De consensos positivos y negativos
El Colegio Electoral fue instituido por la Constitución de 1853. La Constitución de 1949 lo dejó sin efecto y la autodenominada Revolución Libertadora lo restituyó. Quienes votaban un candidato lo hacían, en realidad, por un elector que llevaría ese nombre al Colegio y lo defendería. El sistema servía –o debería haber servido– para evitar que una primera minoría sin respaldo –es decir, sin poder para gobernar– pudiera asumir la administración del Poder Ejecutivo.
Se esperaba que en el Colegio Electoral hubiera negociaciones –no de nombres sino de políticas– que permitieran a alguna de las minorías lograr el apoyo suficiente para poder gobernar. Se partía de la base, obviamente –no se trataba de un sistema bipartito–, de que nadie podía tener por sí solo más de un 50% y de que las negociaciones eran esenciales para la gobernabilidad. Para que varias minorías pudieran constituirse en mayoría.
El Sistema Parlamentario, aplicado en 38 de los 50 estados europeos, persigue aproximadamente el mismo fin. Y, si se lo piensa, el sistema de voto directo con segunda vuelta, creado en Francia por Napoleón III, en 1852 –de ahí la palabra ballotage–, que está vigente en la Argentina desde la reforma constitucional de 1994, con su extenso período entre ambas vueltas, busca exactamente lo mismo: que esas minorías negocien con los partidos restantes concesiones programáticas que les aseguren el apoyo de sus votantes.
El parlamentarismo jamás se aplicó en la Argentina –aunque Raúl Alfonsín lo tuvo en mente en algún momento–. Los otros dos sistemas sí. Y jamás funcionaron como se esperaba.
En las épocas en que elegía el Colegio Electoral, ungía, simplemente, a la minoría más votada. Por eso en las elecciones del 7 de julio de 1963, con el peronismo proscripto y apenas el 25 % de votos a su fórmula –Arturo Illia y Carlos Perette–, el radicalismo asumió el Poder Ejecutivo sin ninguna negociación programática y sin alianza efectiva alguna que le permitiera un apoyo mayor que el de su magro porcentual electoral. Y en las elecciones en que estuvo vigente el balotaje (castellanización de la palabra francesa original), los aproximadamente 30 días entre la primera y la segunda vuelta apenas sirvieron para que los votantes que no habían elegido a ninguna de las dos primeras minorías cavilaran acerca de qué penas le resultarían menos intolerables, en el caso de que una o la otra gobernaran. Tal vez el único caso en que una de esas fuerzas intentó alguna negociación política que permitiera una base de apoyo mayor (y un cambio de escena real para los votantes) fue cuando Alberto Fernández buscó sumar a Roberto Lavagna. Y, por supuesto, tampoco funcionó.
Es imposible lograr un acuerdo de más del 50% sin negociación alguna. Un consenso negativo, en cambio, se obtiene mucho más fácilmente.
En los hechos, la segunda vuelta podría ser el día siguiente que la primera, dado que entre una y otra no pasa nada salvo el evidente recorte de la oferta.
La novedad de las elecciones que se avecinan no es, como se dice, la división en tercios aproximados de las intenciones de voto. Lo nuevo es que ninguno de los candidatos probables, por lo menos hasta ahora, parece capaz de hablarle al 66% que no lo votaría. En los casos de los candidatos de ultraderecha puede adivinarse, además, un 33% francamente adverso que, en un eventual desempate que los tuviera como protagonistas, simplemente no podría elegir.
La promocionada grieta, caballito de batalla de los últimos dieciséis años, no ha sido otra cosa, en rigor, que la expresión de la incapacidad para lograr consensos positivos. Es imposible lograr un acuerdo de más del 50% sin negociación alguna. Un consenso negativo, en cambio, se obtiene mucho más fácilmente. Los que odian una enfermedad, por ejemplo, son muchos. Los que aprueban unos u otros tratamientos son, por supuesto, muchos menos. El daño causado a la sociedad por gran parte de los políticos y la casi totalidad de los medios de comunicación ha sido, en ese sentido, incalculable.
En más de quince años de estímulo y retroalimentación del consenso negativo como único argumento, la ya escasa capacidad de negociación de los argentinos se ha reducido a cero.
El tablero no solo muestra un inusual jaque entre tres –o cuatro– que no pueden lograr acuerdos ni siquiera en sus propias fuerzas políticas. Hay tres partidos que podrían ganar una primera vuelta, pero ninguno que parezca capaz de triunfar en la segunda. Y hay, además, un escenario general de confrontación y crisis, con más de un 50% de pobres, en el que la discusión acerca de quiénes y cómo pagarán –y de cómo lograrlo– será inevitable. No hay demasiadas posibilidades reales. Una es volver a poner en el tablero el trabajoso e impopular recurso de la negociación. El otro, al que apuestan –sabiéndolo o no– por lo menos dos de los posibles candidatos, es el incendio. No es improbable. Ha habido guerras civiles por mucho menos.
DF
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