De ajustes y desajustes: por qué la prudencia fiscal no es de derecha ni el dólar barato, de izquierda
Hace poco leí un artículo que asimilaba la prudencia fiscal con la orientación política de derecha. Es una caracterización que a los que no entienden la situación económica en que estamos les sirve para denostar esa prudencia y, a los que sí la entienden, para apoyar a la derecha. Para la Real Academia Española, la derecha es el “conjunto de personas que profesan ideas conservadoras”. En lo económico, esas “ideas conservadoras” se oponen a que el Estado redistribuya ingresos desde los sectores que disfrutan de buena posición económica, hacia sectores carenciados. ¿Qué tiene que ver eso con el equilibrio fiscal? Bastante poco.
El razonamiento sería: para redistribuir ingresos hay que aumentar el gasto público y eso genera déficit fiscal. Pero, ¿cómo se paga ese déficit fiscal? Con endeudamiento o con emisión monetaria. Cuando es con endeudamiento, al déficit lo financian transitoriamente gente que tiene dinero (argentinos o extranjeros), que busca con eso ganar más dinero. Si analizamos los ciclos de endeudamiento en Argentina, fueron aplaudidos en su momento por gran parte de los sectores de poder económico y siempre terminaron perjudicando a la mayoría de la gente; es pan para hoy, hambre para mañana.
Si el déficit fiscal se financia con emisión monetaria en forma sistemática, normalmente termina en mayor inflación, perjudicando más a quienes tienen menos herramientas para defenderse de ella. Especialmente a los perceptores de ingresos fijos, como asalariados y jubilados. Tanto el exceso de endeudamiento como el de emisión monetaria tienden, más tarde o más temprano, a provocar inestabilidad económica, desaliento de inversiones y recesión, llevando a menor generación de empleos y de ingresos y, por ende, a mayor pobreza.
Es frecuente la interpretación sesgada de la enseñanza keynesiana de que hay que aumentar el déficit fiscal cuando hay desempleo. En la visión keynesiana está implícito que esto es válido si se puede financiar el déficit sin desestabilizar la economía ni arruinar su futuro; no plantea un déficit fiscal permanente, sino alternarlo con superávit, permitiendo crear espacio fiscal en las épocas de crecimiento económico, para gastarlo en recesión.
A la postura que señala que el equilibrio fiscal es de derecha suele sumarse la postura que señala que tener un tipo de cambio bajo, que lleva al déficit externo (más allá de los controles que se quiera implementar) es de izquierda. Y que pretender un tipo de cambio más alto, que logre equilibrio o superávit externo, es de derecha. Un tipo de cambio alto implica alimentos más caros y, por ende, poder adquisitivo del salario más bajo, pero sólo si miramos la foto. Si vemos la película, los salarios sólo mejoran en forma persistente si la economía crece y la economía crece si tenemos las divisas necesarias para hacerlo. Esas divisas, a la larga, no se logran con endeudamiento externo sino con superávit comercial y, para lograrlo, hay que alentar las exportaciones y desalentar las importaciones, en ambos casos con un tipo de cambio que permita a los productos nacionales competir con los importados.
Las posturas que describí deberían concluir que Néstor Kirchner, que tuvo superávits fiscal y externo, era de derecha y que Carlos Menem y Mauricio Macri, que tuvieron déficits gemelos, eran de izquierda. Que China, al tener superávits durante décadas, ejecutó una política de derecha y que Trump fue un izquierdista. Es, simplemente, una falacia: la preservación de los equilibrios macroeconómicos no es de derecha ni de izquierda. Es cuestión de atender el futuro o no.
Si no se cuidan estos equilibrios, es muy difícil crecer. De los 10 países del mundo con mayor inflación, sólo Zimbabue y Angola han tenido algún crecimiento económico en los últimos 10 años (muy inferior al de la región a que pertenecen). Irán casi no creció, y el resto (Venezuela, Sudán, Líbano, Argentina, Sudán del Sur, Surinam y Yemen) hemos retrocedido. Nadie crece en forma sostenida sin estabilidad.
Se ha discutido últimamente si la política fiscal del Gobierno Nacional en los primeros ocho meses de 2021 fue un “ajuste” o no. En gran medida, depende de cuál es la base de comparación. Si es el mismo período, pero de 2020, está claro que hubo ajuste: el déficit, en pesos corregidos por inflación se redujo 62% y el gasto total 8%. Casi todos los ítems de gasto se redujeron, excepto los subsidios tarifarios y algunos bienes y servicios (como vacunas). Si la base de comparación es enero a agosto de 2019, no está claro que haya habido, globalmente, “ajuste”: el déficit bien medido (descontando ingresos mal imputados en 2019) fue más o menos el mismo, el gasto total fue similar.
El argumento para comparar contra el 2020 es que es el año previo. Pero fue un año extraordinario, marcado por la necesidad de enfrentar la pandemia sin recursos sanitarios suficientes. Sin cuarentena hubiera habido un colapso sanitario. En poco tiempo habría habido decenas de miles de personas requiriendo cuidados intensivos que no se les hubiera podido dar, las muertes hubieran sido mucho mayores de lo que fueron. En 2021, ya con el sistema de salud fortalecido, las restricciones estuvieron muy lejos de lo que fue la cuarentena del otoño de 2020. En actividad económica, el 2021 se parece bastante más al 2019 que al 2020.
Pero la discusión no debería ser si hay ajuste o no, sino si debería haber ajuste planificado desde el Estado o no y, de haberlo, quién paga los costos. Eso es lo que impacta en la distribución del ingreso y la pobreza, eso es lo que determina si la política fiscal es de “izquierda” o es de “derecha”. No es que cuando estamos “desajustados” nadie paga los costos; la emisión monetaria no hace magia. Es útil cuando hay demanda de dinero insatisfecha, como ocurrió en la cuarentena del año pasado, cuando el consumo se retrajo y los saldos de dinero aumentaron. Pero la persistencia del desajuste lleva al “ajuste del mercado”. Un ejemplo lo tuvimos a fines de los ’80: el gasto público se redujo fuertemente y el peso se depreció exageradamente; no fue por voluntad del gobierno, sino porque el gobierno perdió el control. Y, cuando en 2018 y 2019 bajó el gasto público y subió el dólar, no fue por voluntad del gobierno de Macri que, mientras tuvo control de la situación no redujo sustancialmente el gasto público (bajaron los subsidios tarifarios, pero subieron los pagos de intereses), redujo impuestos (con lo que el déficit fiscal aumentó) y accionó para que el dólar se mantuviera relativamente barato.
Se suele repetir que otros países tienen déficit fiscal sin que eso acelere la inflación, pero la diferencia es que esos países tienen espacio fiscal para hacerlo: tienen una moneda y un crédito público que, con el tiempo, lograron lucir confiables. No es el caso de Argentina, Venezuela, Zimbabue y un puñado más de países. No será un proceso rápido el de volver a ganar la confianza de la gente, pero es el único camino que nos puede devolver a un sendero de crecimiento sostenible.
Cuando se compara el 2021 con el 2019 se ve la continuidad del “ajuste de mercado” iniciado en 2018: disminución de salarios reales y del consumo privado, que en el primer semestre de 2021 fue 7,5% inferior al de 2019 (y 13% inferior al de 2018). Eso implicó una fuerte caída en la recaudación de IVA y contribuciones de Seguridad Social, que se sumó a la mayor necesidad de asistencia social. ¿Cómo se compensó? Aumentaron impuestos progresivos, como las retenciones a las exportaciones, Bienes Personales, Impuestos internos y el “Aporte Solidario”. Y disminuyeron a la mitad los pagos de intereses. Pero, con efecto redistributivo más discutible, aumentó el gasto en subsidios al consumo de energía, y bajó el gasto previsional. Esto último también se vincula con el “ajuste de mercado”: dado el mecanismo de la movilidad previsional, el gasto en términos reales bajó porque la inflación se aceleró.
Es posible que el equipo económico haya apostado inicialmente a que la recuperación de la economía, al aflojarse la cuarentena, mejorara la situación social y la recaudación fiscal, en un sendero estable de normalización. Si fuera así, el recrudecimiento de la inflación en el primer trimestre, y de la pandemia en el segundo, fueron malas noticias inesperadas. Creo que hubo factores extra-económicos que contribuyeron mucho a la derrota oficialista en las PASO, pero está claro que la economía no llega en su mejor forma a las elecciones de noviembre.
Sería sano que se dejara de pensar en términos de políticas efectistas en el corto plazo, y que se apunte a que la Argentina tienda a ser un país normal en el mediano plazo. O, al menos, que esté claramente en ese sendero para la fecha de las elecciones que más importan, las de 2023. No olvidemos que el gobierno anterior llegó al déficit fiscal más alto de las últimas décadas en 2017, a partir de políticas expansivas de corto plazo. Ganó las elecciones legislativas; para luego verse arrastrado por un ajuste de mercado (cuando quedó claro que iba camino a la insolvencia) que colaboró para que fuera desalojado del poder en 2019.
Las políticas que combinan retraso cambiario y déficit fiscal creciente ya las probamos en 2011, 2013, 2015 y 2017. Los resultados obtenidos a mediano plazo fueron malos, tanto para el país como para los gobiernos a cargo. Si seguimos haciendo lo mismo una y otra vez, es poco probable que obtengamos resultados diferentes. En 2002 se siguió un camino distinto, y lo que vino luego fueron seis años seguidos de crecimiento al 8% anual. Hubo otros factores que colaboraron, pero los “superávits gemelos” fueron sin duda decisivos. Luego, las urgencias electorales combinadas con miopía, hicieron perder foco en lo que está lejos, pero que inevitablemente llega. Sería muy bueno que reenfoquemos la visión.
FE
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