Lo atamos con alambre
Muchas personas confunden su gusto con la literatura, es un error fatal. Suele pasarle más a la gente joven, sobre todo en esa época en que quieren reafirmar su voz personal -algo de lo que hay que huir como la peste-, pero también este fenómeno se ve en gente mayor, en escritoras o escritores con obra.
Cuando volví de viajar, a los veintitrés años, decidí que quería escribir poesía y fui a una librería y le pregunté al vendedor cuál era el libro de poesía argentina que estaba funcionando. ¿Funcionando?, me preguntó incrédulo. Mirá, me dijo, éste es el que más circula de boca en boca y, a veces, se vende. Y me dio Alambres, de Néstor Perlongher. Lo había editado Ultimo reino, una editorial especializada en poesía. Me lo llevé a mi casa y lo empecé a leer. No entendí nada. Sentí hostilidad hacia Perlongher. Sobre todo porque yo no iba a poder escribir de esa manera nunca. En vez de ser un soldador, yo era un soldado y las estéticas que no me gustaban eran mis enemigas. Lo mismo me pasó durante la dictadura con la música disco. Ir a la discoteca a bailar, me parecía un terreno salvaje, para el que me tenía que vestir y modificar mi apariencia. Así que también detestaba la música disco. No fue hasta que pasó mucho tiempo que pude disfrutar y cantar y bailar la música disco y las estéticas de escritura disímiles a la mía. Hasta que las pude ensamblar e investigar con placer. En vez de sintetizar, hice crecer la diferencia. Pero me llevo años, y lo lamento.
Una vez me contó un amigo que se encontró con Paco Urondo en la clandestinidad. Urondo, que era un tipo jodón, muy divertido, según mi amigo, estaba serio, vestido de soldado. Mi amigo me dijo que eso le llamó la atención. No se puede ganar una revolución cuando militarizás el ánimo. No se puede hacer una revolución sin reirse. El hombre duro busca la palabra justa en la pastilla de cianuro. Pero me encantó que el nombre de guerra de Urondo fuera “Ortiz”. Porque era un homenaje a Juan L Ortiz uno de los grandes poetas argentinos. Ortiz, tan parecido a Ho Che Minh. Largo y estilizado, con la bombilla del mate más larga que las comunes, con sus perros galgos, largos y estilizados, todos sus objetos hechos a su imagen y semejanza, como hace Batman. Sus poemas largos en la página que se vuelven oro en la tarde y en las orejas de Diana, su perra.
Es común que nos digan que no hay que pagarse la publicación de nuestros libros. Pero Juanele se los pagaba, Rimbaud le pidió plata a la madre para imprimir Una temporada en el infierno y César Vallejo se autoeditó Los Heraldos Negros y Trilce. Estos ejemplos bastarían para terminar con ese prejuicio.
Yo me sentaba a la mesa para escribir, justo donde me pegaba esa astilla de sol, con un sobretodo negro puesto.
Muere nuestro perro o muere un ser querido o alguien nos deja o nos enamoramos e inmediatamente queremos escribir un poema. El poema surge de la emoción pero es difícil escribir mientras permanece la emoción. Escribas en la estética que escribas, lo que hay que lograr es la impersonalidad en la ejecución del poema. Y el desapego. Voy con mi hermano Juan en el auto a visitar la tumba de mi madre. Es la primera vez que vamos desde que falleció. Llevamos flores. Lloramos en la tumba. Cuando volvemos nos cruza la barrera para que pase el tren. Vemos unos chicos que juegan poniendo monedas en la vias, para que las alisen la ruedas de acero del tren de Oeste. Cuando vuelvo a mi casa, empiezo a escribir un poema larguísimo, muy emocionado, sobre la visita a la tumba de mi madre, todo un tema poético muy transitado. Pero el poema sobre la visita a la tumba de mi madre no me gusta, no me sale. En cambio, hay ciertos tramos del poema donde se describe cómo unos chicos ponen monedas en las vías. ¿Qué hago? ¿Sigo al poema o sigo a lo que yo quería escribir?. Sigo al poema. Al final, sólo quedan en la página, esos chicos jugando y ninguna alusión a la muerte de mi vieja, ninguna visita al cementerio, nada.
Escribí un libro que se llama El salmón. Lo empecé a trabajar cuando estaba viviendo en la casa de Juan Desiderio, quien se había ido a Costa Rica. La casa era una heladera y sólo había una pequeña ventanita por la que pasaba un rayo de sol. Yo me sentaba a la mesa para escribir, justo donde me pegaba esa astilla de sol, con un sobretodo negro puesto. Entonces, cada vez que tenía que sacar la mano para escribir un verso, lo pensaba mucho, porque hacía frío. Por eso el libro es de versos cortos. No hay una especulación intelectual detrás. A medida que avanza el libro y llega la primavera, los poemas se hace más largos.
FC
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