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COLUMNA NÓMADE

La angustia de las influencias

Escena de Hojas de otoño, de Aki Kaurismäki.

Fabián Casas

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Nunca me atrajo ese concepto de la angustia de las influencias que popularizó en un libro de ese nombre Harold Bloom, un crítico americano adicto a decirte –según su gusto– qué tenías que leer y qué no. El Canon occidental fue el sumun de esa estupidez. En La angustia de las influencias hablaba de los poetas fuertes que de alguna manera influenciaban a los poetas más débiles y narraba la forma en que los segundos padecían esa influencia. Influenza también es el nombre que se le da a la gripe: la influencia del Covid en nuestra vida fue demoledora, de hecho, es posible que esa influencia haya sido tan grande que consiguió que un comediante al estilo de Rupert Pupkin, sea ahora nuestro nuevo presidente.   

Sentir la influencia de alguien para mí siempre fue una bendición. Ya sea mala o buena, esa electricidad de que alguien te está comunicando algo y que la homeostasis de tu ánimo lucha por controlarla pero no puede, es liberadora.  

Mi papá era un influencia muy grande en el tío Fena. Según relataba mi mamá –mi viejo nunca me habló de esto– ellos eran carne y uña y como mi viejo era mayor que Fena, éste hacía todo lo que me viejo probaba: cuando papá se puso a estudiar teatro Fena se puso a estudiar teatro, cuando papá entró a Bellas Artes, Fena entró a Bellas Artes. Mi papá no siguió mucho tiempo ninguna de esas disciplinas y conoció a mi mamá en un baile para personas mayores –eso decía mamá– donde ella iba acompañando a una amiga de casi cuarenta años. Mi papá se enamoró de mi mamá y mientras bailaban le puso un papel con su teléfono en la mano: 97 69 33. Fena hizo lo mismo con una chica que estaba bailando en el lugar. Mi papá se casó con Mamá. Fena lo siguió unos meses después porque, dijo, no sabía qué iba a hacer sin su amigo. El matrimonio de Fena fue un desastre. Mi tío Fena no era mi tío –se le decía tío en esa época a las personas que tus padres consideraban como un hermano– y me acuerdo que tenía un dedo de la mano más corto porque se había cortado con un fierro ( eso fue cuando siguió a mi padre en su berretín por ser tallista y trabajar la madera).  

Eusebio era un amigo de mi papá que vino de Italia muy chico. Tenía una cartonería enfrente de la casa de mi viejo. El era su influencia. Eusebio –según me decía mi papá– era su maestro, su instructor. Lo llevaba a los bailes, lo llevaba con un camión Ford que tenía, a recorrer el país mientras eran jóvenes. Mi papá me contaba que Eusebio le hablaba de cosas de la vida que su padre nunca le había hablado. Era como su hermano mayor. Un día –cuando yo ya había nacido– sonó el teléfono en casa y mi viejo, que estaba en pijama viendo la tele, salió corriendo a la calle por el largo pasillo que daba a la calle. Yo me paré y lo vi correr por ese túnel del tiempo. Eusebio se había caído mientras arreglaba la canaleta del negocio. Nunca había visto a mi padre tan desesperado. Todo el barrio se congregó en la puerta de la cartonería de Eusebio. Me acuerdo que mi viejo tuvo un gesto demencial mientras lloraba a su amigo tirado en la vereda, agarró un tarro con aguarrás y mojó ahí un pañuelo y le trató de sacar una mancha que tenía Eusebio en su camisa proletaria. El olor del aguarrás es para mí muy significativo desde entonces.  

 También te puede influenciar una película. Con mis amigos Claudio y Horacio fuimos una noche a ver Rumble Fish, de Coppola. Después nos quedamos en un bar tratando de entender lo que habíamos visto. Fue glorioso. Repasábamos parte por parte la película. Nos había maravillado. Estuvimos hasta que amaneció ya que el bar de San Juan y Boedo, en ese entonces llamado Canadian, no cerraba jamás. Vi la película de Coppola muchísimas veces. Cuando salió en video me la compré. Cada vez que la veo me dice algo nuevo. No se tranquiliza nunca. Una noche mi viejo nos llamó por teléfono a casa (me encanta que no hubiera celulares en esa época, así que tuvo que buscar en dónde había un teléfono o salir a la calle a buscar un público) y nos dijo a mi hermano y a mí que fuéramos de inmediato a dónde el estaba con Olmedo porque los habían invitado a ver en privado a una banda que le decían nos iba a gustar. ¿Qué banda, le preguntamos? Es norteamericana –nos dijo– se llama la Ambulancia o los Bomberos. Fuimos. Era The Police y tocaba en New York City un boliche de Álvarez Thomas. Nos rompió la cabeza. Stewart Copeland, el baterista, compuso mucho después la música de Rumble Fish. Me compré ese CD. También es genial.  

Acabo de ir a ver Hojas de otoño, de Aki Kaurismäki. Como me suele suceder con las películas de este director, salí con ganas de hacer cine. Sus películas son una influencia emancipadora. Puede contar una y mil veces la misma historia pero siempre logra el verosímil perfecto. Sus personajes solitarios, duros, que apenas tienen posesiones, y buscan el calor humano en breves encuentros que a veces casi no se realizan. La vida puede ser salvaje y horrible, pero la luz de las películas de Aki es cálida, fraternal. En sus películas todos saben por qué un hombre desesperado puede tratar de limpiar la camisa sucia de su amigo muerto.  

FC

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