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COLUMNA NÓMADE

Aira vs Saer, Alien vs Depredador

Juan José Saer.

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En Ideas diversas, un librito publicado recientemente por César Aira que funciona como una especie de libreta de apuntes – ya había editado uno anterior en Chile, un poco más grande, titulado Continuación de ideas diversas, con lo cual no se sabe cuál surgió primero, si el chileno o el argentino– se lee: “Hay escritores (Saer es el caso) que ponen sus expectativas  de ser leídos no en el placer que puedan dar si no en crear la obligación de leerlos. Para eso tienen que extremar la calidad (hasta torturarla) de modo tal que críticos y profesores los pongan en el podio de los imprescindibles y los lectores sientan que deban leerlos. Nadie los leerá por placer sino por obligación. Autoimpuesta, claro está; para no quedar fuera de un hito de la cultura, para que no quede un blanco en su conocimiento de la literatura”.  Esta anotación pendenciera de Aira nos recuerda al joven Aira que solía atacar en artículos críticos a muchas escritoras y escritores que le parecían malísimos.  

El fragmento es un extracto de un ensayo más largo que Aira publicó en la revista El Porteño –Zona de peligro– cuando salió la novela Glosa, de Saer, a mediados de los ochenta. Ahí también se encargaba de criticar –bajo la forma del elogio desmesurado– a Juan José Saer, Por ejemplo, cuando habla de El limonero real: “El limonero real fue el mayor esfuerzo del autor y el que más lo exige del lector. Se trata de un experimento con el tiempo insólitamente borgeano. Un tour de force, ligeramente excesivo. Se emerge de sus muchos cientos de páginas con la satisfacción  del deber cumplido, y un excelente recuerdo (y la promesa de no volver a cometer semejante lectura por mucho tiempo). El descuido inconcebible de la crítica, que no percibió la calidad única de esta novela en la literatura argentina, benefició a Saer. Si hubiera  tenido en su momento el éxito que merecía, podría haber avanzado por la vía heroica de las arideces de lectura, y conociendo la aplicación de Saer, habría llegado a cimas aterrorizantes”.  

Como vemos, Aira ha leído El limonero real a pesar de sus “arideces”. Y ahora pasa a Glosa, que en ese momento era una novedad en librerías: “La última novela de Saer, Glosa, creo que podría considerarse la mejor suya, a menos hasta que leamos la próxima. Es también, y esto no puede decirse de las anteriores, de muy grata lectura. Saer ha venido perfeccionando quizás involuntariamente su costado thriller, la creación de un interés hipnótico y esa especie de impulso deseante por llegar al final, deseo tematizado al modo paradójico aquí, pues de lo que se trata es de la eternización del instante de felicidad”.  

 Después Aira pasa a describir el argumento de la novela: dos personajes, Angel Leto y El matemático, recorren la peatonal de la ciuda de San Fe (aunque Saer, a diferencia de Joyce con Dublín, nunca nombra a San Fe) y mientras caminan hablan de trivialidades como lo que sucedió en el cumpleaños de Washington Noriega donde no fueron invitados o si los caballos que son puro instinto pueden o no tropezar. Aira dice que el modelo de este relato son los diálogos platónicos y que la estructura Saeriana funciona a la perfección: “Como vemos el taller literario funciona a pleno, en sesión de exámenes finales. Una novedad o al menos un recurso que Saer no había utilizado antes era ajustarse a un modelo numinoso, a un mito literario cultural, como hizo Joyce con la Odisea (…) Pocos escritores modernos son tan serios como Saer, hay un mecanismo en él que vuelve serio hasta los chistes. No es un defecto”.  

Hay en Glosa un momento clave cuando se produce un bucle temporal y nos enteramos que Angel Leto en el futuro va a entrar en la guerrilla y va a morir acorralado por los grupos de tareas y se va a tomar la pastilla de cianuro. Pero a Aira ese procedimiento literario (prolepsis) no le gustó: “En contraste, se nos informa del destino ulterior de los personajes con deliberado detalle. Detalle político tópico de pésimo gusto, casi al modo de un Galeano”. Acá la liga también Galeano. Al comienzo de la nota sobre Saer, Aira habla de los libros que se presentan como buenos a libro cerrado, que ya vienen con un prestigio y que no son necesarios leer: “Es el caso de uno reciente, La desesperanza de José Donoso, que no he leído, por lo que puedo opinar sin el estorbo del juicio, que seguramente será encomiástico”.  

Anoto acá que confundir nuestro gusto con la literatura es un error letal.  

Para Aira Saer era el escritor genial con el que tenía que luchar para ocupar un lugar en el canon. Así como también tuvieron que domesticar –ambos– a Borges. Saer, en cambio, estaba preocupado por los escritores del boom: García Márquez, Vargas Llosa, que le parecían malísimos y que de alguna manera obstaculizaban con su prensa a favor y sus novelas la obra de Saer.  

Cuando se publicaron libros suyos extraordinarios como Cicatrices o El Limonero real no hubo, al principio, nada. Nada de nada: nadie los reseñó, no consiguieron ningún tipo de fervor salvo por muy pocos comentaristas jóvenes y amigos de la zona. Torturar al estilo hasta la perfección –como dice Aira– no ayudó a Saer para nada. Aún hoy –al igual que Aira– es un escritor secreto. Desconocido.  

De Glosa me queda –como fanático de la obra de Saer– la incomodidad cuando se narra la vida del padre de Angel Leto. En Cicatrices –libro que se publicó a fines de los sesenta pero que sucede inmediatamente posterior a Glosa en términos temporales de la saga saeriana– se habla del padre de Leto como de un inventor casi arltiano, de una presencia fuerte. En Cicatrices, el padre de Leto es alguien absolutamente diferente, alguien insignificante que cuando murió lo único que dejó fue un poco de espacio en la cama. Saer, que era tan meticuloso construyendo las biografías de sus personajes ¿se olvidó de lo que había escrito? Me gusta responder de esta manera: en Cicatrices Angel Leto ve pasar en algunos momentos a alguien que tiene su mismo rostro, alguien que cruza la ciudad bajo la llovizna saeriana y que, conjetura Leto, es su doble, el que vive una vida diferente a la suya bajo otro cono de percepción. Tal vez uno de estos dos padres sea el que le toca al doble de Leto.  

Contra lo que conjetura Aira, no leo a Saer por obligación de leerlo. Lo leo porque sus procedimientos narrativos y sus personajes son casi más potentes que la gente que me cruzo por la calle. Creo que cualquier persona puede leer a Saer, incluso alguien a quien no le interesa leer (pero quién no lee; ya con tener una ventana abierta y ver pasar a la gente en la calle uno está leyendo). Miremos ese comienzo de Glosa que tanto me hizo pensar: “Es si se quiere octubre, octubre o noviembre, del sesenta y uno, octubre tal vez, el catorce o el dieciséis, o el veintidós o el veintitrés tal vez, el veintitrés de octubre de mil novecientos sesenta y uno pongamos –qué más da”.  

¿Por qué esa imprecisión en el comienzo? Un narrador omnisciente como va a ser el de Glosa puede decir exactamente cuando empieza el relato. Pero yo creo que esa imprecisión habla de la incertidumbre de lo que llamamos lo real, Saer cuestiona ahí su mismo procedimiento narrativo, como diciendo, esto es una convención, es lo que hay: hagamos un pacto.  

Imaginemos que alguien –un hombre, una mujer– esperan en la guardia de un hospital por la suerte de un ser querido. Alguien que ya dejó el lugar se olvidó un libro: Glosa, de Saer (o tal vez, como dice Aira, lo abandonó). La persona que lo agarra está impaciente porque no sabe aún la suerte de su ser querido. Ha tomado café, no sabe si llamar a sus parientes, está atento a la forma en que los médicos entran y salen de los consultorios y como no le queda nada más que hacer, agarra ese libro y lee el comienzo de Glosa y encuentra en esa imprecisión temporal saeriana algo similar a su estado de ánimo. Siente que ese procedimiento del libro en realidad es la vida misma.  

FC/DTC

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