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Guantánamo y el daño moral: cuando la culpa se cuela en tu ADN

Ilustración basada en la foto de Mohamedou Ould Salahi y Steve Wood.

Emma Reverter

elDiario.es —

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“No hay un solo día que no piense en Guantánamo”, explica a elDiario.es Steve Wood. Cuando el soldado llegó a Guantánamo en 2004, como miembro de la Guardia Nacional de Oregón, tenía 24 años. La operación duró un año y nunca más volvió a pisar la base militar de Estados Unidos en Cuba. Pasaron 18 años y no consiguió hacer las paces con una experiencia que sacudió sus valores y creencias.

Wood llevaba pocas semanas en Guantánamo cuando tras una breve entrevista le asignaron una misión especial: vigilar a un solo hombre en un turno de noche de 12 horas en un remolque conocido con el nombre de Echo Special, habilitado para un solo prisionero. Le dijeron que el “prisionero 760” era muy peligroso y que bajo ningún concepto podía bajar la guardia o darle la espalda. Siempre estaría acompañado de otro guarda. También le explicaron que en todo momento debía cubrir su nombre, visible en la chaqueta de su uniforme, con una cinta adhesiva negra ya que si el prisionero lograba transmitir esta información a un contacto en el exterior su vida o la de su familia corrían peligro. A Wood la advertencia le causó una profunda impresión. 

Un guarda le indicó que el prisionero tenía un mote, pillow o “almohada”, ya que este había sido el primer premio que había conseguido por su buen comportamiento. “Con el tiempo llegué a la conclusión de que se trataba de un nombre ridículo y humillante”, cuenta Wood desde Oregón en una conversación en remoto. Aunque todavía le sacudió más conocer a “almohada”. Apenas medía un metro sesenta y lo saludó con una sonrisa en el rostro y un apretón de manos: “¿Cómo estás colega?”, le preguntó el preso. Para Wood, un atlético soldado que mide más de 1,90, este primer encuentro fue el pistoletazo de salida de numerosas contradicciones internas que perduraron con el paso del tiempo. Este prisionero de gran valor para los servicios de inteligencia era Mohamedou Ould Salahi, un mauritano que había estudiado ingeniería electrónica en Alemania y que, según la CIA, era uno de los cerebros detrás de los atentados del 11 de septiembre.

“Máquinas de matar”

Stephen Xenakis, un general de brigada retirado que sigue trabajando como psiquiatra y que visita periódicamente la cárcel de Guantánamo desde 2008 para evaluar a los prisioneros, explica que indicarles a los soldados que los prisioneros que custodiaban eran un peligro constante, unas máquinas de matar completamente imprevisibles, fue un error y no hizo más que elevar la tensión y la confusión.

“Podrían haber presentado a los prisioneros como enemigos, miembros de una tribu rival, si quieres, pero no como un guerrero ninja todopoderoso y letal, una persona que va a tener la capacidad de matarte a la primera de cambio, porque solo hace falta ver las condiciones físicas de los prisioneros, y de los soldados, como para ver que eso no va a pasar”, indica. “Resulta bastante obvio, tras pasar un rato con Salahi, que no va a matar a nadie”. “No se preparó a los guardas para el tipo de perfil de prisionero con el que iban a lidiar, que no tiene nada que ver con un prisionero que te puedas encontrar en una cárcel de máxima seguridad de Estados Unidos”, dice el psiquiatra militar. 

“En un inicio, cuando llegaron los prisioneros y los primeros soldados, todos tenían entre 20 y 30 años, y muchas más cosas en común de lo que podría parecer a simple vista”, explica el psiquiatra. “No habían estado en contacto con personas de otros países o tribus, la mayoría de soldados no habían conocido nunca a un musulmán y la mayoría de los prisioneros no hablaba inglés; con el tiempo estas diferencias se diluyeron y muchos conectaron”. 

Una amistad verdadera

Wood y Salahi se hicieron amigos en Guantánamo. Compartieron noches durante un año y después el soldado regresó a Oregón y el prisionero aún permaneció en Guantánamo diez años más, tras lo cual fue liberado y pudo regresar a Mauritania (país del que tiene prohibido salir). El exprisionero dice en el documental My Brother’s Keeper: “Conseguimos romper todas las barreras y ser amigos. No lo hicimos después de la cárcel, cuando Steve regresó a Oregón y yo a Mauritania, sino en el momento más negro y complicado”. 

“Siempre me sentí culpable porque no era una relación en pie de igualdad; yo tenía la llave de su celda y era parte de un sistema que lo mantenía cautivo”, afirma Wood. Había pasado una década pero Salahi lo llamó a los pocos días de llegar a Mauritania. “Estaba comprando en un supermercado, empezamos a hablar y fue como en los viejos tiempos”, dice el soldado. “Su liberación fue una prueba de fuego para nuestra amistad; él eligió seguir siendo mi amigo, ya no había un desequilibrio de poder”.  

En la entrevista a Xenakis, una de las preguntas es si el vínculo que se creó entre algunos guardas y prisioneros podría estar relacionado con el síndrome de Estocolmo. “Rotundamente no, es una amistad de verdad, basada en una experiencia compartida y en una evolución personal que los acercó, es algo que surgió de forma natural”, afirma el psiquiatra. “Los prisioneros aprendieron inglés, se fueron acostumbrando a otra comida y a otras costumbres, y los guardas también descubrieron un mundo muy distinto al de sus lugares de origen”. 

Un año después de volver a Oregón, Wood se convirtió al Islam. “Recuerdo la primera vez que oí la llamada a la oración, estaba desplegado en Egipto, en 2002, me pareció increíble”, explica Wood.

En 2004, cuando Wood fue desplegado a Guantánamo, las autoridades de la base ya habían instaurado la llamada a la oración en la cárcel, y se podía oír por toda la base militar. Indica que vivir como musulmán en Oregón “no es la opción más fácil” pero tiene una mezquita a media hora de su casa.

La amistad entre Wood y Salahi se basó en la confianza mutua y en un intercambio de ideas e incluso costumbres. “El remolque estaba dividido en dos secciones; en una estábamos los guardas y en la otra, Salahi. Pero tenía poco espacio para moverse así que muy pronto empezamos a dejar la puerta de su celda abierta y jugábamos a cartas, charlábamos y mirábamos películas”. “La cinta adhesiva negra se despegaba todo el rato y terminó llamándome por mi nombre, él confiaba en mí y yo en él”, dice Wood.

El guardián intentaba que Salahi pasara un buen rato. Lo invitaba a café, a pastel de nueces pecanas (en la actualidad el pastel preferido del ingeniero mauritano) o a ver alguna película, como El Gran Lebowski. El inglés de Salahi fue mejorando con el tiempo y Wood empezó a conocer a un hombre con profundos conocimientos de historia, política y geografía. “Cuando tenía el día libre me iba a la biblioteca a buscar información sobre lo que habíamos hablado o a leer algún libro que me había recomendado”, explica Wood.

Una noche Salahi le preguntó si sabía quién era Nelson Mandela. “El nombre me sonaba pero no conocía su historia y mucho menos que había estado tantos años en una cárcel y había perdonado a sus captores”, reconoce Wood. “Tenía prohibido explicar a mis compañeros en el barracón qué misión me habían asignado así que poco a poco fui distanciándome y esquivaba actividades conjuntas”, cuenta. “Ante mi llegada los guardas se cubrían el rostro con una máscara; empezó a preocuparme la posibilidad de que me asignaran otra misión, no poder hacer nada por él”, recuerda Wood. “Recibimos instrucciones de ser muy sigilosos cuando el Comité Internacional de la Cruz Roja pasara cerca de nuestro remolque ya que no podían saber que Salahi estaba allí, estábamos ocultando la presencia de un prisionero a una organización humanitaria”. 

Las secuelas morales

Wood volvió a Oregón. Años después decidió que necesitaba contactar con el Comité Internacional de la Cruz Roja y pedirles perdón: “Disculparme me hizo sentir mejor”. “Estoy en contacto con un soldado que tenía una misión parecida en la cárcel de Abu Ghraib, en Irak, y cuando le dije que había hablado con Cruz Roja me explicó que él también le había dado muchas vueltas a la posibilidad de hacerlo”.

Es frecuente que a soldados que tras una misión muestran sentimientos de culpabilidad, frustración o vergüenza, o sufren insomnio o ataques de ira, se les diagnostique Síndrome de Estrés Post Traumático. Xenakis señala que sería más correcto afirmar que soldados como Wood tienen un “daño moral”. El psiquiatra indica que “el daño moral es la angustiosa secuela psicológica, conductual, social y a veces espiritual que nos produce estar expuestos a eventos que son contrarios a nuestros principios o valores, pero que son correctos conforme a las normas o responden a una orden recibida de un superior jerárquico”. “Un caso bastante frecuente. A los soldados se les dice que si alguien cruza la línea roja tienen que abrir fuego. Este es el procedimiento a seguir. ¿pero qué pasa si abres fuego y quien cruzó la línea roja era un padre desesperado que llevaba a un hijo herido al hospital y lo matas? Cumpliste con la norma pero el desenlace te provoca un daño moral y te genera una gran confusión”, indica Xenakis.

De hecho, el psiquiatra subraya que explicar a un soldado que sufre daño moral es clave para que este entienda “que no tiene una patología, sino una reacción completamente normal. Lo que está mal es el sistema, no nosotros”. “El daño moral, además, no insinúa que somos débiles o vulnerables y que por este motivo nos rompemos, ya que lo que se ha roto es el sistema”, puntualiza Xenakis, que añade que recientemente ha estudiado el daño moral de médicos y personal sanitario que en pandemia no ha podido atender a los pacientes como el código de ética médica indica o según sus principios.

“Me sentía culpable porque siempre lo traté bien, pero al mismo tiempo yo tenía la llave de su celda”, dice Wood. En Guantánamo, a Salahi se lo sometió a largos interrogatorios que incluían técnicas para debilitarlo, como privación de sueño, temperaturas extremas, y maltrato físico. En un incidente documentado, se le vendaron los ojos y se lo llevó al mar en un bote para un simulacro de ejecución. Steve Wood formó parte del primer grupo de vigilantes que no lo torturaron.

Desde que empezó a desplazarse a la cárcel de Guantánamo en 2008, Xenakis repetió en numerosas ocasiones que los médicos tienen la obligación ética de no participar en este tipo de prácticas y que, además, no deben juzgar a sus pacientes. Es el único militar retirado de su rango que se pronunció públicamente contra la tortura y denunció la participación de los profesionales sanitarios del penal. Colabora activamente con Physicians for Human Rights, el Centro para las Víctimas de la Tortura y Human Rights First.

“No es un sitio que te permita descomprimir. Estás muy aislado, no es fácil desplazarse por la base y los barracones de los soldados están algo apartados”, precisa Xenakis. “Por algún motivo, es un sitio que cada vez es más árido. Por mi conexión con Grecia, me encantan los deportes acuáticos y bucear, y en cambio en Guantánamo, aunque es una de las actividades que se promueven, nunca lo he hecho”. “En mi caso, nunca estoy en Guantánamo más de una semana, máximo dos, luego necesito unos días para asimilar y racionalizar todo lo vivido, cuando ya regreso a casa”, explica el psiquiatra. “Si estás desplegado por un periodo largo, por ejemplo, un año, es diferente, muchos han procesado y asimilado las experiencias mucho tiempo después, cuando ya habían regresado a sus casas, han formado una familia, han tenido hijos... Y entonces es cuando con la distancia y la madurez racionalizan todo lo que vieron o les pasó”. 

¿El daño moral se supera? El doctor Xenakis indica que muchas personas logran explicarse de forma racional lo que han vivido, pueden llevar a cabo gestos que los hacen sentir mejor, como en el caso de Steve Wood contactar con el Comité Internacional de la Cruz Roja o con la familia de Salahi. Sin embargo, afirma “para otras este daño moral queda en el disco duro de su cerebro para siempre, como digo yo, en el hardware, y te transforma, cargas con un sentimiento de culpa del que nunca consigues librarte”.

“En mi caso, sin lugar a dudas, el daño moral se ha quedado marcado en el disco duro de mi cerebro”, afirma Wood. “Cuando volví a Oregón debería haber denunciado la situación, como soldado te comprometes a no revelar información confidencial, ojalá me hubiera atrevido”. “Me gustaría convertirme en asistente legal y trabajar para una organización centrada en ayudar a prisioneros que cumplen largas condenas en cárceles de Estados Unidos; quiero luchar contra el lado oscuro y estar del lado correcto de la historia”.

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Emma Reverter es jurista experta en derechos humanos y periodista. Ha cubierto Guantánamo desde 2001 y ha viajado a la cárcel de máxima seguridad en dos ocasiones. Ha escrito dos libros sobre Guantánamo; Guantánamo, prisioneros en el limbo de la legalidad internacional (2004) y Guantánamo, diez años (2011). 

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