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Análisis

El fin de las maldiciones

Todos unidos para ganar la Copa América después de 28 años.

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Tantas veces glorioso, tanta veces putrefacto, nuestro fútbol se abraza al triunfo más inesperado y celebrado: un histórico 1-0 contra Brasil en el Maracaná que vale mucho más que una Copa América. El título pone fin a dos maldiciones. Así como Argentina cancela 28 años de una condena injusta, Lionel Messi al fin puede entregarse a festejar lo que el fútbol le debía: una vuelta olímpica en celeste y blanco. Los compañeros levantándolo por el aire, tras el partido, es la postal que pone fin a un sufrimiento que el crack no merecía.

Aunque la Copa había comenzado con una versión imperial de Brasil, en la que sólo parecía que un Maracanazo le haría perder el título, la selección de Lionel Scaloni (el técnico que rompió todos los manuales) avanzó casilleros de a poco y ganó una final con un golazo de Ángel Di María en el primer tiempo y una resistencia heroica en el segundo, otra vez con un Emiliano Dibu Martínez en las alturas. Ni siquiera necesitó de la mejor versión de Messi en la final para conseguir un triunfo reivindicativo, que se festejará por décadas.

Tras un comienzo de siglo en que Brasil había ganado las siete finales que había jugado, y Argentina había perdido las seis, el sombrerito de Di María es un boleto a una de las grandes alegrías, debajo de las grandes impactos en los Mundiales, pero difícil de equiparar con el resto de los torneos continentales. Atrás quedan 28 años y 18 torneos de maldiciones, tras la Copa América 1993, cuando la selección comenzó a coleccionar decepciones, falencias y frustraciones. En el medio, Messi había perdido cuatro finales, una de ellas en el Maracaná, en el Mundial 2014, y dos por penales contra Chile por la Copa América, 2015 y 2016. Si la suerte veía a la selección argentina y se ponía la camiseta de la selección rival, en Río de Janeiro terminó la mala.

Argentina lo consiguió, además, con un equipo que no era favorito. Si José Saramago escribió que “dentro de nosotros existe algo que no tiene nombre y eso es lo que realmente somos”, esta selección tiene algo difícil de definir, tal vez también sin nombre, que la llevó al título más inesperado: ¿se llamará mística?

La Copa también fue otra demostración de que, una vez que la pelota rueda, el resto queda en segundo plano. Cuando Thiago Silva ganó el sorteo antes del partido, ya nadie recordaba que este torneo estaba maldito: no lo pudo organizar Colombia por su revuelta social y lo desestimó Argentina por su segunda ola de coronavirus. Sólo alguien como Jair Bolsonaro podía organizarlo. Habrá que darle las gracias.

La final, ya en la historia del fútbol argentino, empezó como una mezcla de partida de ajedrez y de competencia de lucha libre, con una selección -a diferencia de los partidos anteriores- menos vertiginosa en ataque, admitiendo el poderío individual y colectivo de Brasil pero también invitándola a atacar sobre un campo minado. La selección tenía veneno en su planteo.

En un duelo de guapos, ni la tarjeta amarilla que el árbitro uruguayo Esteban Ostojich le mostró a Fred por una patada karateca a Gonzalo Montiel, a los dos minutos, calmó la sucesión de faltas que caracterizaron el primer tiempo. Tal vez algún día, con la distorsión que suele provocar el paso del tiempo, se hable de “la batalla del Maracaná”. El poster debería mostrar a Rodrigo de Paul, la gran figura. Argentina jugaba con hielo para enfriar la presión brasileña y fuego en las piernas afiladas, mientras los botines de Nicolás Otamendi le rasgaban una media a Lucas Paquetá y la sangre de Montiel teñían las suyas como si fueran las de River, rojas y blancas.

Ya definido como un equipo con 15 posibles titulares y un par de puestos que cambian según quien terminó mejor el partido anterior, los ingresos de Montiel y Di María por Nahuel Molina y Nicolás González (más el regreso de Leandro Paredes por Guido Rodríguez) permiten una lectura: que Argentina empezó a ganarle a Brasil en la semifinal ante Colombia con aquella trepidante entrada del extremo rosarino del Paris Saint Germain.

Argentina había tenido un 53% de posesión hasta los 21 minutos pero más lejos de Ederson que Brasil de Emiliano Martínez, ambos sin remates al arco, cuando de Paul inventó el pase de su vida: es cierto que la asistencia de 40 metros contó con un doble error brasileño (nadie le hizo sombra al ex Racing y el mal cálculo de Renan Lodi), pero qué le importó a Di María, que con un sombrerito marcó el 1-0 y sacó boleto a su redención definitiva. Una final en el Maracaná, 28 años sin títulos y la ridícula mochila que arrastraba Messi necesitaban un golazo así.

Faltaba mucho pero Brasil, por primera vez en desventaja en el torneo, entró en shock. En medio de la telaraña argentina, liderada por de Paul pero a la que también contribuía el propio Messi -esta vez con poco peso en ofensiva-, Neymar empezó a intentar la individual. Brasil recién encontró juego colectivo en el comienzo del segundo tiempo, cuando entró Firminho (delantero) y las marcas de la selección perdieron al 10 brasileño. Richarlison marcó el 1-1 pero el asistente uruguayo lo anuló con ojo de halcón, sin necesidad de VAR.

Argentina empezó a sufrir, ¿pero había otra manera? A la gloria no se llega por un camino de rosas, decía Osvaldo Zubeldía, el maestro de Carlos Bilardo. Brasil sumaba delanteros y Scaloni reforzaba el mediocampo, con los ingresos de Rodríguez por Paredes y de Nicolás Tagliafico por Giovani Lo Celso. Aún menos decisivo que otros partidos, Messi se involucró más en el segundo tiempo, pero sin poder encontrar espacio para sacar algún latigazo de zurda. Ni siquiera pudo convertir en la última jugada, cuando Ederson estaba desparramado. Lautaro Martínez, esta vez, ayudó más desde la solidaridad que en la ofensiva.

Con un de Paul tan gigante como el Maracaná, y una resistencia que se agigantó en los últimos minutos ya con los ingresos de Exequiel Palacios, Germán Pezzella y González, Emiliano Martínez agigantó su flamante leyenda con el último remate de Gabriel Barbosa, Gabibol, el verdugo de Flamengo contra River en la Copa Libertadores 2019.

No está claro en que orden, si por el capitán o por la selección -o seguramente por los dos-, pero este triunfo es para celebrar por los próximos 28 años, los mismos que duró esta condena. En la tierra de la samba se terminó el tango: Messi campeón, Argentina campeón.

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