Has elegido la edición de . Verás las noticias de esta portada en el módulo de ediciones locales de la home de elDiario.es.

Salvador Marinaro

Shanghái, China —

0

Etiquetas

Un mes después de que la agencia espacial china pusiera la primera sonda en el lado oscuro de la Luna, un nuevo lanzamiento sacudió las pantallas del país asiático. La película La tierra errante, coproducida por la firma estatal China Film Group Corporation y distribuida por Netflix, se estrenó el día del Año Nuevo chino en febrero del 2019. La estrategia comercial dio resultado, o al menos así parece, porque el film recaudó quinientos millones de dólares en diez días y, a los pocos meses, se transformó en el segundo film más taquillero jamás filmada dentro de la Gran Muralla.

El guión cuenta que, ante la expansión del Sol, un hipotético Gobierno Unido de la Tierra (que habla francés y no enfrenta elecciones) decide construir motores para impulsar al planeta fuera del sistema solar. La mitad de la población mundial muere en los preparativos del despegue y la otra mitad se refugia en ciudades subterráneas para soportar las penurias del viaje hacia Alfa Centauri. Pero, en el trayecto, algo no sale como estaba calculado y la gravedad de Júpiter amenaza con destruir los últimos vestigios de la “civilización humana”. Entonces, un grupo de adolescentes chinos y su padre astronauta hacen lo imposible para salvar al mundo de su completa destrucción.

¿Suena a cliché? Desde el presupuesto millonario para efectos especiales, hasta la trama patriótica de sacrificio personal por el bien de la humanidad, la producción repite paso a paso la fórmula del cine posapocalíptico norteamericano, como si fuera la versión china de El día de la Independencia. Pero fue su innegable lectura política, en un contexto de confrontación estratégica y competencia tecnológica con Estados Unidos, lo que volvió a la cinta una metáfora del porvenir para muchos chinos.

Esta interpretación, en un país que no deja discurso al azar, fue por supuesto pretendida. La vocera del Ministerio de Relaciones Exteriores recomendó a un periodista que viera la cinta sin que ella se lo preguntara: “sé que esa película está en llamas en este momento, te aconsejo verla”. El vicepresidente de Beijing Culture, una de las productoras que participaron del film, dijo que “representaba un gran paso para nuestra habilidad de crear un atractivo global”. Y, por si no quedaba claro, un comentario en el periódico oficial del partido People’s Daily dijo que el guión reflejaba “el espíritu y el coraje de nuestra nación para salvar al mundo”.

Es que en China la idea de un porvenir brillante, tecnológicamente avanzado y económicamente próspero, parece una constante. Se repite en las frases del presidente Xi Jinping que proponen un “sueño chino”, en las entradas de los edificios que piden “construir una sociedad armoniosa”, en los mingitorios de los baños públicos que ruegan dar “un pequeño paso hacia adelante es un gran paso hacia la civilización”. De hecho, la certeza de un mañana mejor es uno de los elementos que mantiene unida a la sociedad, mil tres cientos millones de personas repartidos en el tercer territorio nacional más vasto del planeta, ante un objetivo común.

Imaginar el mañana es siempre un asunto del presente y como toda imagen del porvenir, al poco tiempo de ser construida queda vieja y se vuelve el sedimento de una época.

Sueño o premonición. En ese futuro próximo, China recupera su posición destacada en el sistema global y se presenta al mundo como lo que siempre fue: un país central, donde suceden los saltos tecnológicos, culturales y técnicos. Y donde también empiezan las crisis globales. No por nada, en mandarín el país asiático se pronuncia Zhōngguó que se traduce como el “Reino del Centro” y, según dicen las tradiciones, el eje del cosmos estaría debajo del Templo del Cielo en Pekín.

Si la sociedad se presenta como una de las más optimistas con respecto a su propio porvenir, el gobierno chino es el órgano que más legisla, regula e impera sobre el futuro a nivel mundial. Y no sólo porque, según el Banco Mundial, el país asiático aporta más de la tercera parte del crecimiento económico global, sino por la efusiva producción de documentos oficiales, policy papers y eslóganes partidarios que establecen políticas y determinan objetivos a mediano plazo (para la década próxima) y a largo plazo (a mediados de este siglo).

Sin ir más lejos, el libro blanco sobre el fútbol publicado en el 2015 establece como objetivo organizar un Mundial y levantar la Copa del Mundo antes del 2050. Propósitos que pueden parecer ilusorios, sino estuvieran acompañados por un plan de inversiones en clubes, nuevos estadios, entrenadores y jugadores extranjeros con cifras millonarias, que ya está en plena ejecución. Aparte del fútbol, el Consejo de Estado ha publicado libros blancos sobre temas como la Luna, el Polo Norte, la Antártida y los desafíos energéticos del calentamiento global. En muchos de ellos se mencionan actividades impensables con la tecnología actual, como la extracción minera en la superficie lunar.

Quizás, como en otros campos, los chinos tengan razón para ser tan optimistas con respecto al siglo XXI.

 

Un paseo por Shanghái, la metrópolis más rica del país asiático, parece un recorrido por futuros alternativos. Durante el periodo de Reforma y Apertura, en la década de 1980, la ciudad fue designada como la punta de lanza dentro del plan de desarrollo industrial y comercial que impulsaba el gobierno de Deng Xiaoping. A partir de esta segunda fundación, la ciudad se transformó en el globo de ensayo de políticas urbanas que luego se aplicarían a lo largo del territorio. Sin embargo, imaginar el mañana es siempre un asunto del presente y como toda imagen del porvenir, al poco tiempo de ser construida queda vieja y se vuelve el sedimento de una época.

Así, cierto retrofuturismo se percibe en los edificios con cúpulas como platillos voladores y antenas como torres de control en la céntrica avenida Nanjing, porvenir de los 80 y 90 que contrasta con las oficinas espejadas del Pudong, el distrito financiero en la ribera opuesta del río. Desde la rambla, se puede ver la postal clásica de la ciudad donde se tocan tres de las torres más altas del mundo, interconectadas por una vereda en altura que se ilumina por las noches. Este paisaje de futurismo gótico sirvió como escenario para la película Her, en la que Joaquin Fenix se enamora de una computadora con la voz de Scarlett Johansson.

Los libros de historia que narran el crecimiento explosivo chino suelen empezar con la misma imagen del Pudong. En 1990, un par de depósitos industriales disputaban los terrenos a los arrozales en la ribera, mientras los barcos cargueros surcaban el Hangpu. Veinte años después, allí se levantó un barrio de acero, cristal y bicisendas, con locales de marcas de lujo como Gucci o Prada, la sede regional de la financiera Morgan Stanley y un museo de arte moderno.

Mientras cambiaba el paisaje también lo hacía la sociedad porque, según las estimaciones del Banco Mundial, 800 millones de personas salieron de la pobreza en los últimos cuarenta años.

Esta prisa y monumentalidad no es un detalle aislado: en China, entre 2011 y 2013, se consumió más concreto que en Estados Unidos durante todo el siglo XX; en una década, se construyeron más casas y departamentos que todas las disponibles en Europa; en ese mismo tiempo se puso en circulación la red de trenes de alta velocidad más extensa del planeta, junto al sistema de autopistas de mayor kilometraje, etcétera, etcétera. Mientras cambiaba el paisaje también lo hacía la sociedad porque, según las estimaciones del Banco Mundial, 800 millones de personas salieron de la pobreza en los últimos cuarenta años.

En China, entre 2011 y 2013, se consumió más concreto que en EEUUU durante todo el siglo XX; en una década, se construyeron más casas y departamentos que todas las disponibles en Europa

Estas son algunas de las razones que hicieron que, según un informe realizado por Pew Reserch Center en 2016, cerca del 90 por ciento de la población fuese optimista con respecto al futuro.

“La primera vez que me di un baño en el interior de mi casa tenía quince años”, recuerda Tang Xiaoli, sentada en uno de los cafés de la calle Nanjing. Tiene menos de cuarenta años, nació en una ciudad vecina en la costa este de China y emigró a Shanghái donde terminó su doctorado en Historia de América Latina, antes de transformarse en una de las traductoras del español más conocidas de la ciudad. Su historia es la de muchos chinos que, en dos generaciones dejaron de vivir en complejos comunitarios con un solo baño para toda la manzana, accedieron a una vivienda propia, se educaron en universidades y hasta viajaron más de una vez al extranjero.

Si bien los efectos económicos son más o menos conocidos, no lo es tanto la profundidad de los desafíos a los que se enfrentan. China se transformó de la noche a la mañana de una sociedad rural en el país con el mayor número de urbes del planeta. Y lo hizo con un costo ambiental tan alto que la polución tiñó de gris el cielo de ciudades como Pekín o Xi’an. La desigualdad entre ricos y pobres también se disparó a una velocidad más rápida que el crecimiento económico.

La sociedad china es de las más optimistas con respecto a su propio porvenir, el gobierno chino es el órgano que más legisla, regula e impera sobre el futuro a nivel mundial.

En ese tiempo, se produjeron cambios fundamentales en la estructura social: migraciones masivas del campo a las ciudades, nuevos hábitos entre jóvenes y adultos, variaciones de los roles de género, de familia, en la manera de consumir, vestirse y hasta pagar al verdulero en la esquina que ya no recibe dinero físico sino a través de una aplicación en el celular. Es que el país asiático experimentó, en veinte años, las transformaciones que se sucedieron en los últimos dos siglos en el Occidente desarrollado.

Esta masividad y la rapidez del desarrollo es el fundamento del pacto social chino: ese vínculo que une los miembros de una sociedad entre sí y con el Estado. Como pensaba Thomas Hobbes, las personas están dispuestas a entregar grandes porcentajes de su libertad a cambio de sentirse seguras. En este caso, la seguridad es ante todo económica: la constatación de un cambio material que ha involucrado a grandes porcentajes de la sociedad.

Esa población, que vivió una transformación material que no imaginaron sus abuelos, que abasteció por décadas la mano de obra de la “factoría del mundo”, ahora sueña con el mañana. Ese mañana en el cual China será una sociedad económicamente próspera, tecnológicamente de vanguardia y fuerte militar y geopolíticamente, tiene una fecha para su concreción: 2049 cuando se cumpla el primer centenario de la República Popular.

 

Cuando se acercaba el aniversario de los cien años del Partido Comunista el 23 de junio de este año, los jardineros estaban atareados. A lo largo de las avenidas y los parques, se podían ver canteros con arreglos de flores, rosas y peonías que dibujaban tres caracteres: Zhōngguó Mèng, que suele traducirse como el “sueño chino”, repetido con precisión en cada esquina y espacio público. Se trata de una de las frases más utilizadas por el presidente Xi Jinping. Combina, en tres palabras, las aspiraciones para el porvenir, con una interpretación sobre la historia reciente del país asiático, mezclando pasado, presente y futuro.

Si a primera vista parece una reapropiación del “sueño americano”, las oraciones en chino tienen una compleja red de citas con poemas clásicos y significados flotantes. En mandarín, la frase “sueño chino” también podría traducirse como “China sueña”. Esta fórmula identifica a los individuos con la totalidad del Estado: los chinos sueñan con el sueño de una China “próspera, fuerte, avanzada culturalmente y armoniosa”. O por lo menos, así rezan los discursos oficiales en los cuales cada término se repite en el mismo orden y la misma secuencia.

"El sueño chino" puede ser una reapropiación del “sueño americano”, pero las oraciones en chino tienen una compleja red de citas con poemas clásicos y significados flotantes. En mandarín, la frase “sueño chino” también podría traducirse como “China sueña”

Xi utilizó por primera vez la idea de un “sueño chino” en un artículo que se publicó en noviembre de 2012. Con él, felicitaba al Museo Nacional de Pekín por la apertura de la exhibición “El camino hacia el rejuvenecimiento nacional”. La muestra ofrecía un recorrido por los últimos doscientos años de historia, pasando por las penurias de la Guerras del Opio y la ocupación japonesa durante la Segunda Guerra Mundial hasta la proclamación de Mao Zedong en 1949 cuando se fundó la República Popular de China.

En las escuelas, el periodo que va desde 1842 hasta 1949 se conoce como los “cien años de humillación” durante el cual las potencias coloniales dividieron al país en zonas de influencia inglesa, francesa, rusa o alemana y más tarde japonesa. Durante este periodo, al Imperio Qing fue forzado a firmar una serie de tratados que abrieron el territorio al comercio extranjero luego de dos derrotas militares. A partir de este momento, los intelectuales chinos propusieron una transformación de las instituciones políticas que acelerara el tránsito hacia una economía industrial con un ejército moderno, como había hecho Japón cincuenta años antes.

Para el filósofo hongkonés Yuk Hui el deseo de actualización, sobre todo científico y técnico, está en el centro de los debates intelectuales durante todo el siglo XX. Para “salvar a China” de la amenaza extranjera se necesitaba una metamorfosis del viejo sistema confuciano que apresurara el desarrollo material para equipararse a los avances de Occidente. De hecho, en 1957, un eslogan del gobierno de Mao Zedong, instaba a la población a “superar al Reino Unido y alcanzar a Estados Unidos” en producción industrial. Esta afirmación tardaría casi un siglo en realizarse.

Los discursos presidenciales y los panfletos partidarios hablan de la franja comprendida entre los “dos centenarios” como el momento para alcanzar el sueño de una “sociedad moderadamente acomodada en todos los aspectos”. Mientras tanto, las medidas que se tomaron en los últimos años sirven como una aproximación a cómo el gobierno imagina que será la China del centenario.

Y un elemento se repite con insistencia: la inversión en ciencia e innovación.

 

 

En 1902, el escritor y reformista Liang Qichao publicó un relato en la revista Xin xiaoshuo (o Nueva ficción) que podría ser visto casi como premonitorio. Su “crónica del futuro de la Nueva China” imaginaba que, en 1962, Shanghái sería la sede de la Exposición Mundial. El narrador presentaba un mundo feliz en el que China lideraba el sistema mundial con armonía y cientos de jóvenes occidentales estudiaban mandarín para tener mejores oportunidades laborales. Por supuesto, el escrito servía como crítica a la decadente administración imperial que terminó en 1911, y ofrecía una exposición de los ideales republicanos que defendía su autor. En ese momento, se debatían las reformas que debían emprenderse para sacar a China del atraso.

Llama la atención que se reitere un elemento en las narraciones de principios de siglo como en los documentos oficiales del presente: la constatación de que la tecnología es el fundamento del poder global y que quien ostenta los avances técnicos, también dirige los destinos del planeta. En este sentido, los planes actuales del gobierno apuntan a lo que será el siguiente salto hacia adelante.

El plan Made in China 2025, publicado en el 2015 por el primer ministro Li Keqian, propuso incentivar el desarrollo de altas tecnologías para que China se transformara en líder de productos y servicios con un mayor valor agregado. Este plan puso en alerta a los sectores clave de Estados Unidos y Europa que veían afectados sus intereses. Pero eso no detuvo que la inversión en ciencias creciera a un ritmo del diez por ciento anual. 

El país asiático ya es el primer inversor a nivel mundial en inteligencia artificial, big data y computación cuántica: adelantos que para los especialistas definirán el mundo que se viene. De hecho, el casi centenario Henry Kissinger, uno de los artífices de la estrategia diplomática de Estados Unidos durante la segunda mitad del siglo XX, dijo que la inversión y regulación de las computadoras inteligentes debe ser una prioridad para Washington.

Mientras el gobierno chino anunció una ampliación de su programa espacial y de exploración de los polos, se augura que la siguiente Guerra Fría estará centrada en los avances técnicos. En ese sentido, los sueños de futuro en el país asiático imaginan una China hipertecnologizada para mediados de siglo XXI y ¿quién sabe? quizás también levanten la Copa del Mundial del 2050.

 

SM

Etiquetas
stats