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Opinión

Dárgelos chabón

“Hago música para que les guste a todos, nunca me planteé que existe un publico para nosotros", dijo Adrián Dárgelos en una entrevista de 2005.

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Iban veinte minutos de la entrevista de Adrián Dárgelos para Caja Negra cuando el entrevistador le pregunta por Constitución: “Tu papá era diariero, ¿no? Me interesa eso de tu relación con el mundo ese… ¿Qué era, en Constitución donde tenía el puesto?”. Dárgelos empieza entonces con su respuesta: habla de unos túneles que salían del hall central y se extendían debajo de los andenes por cientos de metros, y después se dispone a hablar del baño. Dice “el baño de Constitución”, espera dos segundos, lo mira y lanza el desafío: “¿fuiste?”. Es uno de los poquísimos momentos, si no el único, en que el entrevistado se muestra interesado por el entrevistador. El entrevistador responde nervioso y la primera palabra no se entiende. Dice: “debo haber ido alguna vez, sí, pero ni me acuerdo la verdad”. 

En ese momento podría haber sonado de fondo «Trans-algo», una canción del que era, en el momento de la entrevista, el último disco de la banda, y que en un contracanto bastante oculto dice: “Sé que no es cool admitirlo, por eso me gusta ponerte incómodo”.

Pero también podría haber sonado algún himno de pertenencia barrial como «Homero» o «Desde lejos no se ve» o «Sapo de otro pozo». O «4 AM», esa canción de Miami que dice “Nos encontramos en Plaza Constitución y no sabías dónde ibas”. 

Un poco antes en la entrevista Dárgelos dice que no le gusta viajar excepto que sea en bicicleta. Recordé entonces que un periodista que se aprestaba a entrevistarlo para una revista le dijo, antes de encender el grabador, algo sobre que el compositor y cantante había llegado al lugar del encuentro en bicicleta. El subtexto era: “qué cool” o “qué buena onda”. Dárgelos lo cortó mal: “¿dónde creciste vos?”. El periodista le respondió que en Palermo y Dárgelos le dijo: “Yo crecí en Provincia y ahí la gente va a todos lados en bicicleta”. 

Evoqué también, porque un recuerda lleva al otro, que una vez viajaba en taxi y en la radio estaba de invitado Diego Uma, el hermano de Adrián. Conversaba con una oyente, le preguntó de dónde era y la oyente le dijo que era de Palermo. Entonces Diego respondió: “¡Qué suerte! Yo soy de Lanús”.

Constitución, Provincia, Lanús. No deja de admirarme que los antagonistas del rock chabón exhiban un temperamento tan descaradamente barrial en las entrevistas e incluso en su discografía a lo largo de décadas, desde “yo nací en Lanús, ciudad y gueto” («Desarmate», 1994) hasta “busco emanciparlos de la duda y dejarlos en Constitución  para que vean” («Orfeo», 2018).

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En 2000, en la víspera de pegarla, Martin Souto le preguntó a Dárgelos en un programa de Canal Siete: “¿Hay algo que defina a la gente que sigue a los Babasonicos? ¿O no?”. Y Dárgelos respondió: “No, yo no creo...”. Esto es importante, porque Babasónicos había atravesado la década del noventa ocupándose de no tener una identidad o, en todo caso, de tener una identidad cambiante: Dopádromo, Babasónica y Miami son discos tan distintos entre sí que a duras penas podría adivinarse que detrás de los tres está la misma banda. Miami, en particular, es ya un disco impensable: cada integrante iba al estudio y grababa su parte. Se nota que nadie estaba pensando el conjunto, porque nadie puede pensar eso. Y la respuesta a Souto cifraba en un público impreciso la riqueza de la banda. 

Esto, en aquel momento, suponía transformar en valor lo que a simple vista era disvalor: las bandas de rock chabón, que eran las más exitosas y masivas, se preciaban de tener una identidad. En consecuencia su público era reconocible. Pero es justamente la identidad lo que sobrevuela, como algo negativo, muchas de las declaraciones de Dárgelos sobre aquella escena: “durante los gobiernos de Menem los grupos musicales con un mensaje que podía ser identificable desde el lamento y la pobreza tuvieron más éxito”. Eso era lo que Babasónicos no quería hacer. 

Más tarde, a finales de 2005 y ya después del terremoto de Jessico, Infame y Anoche, Dárgelos decía en la revista Viva: “Hago música para que les guste a todos, nunca me planteé que existe un publico para nosotros”. Así legalizaba, respetando las premisas y sin hacer trampa, la masividad que la banda había logrado. (Aunque, mientras tanto, entre los fans de la primera hora podía escucharse algo con lo que la banda siempre discutió: desde Jessico, decían quienes conocían la discografía previa, todo había sido más conservador y menos arriesgado).

En la misma entrevista Dárgelos también decía, aludiendo a Callejeros y marcando distancia: “En veinte años no me han prendido bengalas, tal vez alguna acá o allá, pero nos es algo ajeno”. 

Se ha querido ver en «Pobre duende», canción de ochenta y ocho segundos editada unos meses después de Cromañón, una toma de posición respecto del fenómeno. Bastante más literal resulta la canción «Once», que en otro contracanto oculto dice “chicos y chicas bailan en el funeral del rock”. Lo raro es que es la última canción (la que mira al futuro) de Infame, que salió en octubre de 2003, catorce meses antes del incendio. Cosa de mandinga. 

Todavía hoy se ve a metros de la estación de tren un mural con Adrián en uno de sus gestos típicos y, al lado, el caballo de Infame. Está en la esquina de Pueyrredón y Sarmiento.

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La noche del 30 de septiembre de 2006 fui al Club Ciudad a ver a Babasónicos en el marco del Pepsi Music. La banda ya había conquistado América y yo solía entrar a YouTube a verlos en su itinerario. Dato de color: en ese momento la búsqueda de “Babasónicos”, sin tilde, arrojaba 186 resultados, y la de “Babasónicos” 27. Cuando entraba a algún video lo veía a Adrián cantando «Putita» en Los Angeles o «Yegua» en Zaragoza o «Risa» en Puebla y soñaba que yo también viajaba mucho. Entonces ese sábado fui al Club Ciudad y me metí en mi sueño de costado. 

Pero antes de Babasónicos, que cerraba la noche, tocó Intoxicados, a los que también quería ver. Para mi sorpresa me encontré con una banda muy sofisticada y lookeada: si no me avisaban, hubiera pensado que los músicos eran los de Illya Kuryaki and the Valderramas.

Hacia el final del show el baterista empezó a tocar una base y Pity Álvarez avisó que iban a tocar un cover y dijo: “Un desafío nada más. ¿A ver si anda mi amigo por ahí? ¿A ver Adriancito?”.

entonces entró Dárgelos y le dio a Pity un abrazo increíble para su gestualidad pública: casi se le cuelga. Para completar el barroco, el guitarrista empezó a tocar el arpegio inicial de «Rezo por vos» de García y Spinetta. La silbatina, impresionante, no se interrumpió en ningún momento de la canción. Fue uno de los momentos más importantes de mi primera adultez. Cantaron «Patinador sagrado» y Adrián parecía feliz mientras el público lo abucheaba.

¿Por qué Adrián subió aquella noche al show de Intoxicados? Supongo que porque Pity venía del ámbito barrial pero, en un gesto rockero, no estaba identificado con su público. De hecho la gente le pidió toda la noche por el regreso de Viejas Locas pero Pity siguió profundizando una narrativa interestelar (Otro día en el planeta Tierra, El exilio de las especies) que, en términos sociales, significó acercarse durante algunos años a la galaxia de la clase media.

 

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Por algún motivo que desconozco, siempre que se habla de Jessico se habla también de la crisis de 2001. Lo hace el artículo del disco en Wikipedia, que en el primer párrafo dice: “…en el momento donde había ocurrido una crisis en diciembre de 2001 en el país”. Lo hace la Rolling Stone en su libro Los cien mejores discos del rock nacional: “desde el fondo de la crisis argentina”. El sitio mexicano Indie Rocks! lo llama “el disco de la crisis”. El artículo de la revista El Planeta Urbano sobre el disco empieza así: “la Argentina de 2001 era un país en plena crisis”. El especial de Filo News anuncia: “en plena crisis argentina sale Jessico”. Son unos pocos ejemplos; podrían ser muchos más.  

Lo llamativo de la asociación es que nunca está justificada. Es cierto que el país estaba derrumbándose o a punto de incendiarse (esas son las metáforas), pero la relación de esa circunstancia con la impronta del disco nunca se establece. Además, notoriamente, Jessico no necesita a la crisis: se lo disfruta sin problemas en Tuluá y en San Luis Potosí.  

Propongo entonces que con Jessico Babasónicos entró en las grandes ligas del rock nacional, pero para eso debió pagar un precio: como su antítesis chabona, tenía que empezar a hablar de la realidad argentina. Sólo así, acercándose a nuestras crisis, y en particular confundiéndose con una de ellas, la banda podría ser verdaderamente popular y nuestra. (Veinte años después Taragüi lanzaría una campaña sancionando la existencia de una argentinidad babasónica: “oh sí, me gusta el mate cocido, ¿y qué?”)

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En una nota aparecida en Anfibia en 2014 se lee: “En 2008, Dárgelos dijo que este gobierno [el de Cristina Fernández] se acerca a lo que yo siempre vi como causas nobles´. Y es que 2001 encontró a los Babas con uno de sus mejores discos en las manos y sin saber qué hacer”.

El fragmento propone una lectura de Jessico no solamente política y social, sino propiamente partidaria. La conexión causal (“y es que”) puede parecer apresurada pero es precisa, une explícitamente lo que percibe como porciones de una misma torta y permite vislumbrar una sensibilidad para la que Jessico y el kirchnerismo están muy cerca. 

Un disco, una corriente política y un debate infinito que los alcanza por igual y, más aún, los constituye a ambos: ¿son conservadores o arriesgados? ¿Simples o sofisticados? ¿De derecha o de izquierda? 

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