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Opinión

Chile: apostar por lo que no se sabe

Chile
El escritor chileno Rafael Gumucio
17 de mayo de 2021 16:37 h

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Mientras escribo esto no tengo aún los resultados completos de esta elección (*). Muchos distritos aún se pelean voto a voto, que es algo que la mayoría de los analistas no creían posible el día de ayer. La unidad de la derecha al parecer no la salvó del desastre total. Ni el de la izquierda concertacionista y todos sus partidos. Los electores han preferido para esta nueva Constitución gente nueva, lo que parece absolutamente coherente. Entre ellos veo muchos rostros capaces, sensatos. De todos los partidos, el que va arrasando es el partido “otros”; es decir, el independiente. Después de todo, el 18 de octubre fue también eso: una gran ansia de algo que no se pareciera nada a lo anterior. El hecho de que hayamos pasado la ultima década en manos de dos personas, Piñera y Bachelet, que se intercambiaban la presidencia, terminó para subrayar la impresión de que el tiempo de alguna manera se había quedado parado, que el futuro era el pasado, que nada en manos de los mismos podía ser nunca nuevo. 

Una economía, una televisión, una literatura, un periodismo, un arte en general que también parecían estancarse fueron síntoma de lo mismo. La sociedad chilena, con el avenimiento de una nueva clase media, con la llegada de la inmigración, cambió de espaldas a los que debían interpretarla, que seguían hablando de un país “pacato”, conservador y provinciano (siendo uno de los más tecnologizados del mundo). La caída programada de todas las instituciones de referencias desde Carabineros a las monjas del colegio, hizo el resto. La idea de continuidad histórica que estas instituciones proveían se vino abajo con ellas. Aunque que quizás sea al revés, la idea de que la continuidad y la tradición importan fue lo que permitió mirar todo lo que hay de oscura de ella sin rescatar su utilidad. Cundió la idea de que la historia era una sucesión de fraudes cometidos contra ti. Tú, convertido en la única institución confiable.

Todo eso era nuevo. Tan nuevo que no tenía cómo nombrarse. La victoria del Frente Amplio en las últimas parlamentarias y los resultados auspiciosos de Beatriz Sánchez en las presidenciales fueron una forma de decir que “Chile cambió”. Frase que se convirtió en un lugar común que permitía al que la pronunciaba evitar comprender de qué estaba hecho ese cambio. Un cambio que se hace visible y palpable en la actitud completamente nueva que tenemos los chilenos de hoy ante la novedad y el cambio. Una actitud radicalmente distinta a la que ha sido la tónica misma de nuestra historia.

El país serio y aburrido que vota por partidos políticos ideológicamente definidos fue siempre en parte un mito. Basta nombrar a Fra Fra, Ibáñez, el cura de Catapilco o Parisi. Pero hay de Frei Montalva a Bachelet una cierta continuidad de la que incluso es parte la dictadura. Es cosa de ver el destino de las principales políticas del gobierno del primer Frei: la nacionalización del cobre y la reforma agraria. Políticas resistidas y odiadas a veces, que ni siquiera la dictadura pudo revertir. Otro tanto podría decirse al revés de las AFP y las privatización de la educación y la salud, políticas que comenzó la dictadura y perfeccionó la democracia. 

Chile fue, para bien y para mal, un país que continúa. Un país donde las cosas pueden, a diferencia de sus vecinos, planificarse a dos, tres, cuatro, diez años plazo. Un país que perpetua su injusticia y que también construye planes y políticas contínuas para reparar algunas de ellas. Es lo que simboliza el plan de vacunación, un logro de varios gobiernos sucesivos y contrarios que impiden, a la hora de la catástrofe, la improvisación. Lo mismo se puede decir justamente de la ONEMI o de las políticas de nutrición y pavimentación. Algo de ese espíritu de continuidad hizo que la maquiavélica pero genial invención de Pepe Piñera llamaba AFP siguiera avanzando a pesar de que todos los expertos sabían que terminaría mal. Y claro, habría que haber tenido la valentía de saltarse las comisiones y los planes para paliar el desastre, e ir al corazón del problema cuando aún no era irremediable. Pero justamente ese carácter contínuo, lento pero seguro de la política chilena, no permitió ese salto. Cuando los expertos lograron que los políticos los escucharan y viceversa, las AFP ya les habían entregado a miles de chilenos pensiones que eran puro insulto.

Por eso no es un azar que haya sido el metro, el símbolo mismo de la continuidad de gobierno a gobierno (lo planificó Frei I, lo empezó a construir Allende, lo inauguró Pinochet, etc), el que se quemó. Digo “se quemó” porque de modo inverosímil ninguna de las instituciones policiales, judiciales o periodísticas del país saben aún quienes lo quemaron y por qué. Quizás esa ausencia de responsable diga algo profundo: El metro es un lugar donde uno espera, pacientemente o no, que llegue tu vagón. Un lugar que te transporta a su ritmo, inmutable y rutinario, en carros llenos e impersonales. Es la continuidad de un tiempo dirigido desde una cabina de control, lejos, muy lejos de tus urgencias y tus ganas. Esas nuevas ganas, ese nuevo tono de la vida, es la que de repente quiso volver a dibujar la cuidad a su ritmo, con su urgencia.

“Cuando los expertos lograron que los políticos los escucharan y viceversa, las AFP ya les habían entregado a miles de chilenos pensiones que eran puro insulto”.

Chile ya hace tiempo no era el tranquilo y dormido Pelotillehue con sus sonámbulos y sus cocodrilos saliendo de la alcantarilla, sino el Springrifeld de los Simpson donde los políticos son siempre ladrones y corruptos los policías, y sin escrúpulos los empresarios. La emergencia de ese nuevo imaginario es parte de lo que ha estado, marcha tras marcha y elección tras elección, tratando de imponerse ante la sordera de la prensa. Chao el Condorito que exige una explicación, nosotros la arrancamos directo de la historia. Esperanza de cambio, necesidad de transformación por supuesto, pero también lo contrario.

¿Qué hay menos nuevo que la novedad? Un desconocido es desconocido sólo hasta que lo conoces, momento en que pierde su principal atributo, no ser de los mismos de siempre. Apostar por lo que no se conoce es por cierto una muestra de confianza y también una manera de adelantarse a una decepción segura. Los poderosos de siempre tienen sin duda la mayoría de los defectos que se les atribuyen, y algunos más. ¿Pero qué pasa con los poderosos de nunca? Los apasionantes meses que empiezan hoy nos lo dirán. Nombres como el de Patricio Fernández, Agustín Squella, Roberto Celedón, Fernando Atria, Patricia Politzer y de alguna manera especial Renato Garín procurarán a elevar el debate. Otras voces de otros ámbitos prometen sorprender. Varias estrellas están por nacer, lo que nunca esta de más en un firmamento tan oscuro como el nuestro. Lo único que sabemos a ciencia cierta es que esta asamblea será cualquier cosa menos predecible. Eso puede ser una bendición o una maldición, todo depende de la rara mezcla de sentido común e imaginación que estos tiempos nos exigen (mezcla que por suerte habita en algunos de los elegidos). Por de pronto es ya una lección: aprender a no saber, vivir la incerteza con algo de confianza, un poco de placer y mucho, quizás demasiado, vértigo.

La columna se reproduce por gentileza de The Clinic.

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