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OPINIÓN

Cuando la extrema derecha se radicaliza, el sistema democrático se vuelve su enemigo

El ataque al Congreso de los EEUU ya había tenido antecedentes que encienden el alerta.

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Pocas horas después de que mujeres negras, una vez más, protegieran a la democracia de los Estados Unidos en el estado de Georgia, el símbolo más conspicuo de esa democracia era atacado por una turba de hombres blancos en la capital nacional, Washington, DC. El primero de los ataques había sido realmente preparado desde adentro, por un grupo de congresistas republicanos, que habían desafiado la victoria del presidente electo Joe Biden. El segundo ataque provino desde afuera: una protesta pro Trump y “Detengan el recuento de votos, ladrones” terminó con sus gentes adentro, que junto a una organización de choque de extrema derecha, desbordaron y rompieron el increíblemente precario cordón policial, ingresando desde luego de manera ilegal al Capitolio. Una vez adentro, procedieron a sacarse selfies con los y las policías, gritando “Acab” (de “All Cops are Bastards” –“Todos los policías son unos hijos de puta”).

Hace casi tres décadas que sigo y estudio este tema, el de los grupos de choque de extrema derecha a nivel internacional. Y nunca los he visto más envalentados como en estos últimos años. Pero, para quede claro: no se trata únicamente de Donald Trump o de los Estados Unidos. Hace apenas un año, los antivacuna -que muchas veces integran las agrupaciones violentas de extrema derecha- quisieron tomar por asalto el Reichstag, el parlamento alemán, lo que incidentalmente mostró la precaria preparación y fuerza de las autoridades policíacas que debían protegerlo.

En los Países Bajos, desde el año 2019, existen campesinos enfurecidos, ligados a las fuerzas de choque de extrema derecha en torno a la Fuerza de Defensa de los Granjeros (FDF), que destrozan oficinas gubernamentales y amenazan a la clase política. Yendo más atrás, en 2006, fuerzas de choque de la extrema derecha tomaron por asalto el parlamento húngaro y se enfrentaron con la policía durante varias semanas en las calles de Budapest (lo que, dicho sea de paso, promovió la radicalización política y el regreso al poder del actual primer ministro Viktor Orbán).

Donald Trump ha sido el catalizador de un proceso preexistente, pero ni su mentor ni su iniciador.

¿Cómo y por qué hemos llegado a esto? En primer lugar, merced a un largo proceso de cobardía, fracasos y oportunismo miope de la derecha convencional. ¿Debo repetirlo? Lo he dicho en 2012, cuando un neonazi atacó el templo sij en Wisconsin: “Se debe tomar en serio, y no a la ligera, la retórica extremista que utilizan quienes se consideran patriotas y defensores de la ley”. He aconsejado a los líderes republicanos que sean “más cautelosos en elegir con quiénes se juntan y qué insinuaciones hacen”. Ocurrió exactamente lo contrario: cada vez más ideas y personas de extrema derecha se incorporan en la opinión pública común en vez de verse expulsadas de ella.

Como en estas y en tantas otras cosas, Donald Trump ha sido el catalizador de un proceso preexistente, pero ni su mentor ni su iniciador. La radicalización de la derecha norteamericana precede a Trump por décadas. E incluso precede al Tea Party, que mayormente promovió que el corazón republicano latiera al ritmo de la extrema derecha. Desde luego, el racismo y la seducción de racistas han sido una parte ineludible del Partido Republicano desde que en la década de 1970 lanzaran la infame ‘Estrategia del Sur’ para atraer votantes blancos en los antiguos estados confederados, pero la ofensiva actual va mucho más lejos. Hoy la radicalización no sólo es ideológica: es antisistema.

En décadas pasadas, políticos y expertos en los medios de derecha adularon de manera oportunista al electorado de extrema derecha definiéndolo como ‘gente real’, de carne y hueso. Alegaban que esta minoría vociferante era una mayoría silenciosa y victimizada. Aunque este es un proceso mucho más generalizado, en los Estados Unidos encontró un escenario de excepción, donde se vio amplificado por una floreciente red de medios ‘conservadores’, desde shows radiales hasta Fox News, así como por la todavía formidable infraestructura de la derecha religiosa. Los resultados de esta prédica habían sido tan exitosos que, ya antes de que Trump ganara la presidencia, la mayoría de los evangelistas blancos podían creer que “la discriminación contra los blancos es ahora tan crítica como la discriminación contra los no-blancos”. Un año más tarde, un sondeo mostró, en los Estados Unidos, que la mayoría de los evangélicos blancos creían que eran más discriminados que los musulmanes.

El discurso de la ‘victimización blanca’ ya no es más un fenómeno puramente derechista, sin embargo. Cada vez que el éxito electoral de la extrema derecha toma por sorpresa a los medios y políticos centristas, estos se exceden  y, como para compensar su asombro inicial, pasan de ignorar a ‘los racistas’ a defenderlos e, incluso, a exaltarlos. Durante años, los periodistas y políticos han minimizado la importancia del racismo y, en cambio, han promovido la narrativa de la ‘ansiedad económica’. Los racistas se convirtieron en ‘los abandonados por el sistema’ o, en fórmula más breve, ‘la gente’ -incluso en países donde la extrema derecha apenas representaba el 10% del voto nacional-.

Sin duda, hay políticos y expertos de derecha que realmente se creen su propia propaganda, pero la gran mayoría sabe muy bien que la extrema derecha constituye sólo una minoría del electorado y que la población blanca -sea o no evangélica- no enfrenta ni de lejos tanta discriminación como los musulmanes u otros grupos no-blancos y no-cristianos. Y si no lo creen, basta con hacerles esta pregunta: ¿Ustedes creen realmente que las turbas que ingresaron en el Capitolio lo habrían logrado si hubieran sido afro-americanas o islámicas? 

La mayoría de los políticos y de los expertos inicialmente fueron amigables con estos grupos por razones oportunistas, porque esperaban poder así ganar el apoyo de votantes de extrema derecha. Pero a medida que la derecha se mostró más y más envalentonada y violenta, la derecha convencional ser mostró más y más atemorizada. Muchos políticos de derecha y otras élites ya no se atreven a elevar la voz en contra de la extrema derecha, por miedo a verse atacados política y personalmente por las fuerzas de choque ultraderechistas.

Es tiempo de enfrentar a la extrema derecha y de defender a la democracia liberal. Es tiempo de denunciar el racismo y los discursos y conductas antidemocráticos de la extrema derecha.

La violencia cada vez más desembozada y abierta de bandas y mafias de extrema derecha debe servir de alerta para despertar a todos los que les facilitan las cosas a los ultraderechistas, o negocian con ellos. Bandas y mafias acaban por tomar el control de esas situaciones. Y aun cuando esas organizaciones no representan a los sectores sociales más amplios que tienen ideas de extrema derecha, o votan por candidatos y candidatas y partidos de extrema derecha, sin embargo en todo lo fundamental comparten una visión del mundo similar. En esa visión no hay lugar para los matices ni para los compromisos. Uno es un aliado, en los términos de ellos, o es un enemigo. Tampoco hay piedad para los enemigos, ni siquiera para los antiguos aliados. Pregúntenles si no al gobernador de Georgia Brian Kemp o al secretario de Estado Brad Raffensperger.

Ha llegado por lo tanto el momento oportuno para que todos los periodistas progresistas y democráticos, todos los políticos, todos los analistas de los medios vean a la extrema derecha como lo que es: una amenaza a la democracia liberal. Una amenaza formidable, es cierto, pero ninguna amenaza puede tener éxito si no es con la ayuda tácita de los medios masivos y la opinión pública, sea por la formación de coaliciones oportunistas o por la ausencia cobarde de respuestas adecuadas. No estamos más en la década de 1930. Hoy, la enorme mayoría de los europeos y norteamericanos apoyan a las democracias liberales. Pero se han convertido en la nueva mayoría silenciosa, a la que sus representantes ignoran y dejan cada vez más desprotegida.

Es tiempo de enfrentar a la extrema derecha y de defender a la democracia liberal. Es tiempo de denunciar el racismo y los discursos y conductas antidemocráticos de la extrema derecha. Y es tiempo de rechazar clara y abiertamente la narrativa tóxica de la victimización blanca. Por supuesto, debemos reconocer la militancia de buena parte de la población blanca, en especial la de los trabajadores agrícolas y los obreros industriales, pero nunca a expensas de la población no-blanca ni de la democracia liberal. 

Cas Mudde es un columnista de The Guardian, Estados Unidos

Traducción del inglés: Alfredo Grieco y Bavio

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