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70 años de la muerte de Eva Perón Análisis
Todo se astilla menos el nombre de Eva

La actriz portuguesa Madalena Alberto como “Evita” en el Reino Unido

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El movimiento (de los significados) evita desde hace 70 años un sentido de dirección única. Desde entonces, las imágenes y símbolos sobre ella siguen fluyendo. La promesa proliferante -volver y ser millones-  incluye ahora incluso al streaming (la inminente serie Santa Evita) y hasta restoranes temáticos, con sus menús de necesidades y derechos de admisión. Ha pasado el tiempo y la trama igualitaria de décadas atrás se ha destruido. Todo se astilla menos el nombre de Eva, irreductible a toda cristalización. Habría que hablar de relatos. Muchos. Ese exceso, con sus picos de amor y odio, ha sido detectable en informes estatales y edictos, pero, sobre todo, en la literatura (Rodolfo Walsh, Juan Carlos Onetti y Jorge Luis Borges, Néstor Perlongher y Tomás Eloy Martíne), el teatro (cómo no pensar en Copi y Leónidas Lamborghini), la poesía y, si se quiere, el cine. Semejante amplitud no se ha verificado en la música. Hablar de Evita es, por lo tanto, seguir hablando de Evita, es decir, de Andrew Lloyd-Webber y Tim Rice. El musical ha prohijado algunas canciones que, nos gusten o no, se ganaron también su derecho a la inmortalidad, al menos en los módicos términos que la designa la cultura de masas. “Don't cry for me, Argentina” tuvo, desde 1976, el año en que se conoció el disco de la entonces llamada “ópera-rock”, centenares de versiones. La primera que la grabó en castellano fue Nacha Guevara, en 1977, tres años antes que Paloma San Basilio. 

Evita no hizo más que expandir de un modo exotizante el mito de la “abanderada de los humildes”. La vulgata provenía de algunas crónicas anglosajonas de los años cincuenta y setenta como las de V. S. Naipaul, en su gran mayoría muy parecidas al discurso antiperonista de aquellos años (La mujer del látigo, de Mary Main y El mito de Eva Perón, de Américo Ghioldi son, por eso, dos caras de una misma moneda del vituperio). Como señala Marysa Navarro, la primera autora que se tomó seriamente la vida de la segunda mujer de Juan Domingo Perón, a partir del musical, “los que nada sabían sobre la Argentina, aceptaban la veracidad de lo que veían”, desde que Evita “fuera una mujerzuela que había pergeñado la ascensión” del coronel caído en desgracia, “que éste era un mequetrefe que se dejaba manejar por ella” y que “un ritmo tradicional argentino es el batuque brasileño, ya que éste apareció cuando el rock se dignó a tener un poco de color local”. Los grandes textos político-culturales sobre Eva son posteriores al disco. Ahí están, entre otros, Rostros y máscaras de Eva Perón, de Susana Rosano, Imágenes de una vida, de Martín Kohan y Paola Cortés Rocca, La pasión y la excepción, de Beatriz Sarlo, Evita, Inevitably: Performing Argentina's Female Icons Before and After Eva Perón, de Jean Graham-Jones, y las reflexiones sobre “esa mujer” que laten en Los cuatro peronismos, Perón, entre la sangre y el tiempo y Perón, reflejos de una vida, los libros de Alejandro Horowicz, León Rozitchner y Horacio González. Detrás de ellos, con mayor o menor intensidad, pudo haber reverberado en algún momento el disco de Lloyd Webber y Rice. 

Aquel disco doble salió al mercado británico el 1 de noviembre de 1976, casi en coincidencia con el momento en el que el cuerpo de Evita era depositado por la última dictadura en el cementerio de Recoleta, Evita Montonera comunicaba a través de Walsh el asesinato de Francisco Urondo y una delegación de Amnesty Internacional aterrizaba en Buenos Aires procedente de Londres para recibir las primeras denuncias sobre la acción del terrorismo de Estado. Sin embargo, ninguno de esos episodios se conecta entre sí. El “Vals de Eva y el Che” es la prueba cabal del desajuste. “Cómo puedes decir que eres nuestra salvadora/ Cuando los que se oponen a ti son pisados/ o son descuartizados, o simplemente desaparecen?”, le reprocha él, pero habla de lo que consideraba una constante años cincuenta, y no la práctica sistemática del terror estatal de dos décadas más tarde.

El estreno de Evita en Londres vino acompañado de un libro alusivo, The legend of Eva Perón, 1919-1952, firmado por Lloyd-Webber y Rice. “Cuando escuché los últimos diez minutos de un programa sobre Eva Perón en la radio de mi coche una noche a finales de 1973, me asaltó de inmediato la idea de que se trataba de la historia perfecta para nosotros”, cuenta ahí Rice. El letrista añade: “No creo que Evita convenza a nadie de que las tácticas adoptadas por los Perón en los años cuarenta y cincuenta constituyan un credo político aceptable, pero para que conste me gustaría afirmar aquí que los únicos mensajes políticos que esperamos que se desprendan de la obra son que los extremistas son peligrosos y los atractivos aún más, y que una nación no tiene que ser una república bananera de pacotilla para permitir que una persona de extrema izquierda o de extrema derecha llegue al poder - Argentina en 1945 era una nación sofisticada y ningún país hoy en día, desde luego tampoco Gran Bretaña, puede afirmar con confianza que eso no puede ocurrir aquí”.

Lloyd-Webber, a estas alturas tan rico como Paul McCartney, también creía en 1978 que Duarte era “una mujer extraordinaria” pero que, a la vez, habilitaba la posibilidad de hablar especialmente sobre las emergencias inglesas que las argentinas. “La naturaleza política de la pieza es importante y lo que estábamos escribiendo en un sentido era posiblemente mejor visto desde Inglaterra en ese momento… era un cuento con moraleja sobre cómo los movimientos extremistas pueden apoderarse de la sociedad y tienes que entender que en Inglaterra había una situación muy seria”, le explicó a la televisión norteamericana antes del estreno del musical en Broadway. Al dúo, de prosapia conservadora, al punto de que Rice fue colaborador de un legislador tory, le asustaba el poder de los sindicatos. Los mineros, dijo entonces Lloyd-Webber, “habían sido capaces de derribar un Gobierno elegido (Edward Heath) y era el momento en que las cosas se veían negras”. La gente “estaba realmente asustada de una toma de posesión extremista dentro de Gran Bretaña”. Si bien no creía que pensaban “abiertamente en eso cuando estábamos escribiendo, creo que sin duda fuimos influenciados”.

De ahí que Evita fuera un disco que hablaba más veladamente sobre lo que podría suceder en Gran Bretaña que sobre lo que había ocurrido en Argentina. La experiencia argentina se presentaba como amenaza y distopía. Pero, ¿qué sucedía en la Gran Albión? Gracias a dos eruditos como Norberto Cambiasso y Alfredo Grieco y Bavio, que han leído todo lo existente sobre la Inglaterra de los setenta, he llegado por estos días, y como parte de una investigación mayor, a When the lights went out. Britain in the seventies, de Andy Beckett, Crisis? What crisis. Britain in the 1970s, de Alwyn Turner y Strange days indeed. The Golden Age of Paranoia, de Francis Wheen. Ellos coinciden desde distintas perspectivas en que la profundidad del conflicto social no solo provocaba pavor en aquellos dos jóvenes que habían saltado a la fama con Jesus Christ Superstar. La elite y la aristocracia sentía lo mismo y algo más apocalíptico en un país que en medio de la crisis internacional del petróleo agudizaba sus propias contradicciones. El piquete era un instrumento medular y eficaz de la lucha obrera. La palabra viajaría a través del tiempo a la Argentina menemista. En aquella Inglaterra de los setenta, el FMI como fuerza tutelar, solo tres días laborables por semana, el permiso a transitar a una velocidad máxima en las rutas de 80 kilómetros por hora, para ahorrar combustible, sin iluminación en los partidos de fútbol u otros eventos al aire libre, con la calefacción y con las lamparitas hogareñas reducidas al mínimo, era un lugar común en los medios explicar los acontecimientos con ejemplos de la España previa a la Guerra Civil española o el Chile de Salvador Allende. Hasta David Bowie entró en pánico y le dijo a New Musical Express, el 4 de octubre de 1975: “Habrá una figura política en un futuro no muy lejano que barrerá esta parte del mundo... Tiene que surgir un frente de extrema derecha que arrase con todo y lo ponga en orden... Hará algo positivo, al menos, para causar una conmoción en la gente y ésta aceptará la dictadura o se deshará de ella”. Aunque se editó en 1980, su canción “Fashion” no parece estar desligada de esas sensaciones. Lloyd Webber y Rice dijeron, en cambio: Argentina. Sin saber que la mayoría de los sindicatos no querían el socialismo: eran, a su modo, peronistas. “Se embarcaron en conflictos laborales, como siempre lo habían hecho, simplemente porque querían defender sus medios de vida, y porque pensaban que tenían muchas posibilidades de ganar”, señala Turner.

Wheen cita por su parte a Brian Crozier, un periodista y conspirador que había fundado el Institute for the study of conflict con financiamiento de la CIA, quien pregonaba en círculos militares la idea de una intervención de los militares. “Durante este período crítico de 1975-8, fui invitado varias veces, por diferentes establecimientos del Ejército, a dar conferencias sobre problemas actuales”. Tras una charla en la Escuela de Estado Mayor de Camberley, Crozier recibió una carta reveladora del comandante, el general Sir Hugh Beach. “La acción que las Fuerzas Armadas podrían llevar a cabo, en determinadas circunstancias, está en mi mente en este momento”. Crozier comprendió que su idea había dejado de ser una fantasía. Añade Wheen: “muchos otros ingleses desesperados de cierta edad y actitud encontraban” un “consuelo” en la hipótesis del alzamiento. ¿De qué otra manera podrían soportar la espantosa realidad diurna del reino amenazado?“. Esa es la trama que atraviesa la confección de Evita. 

La obra de Lloyd-Webber y Rice tiene tantas distorsiones históricas como la Aida, de Giuseppe Verdi, cuya legitimidad pocos cuestionan cuando van al Teatro Colón. En rigor, nadie o casi nadie, busca una verdad sobre el pasado en la ópera o un musical. Lo cierto es que Evita provocó profundo impacto en la ascendente Margaret Thatcher, al punto de presenciarlo en más de una oportunidad. La futura Dama de Hierro estaba fascinada con el poder de Eva en un mundo manejado por hombres. “Ayer fue una velada extrañamente maravillosa que me dejó mucho que pensar. Todavía me siento bastante perturbada por ello. Pero si ellos (los peronistas) pueden hacer eso sin ningún tipo de ideales, entonces si aplicamos la misma perfección y creatividad a nuestro mensaje, ¡deberíamos proporcionar un material histórico bastante bueno para una ópera llamada Margaret dentro de treinta años!”, le escribió a un colaborador.  De lo que se trataba, como lo dijo en más de una oportunidad, era de obrar con la misma fuerza, pero otra ideología, al punto de poder doblegar a los sindicatos en los ochenta. ¿Qué número la habría fascinado especialmente? ¿“ The new Argentina”, acaso? Un año antes de ser ungida premier, el musical podía hablar de sus propias ambiciones y su horizonte programático. Lloyd-Webber y Rice, quienes consideraban a La mujer del látigo como bibliografía fundamental, terminaron por avivar la imaginación del azote neoliberal que se avecinaba. El látigo de esa mujer. That woman's whip. Dominatrix de la nueva Gran Bretaña.

Evita, sabemos, nunca subió a escena en Argentina y posiblemente nunca lo hará. Tuvo en la transición democrática una tímida respuesta que no hizo más que reflejarse en aquel espejo deformante y apenas invertir la carga de sentidos. Donde había mito negro romantizado se imponía la hagiografía. Hablo de Eva, el musical, de Alberto Favero y Pedro Orgambide, que protagonizó en 1986 Nacha Guevara y que durante el segundo Gobierno de Cristina Fernández de Kirchner se convirtió en repertorio casi estatal (Nacha tuvo también su renunciamiento: había sido electa diputada, pero se deshizo de los honores parlamentarios para seguir la lucha espectacular, entre otras cosas como jurado de los programas de Marcelo Tinelli). La visita de Madonna a Buenos Aires para protagonizar la versión cinematográfica de la obra de Lloyd-Webber y Rice, en 1997, no deja de tener sus aristas paradójicas. La presencia de esa “prostituta”, como llegaron a llamarla algunos cavernícolas, habilitaba un juego de inversiones: el menemismo se había vuelto thatcherista y el musical seguía remitiendo, a pesar de sus contradicciones, falsedades y prejuicios, al peronismo clásico. Vean sino cómo el dramaturgo brechtiano Harold Prince llevó a escena el musical en Londres y Broadway. “La nueva Argentina” es presentada con la irrupción de las masas que vienen a rescatar a Perón, dotada de carteles inspirados en el muralismo mexicano y en los que se exalta la defensa del petróleo, el gas y la energía en manos estatales (todo lo que luego sería subastado en la nueva Argentina de Menem). Cristina, más cerca de las Veinte Verdades que del riojano, debió reparar en esa contradicción al recibir a Madonna en la sede presidencial, en 2008. 

Cuando, años antes, la cantante había ocupado el balcón presidencial para hacer la mímica de “Don't cry for me….” se escenificaba en Buenos Aires otra paradoja. La canción, en rigor, tiene algo de refutación del mismo propósito didáctico de Evita. Como señaló Stephen Citron en Sondheim and Lloyd Webber si la obra había sido criticada en Estados Unidos “por ensalzar a un monstruo, a un fraude, ¿no será que esta letra es tan honesta que, unida a su música y a una magnífica interpretación de Elaine Paige, Susannah Fellowes o Patti LuPone, o de las Evitas que vinieron después (habría que añadir a Elena Roger), podría incluso derretir el corazón más antifascista?”. O sea: el melos se imponía a la chirle pedagogía política. 

En el disco, Evita finaliza con su muerte y funeral. Para el musical, Prince recomendó reponer información que faltaba en el vinilo. Por eso, una voz en off le cuenta a los espectadores que el cuerpo de la “abanderada de los humildes” había sido robado por los militares y regresó a Argentina el 17 de noviembre de 1974. Les informa que el féretro permaneció luego expuesto en una cripta de la residencia presidencial de Olivos y fue enterrado en octubre de 1976. Aquel libro que acompañó al musical tiene, sobre el final, un añadido profundamente perturbador: “el presidente Videla es ahora el hombre que lucha por mantener unida a Argentina. Es una tarea monumental y él y su gobierno necesitarán algunas de las cualidades de María Eva Duarte de Perón si quieren tener éxito. Pero no todas: probablemente sea mejor que la loca, magnífica y demoníaca complejidad que era Evita Perón ya no esté inspirando y corrompiendo a millones de personas desde el balcón de la Casa Rosada. Si pudiera, lo haría; si viviera hoy no tendría aún sesenta años”.

AG/CC

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