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ESCALA HUMANA

Comer afuera en la era Milei

El restaurante Green Bamboo, en Palermo.

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Sé que esta columna a veces suena a lamento, a desesperanza. Busco temas que me habiliten una visión más luminosa, una postura más proactiva. También sé que, cuando pensé este formato hace medio año, este gobierno aún no me había oscurecido el ánimo. Pero es la que toca: inevitablemente, Escala Humana es un retrato de la Ciudad en tiempos de Milei. El mismo que dijo que, antes que comer, preferiría sobrevivir a pastillas.

Sin que a nadie le sorprenda, una de las primeras víctimas de sus políticas es la gastronomía. El repunte post-pandemia hoy se choca con restaurantes vacíos y tickets más bajos. El hilo se corta por uno de los rubros más importantes de esta ciudad turística. Paradójicamente, uno de los gremios con salarios más reducidos tiene una filial porteña que no hace paro y se alimenta a su vez de uno de los colectivos de trabajadores menos organizados, como son los de aplicaciones de delivery. 

En los últimos años, los restaurantes estuvieron llenos porque además de buenos eran más baratos, por las ganas de distenderse y salir post-pandemia, y porque, con el peso perdiendo valor, mucha gente elegía gastarlos rápido en una experiencia tan placentera como la gastronómica. También porque, para algunos segmentos de la población, todavía había cierto margen, ahora quemado por los tarifazos, el mismo que también ahoga a los locales.

La escena gastronómica porteña ganó clientela, y también experimentación y calidad. Ahora gana además inflación en dólares, como en todos lados en esta ciudad. El terreno conquistado a fuerza de creatividad y valentía se va perdiendo tan rápido como el desarrollo económico (la facturación cayó un 30%) y los puestos de trabajo. Lo mismo ocurre con la calidad del producto y su valor nutricional. 

Pero, si hablamos de la ciudad, hay una pérdida particular: la de su paisaje gastronómico, uno de los responsables de los récords turísticos de la que supo ser declarada Capital Gastronómica. Buena parte de los locales antes llenos o con todo reservado ahora cuentan con mesa cada día de la semana. 

Así como se pierde la clase media, se pierde el punto medio entre la gastronomía más accesible y la más cara. “Van a sobrevivir los muy baratos y los de 40 o 50 lucas para arriba, que apuntan a otro público”, me resume Cabito Massa Alcántara, socio de Mondongo & Coliflor, una cantina de precio intermedio en Parque Chacabuco.

En este nuevo paisaje en crisis, se pierde la experiencia en sí misma, con todo lo sensorial que implica: el placer visual de un plato bien presentado, la música que forman el choque de cubiertos y el murmullo de la gente, el aroma de una parrilla o del café recién molido. El goce, señor presidente.

Hay dos tendencias que luchan. Por un lado, persiste la búsqueda de cierta autenticidad, encarnada por los bares barriales que se mantienen, los locales gastronómicos únicos en su especie y los cafés notables recuperados. Por el otro, ganan cada vez más poder relativo las cadenas, punta de lanza gastronómica en barrios sin circuito y ahora también protagonistas de avenidas como Corrientes, donde la pizza de franquicia barrió con La Rey y amenaza a sus vecinas. Mientras tanto, al final del corredor, duerme un espacio que supo ser vidriera de las gastronomías regionales: Piso 9 en el CCK, que después sería Cocina Abierta.

Además de las cadenas más fuertes, crecen otras más modestas. Sus nombres son tan genéricos como sus productos: “Big” esto, “Express” lo otro, “Mister” no sé qué. Imposible acordarse; menos aún singularizarlas. Sus platos se elaboran a granel y lejos. De a poco se pierde el valor de lo preparado en la cocina propia del restaurante y, de paso, cierta soberanía alimentaria. 

Esos locales, fácilmente desmontables si cae el rendimiento o sube el alquiler, se nutren de cadetes de aplicaciones o, en el mejor de los casos, de clientes directos que sólo retiran, sin siquiera poder quedarse comiendo ahí. Se nutren, también, de una crisis económica que impide a cada vez más gente comer no ya en un restaurante sofisticado, sino también en sencillos bodegones o pizzerías. En esos lugares la relación restaurante-comensal apenas existe.

Esta situación conecta con una crisis mundial de los llamados “terceros espacios”, un término popularizado por el sociólogo urbano estadounidense Raymond Oldenburg. Él los definía como “lugares públicos en terreno neutral donde la gente puede reunirse e interactuar”. En otras palabras: el club, la plaza, la biblioteca, el bar y algunos restaurantes informales. Son esenciales para construir comunidad, porque permiten interacciones sociales que no ocurren en el hogar (primer espacio) ni en el trabajo (segundo). 

Hoy ese rol fundamental está en crisis, a nivel local y planetario. En Buenos Aires, por la suba del costo asociado. En la definición de Oldenburg, un “tercer espacio” no es necesariamente gratuito, pero sí accesible, algo cada vez más difícil de encontrar en nuestra gastronomía si los salarios siguen frenados. 

En el mundo en general, cada vez más cafés exigen a sus clientes que consuman algo cada cierto tiempo. Y no hablo de bares independientes con comensales que hacen mil videollamadas, sino de cadenas internacionales que obligan a sus empleados a preguntar a cada hora si se quiere comprar algo más, incluso cuando apenas pasó un rato, como ha sido mi caso. 

Hablo con Julián Díaz, dueño de bares como Roma y Los Galgos, porque sé que este tema lo obsesiona. Me recuerda que, “incluso en 2001, el porteño seguía saliendo a comer, porque dentro de eso está el millón de cosas que son parte de la vida, de la salud, de encontrarse con gente, de probar otra cosa. Más que nunca hay que seguir defendiendo la gastronomía como cultura, que es más que dar de comer”. 

Y vaya si lo es. Entre todas las pérdidas que enumero, quizás la más grave sea, cuándo no, de la clase trabajadora. No sólo por los puestos que se extinguen, sino también por la paulatina desaparición de ese pequeño gran lujo de poder comer afuera, al menos de dorapa. Hoy no es más disfrutar de pie, sino esperar parado. En ese vaso de birra o moscato, en ese plato, en ese encuentro no sólo hay alimento, también hay goce y dignidad.

KN/DTC

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