor, el usuario ya le pagó con creces a la misma empresa. La red –y sus redes– tiene, esta vez, una jugosa carnada, ni más ni menos que el acceso a todo. Pero, como todas las redes, tiene un pequeño problema: al final mata.

Lo cierto es que, en el caso de la música, una generación ya nació sabiendo que no era algo por lo que debería pagar. No es cierto, desde ya, porque los usuarios pagan –y mucho– por sus servicios de Internet y datos a través de la telefonía móvil. Pero, como ya se dijo, a los artistas les llega muy poco de ese dinero. El sello Hypèrion está ausente de los servicios de streaming y ECM, la célebre casa que creó el fenómeno Keith Jarrett –entre muchos otros–, lo intentó durante un tiempo pero finalmente se dio por vencida. Joni Mitchell y Neil Young no son tan radicales. Su problema es puntual con Spotify y se debe a la protesta ante el espacio que la empresa le dio en su momento a divulgadores de teorías oscurantistas y anti-vacunas. Sus obras pueden escucharse –y comprarse, aunque ya casi nadie lo haga– en todas las otras plataformas existentes. Y no está demás volver a escuchar por allí –o tener la suerte de hacerlo por primera vez– Harvest, el suntuoso disco que Young grabó en 1971 con la participación de la Sinfónica de Londres e invitados como el gran David Crosby, Graham Nash, Linda Ronstadt, Stephen Stills y James Taylor.

En cuanto a Mitchell no hay nada que no merezca ser escuchado con atención. Siempre estuvo uno o dos pasos por delante de los géneros en que eligió desenvolverse, desde el folk de sus comienzos pasando por el pop semi tecnológico de sus discos para Geffen, los satélites del jazz y la americana de sus últimas producciones –con la fiel complicidad, durante más de veinte años, de Wayne Shorter–. El saxofonista apareció en disco junto a ella, por primera vez, en Don Juan’s Reckless Daughter, registrado en vivo en 1977. Todo el segundo lado del primer disco (originariamente se trataba de un álbum de dos LPs) estaba ocupado por un solo tema, un homenaje a los pobladores nativos de su Saskatchewan natal titulado “Paprika Plains” que duraba unos 16 minutos con largos momentos de improvisación a cargo del piano de la autora, Jaco Pastorius en bajo eléctrico fretless y, como puntuaciones, las orquestaciones de Michael Gibbs. Shorter aparecía recién al final, y era el mejor final imaginable.

Otro de las joyas a las que YouTube permite acercarse es la película con el recital cuya grabación se publicó con el título de Shadows and Light. Registrado en 1980 –es una actuación paralela, en muchos aspectos, al álbum Mingus– , el film comienza con imágenes de películas de los años cincuenta, que luego intercala, junto con tomas de distintas fuentes, con la actuación en vivo de una banda ejemplar: Joni Mitchell, Pat Metheny, Jaco Pastorius, Don Alias, Lyle Mays y Michael Brecker (escuchen su prodigioso contrapunto con Pastorius a partir del minuto 29). Sencillamente uno de los grandes recitales de la historia.

DF

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