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David Bowie y el testamento traicionado por un magnífico juguete

David Bowie

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David Bowie Toy Box, 2022

Milan Kundera escribió, en 1993, acerca de las voluntades de los artistas con respecto a sus obras y a quienes, para salvarlas, los traicionan. El libro, Los testamentos traicionados, hablaba entre otros de Max Brod que, desconociendo el mandato de su amigo Franz Kafka, después de la muerte del escritor organizó la publicación de sus textos en lugar de la pretendida destrucción. Sonatas incompletas, Requiems completados, borradores donde la magdalena nunca es mojada en el té, Mona Lisas sin sonrisa, las boutades privadas de Borges y Bioy convertidas en públicas o Let it Be sin Phil Spector son prueba, en todo caso, de estas traiciones. Y también, por supuesto, de la voracidad de quienes queremos saberlo todo de los creadores amados, incluyendo aquello que ellos nunca quisieron que supiéramos.

 Hace dos años, la publicación de Ya no mires atrás, de Luis Alberto Spinetta, de cuya muerte se cumplen este 8 de febrero diez años, puso en escena algunas de estas cuestiones. Qué derecho había, al fin y al cabo, de escuchar lo que el artista había decidido no dar a conocer, dejándolo tal vez como boceto para obras futuras. Y qué derecho habría habido, por el otro lado, a mantener en las sombras una obra en la que, a pesar de su incompletud evidente, brillaban, como siempre y aunque fuera en potencia, la imaginación y el talento de uno de los creadores más importantes del último medio siglo.

La edición reciente de un álbum triple conteniendo un disco completo que David Bowie descartó en vida más dos con versiones alternativas o en borrador de esos mismos temas (traición doble si se quiere) actualiza la discusión. Y lo hace porque –hay que aclararlo de entrada– hay allí algunas de las canciones más bellas que puedan imaginarse. El disco se llama Toy y entre paréntesis aclara Toy: Box para diferenciarlo del anticipo que se había editado a fin del año pasado como parte de la colección Brilliant Adventure, que recopilaba las grabaciones comprendidas en el período 1992-2001. Había sido grabado en 2001 y se trataba de nuevas versiones de varias de las canciones más antiguas de Bowie –algunas de ellas publicadas todavía con su nombre verdadero, David Jones, o firmadas por Davy Jones y registradas por su grupo de entonces, The Lower Third– más tres nuevas.

Parte de aquel álbum que nunca llegó a publicarse hasta ahora –pero que Internet filtró en 2011– fue a parar a otro proyecto, Heathen –su vigésimo segundo registro en estudio, dado a conocer en 2002–, a bonus tracks de diversas ediciones de ese disco o a distintas recopilaciones. Wikipedia comete, por su parte, un cómico fallido en su traducción al castellano del texto en inglés original. En lugar de decir “un álbum del músico británico David Bowie publicado póstumamente” señala “Toy es un álbum publicado póstumamente por el músico británico David Bowie”, algo más bien imposible, pero cuya formulación habla a las claras de testamentos. Y de traiciones que serían inexistentes si quien las realizara fuera el propio fallecido.

Es posible, en todo caso, pasar por encima de la cuestión de la legitimidad. Aceptar que los artistas pueden equivocarse con respecto al valor de sus obras. Y, eventualmente, ser pragmáticos: estos discos –y esas pinturas y esas novelas y esos cuadros y esos requiems existen–, nadie está obligado a nada con respecto a ellos y, simplemente, ya que están se puede disfrutarlos (o no). Y Toy: Box tiene mucho para disfrutar, empezando por una banda que en el momento de su grabación acababa de terminar su gira de 1999 –presentando el disco Hours–, que culminó con la participación en el Festival de Glastonbury de 2000, y que sonaba con una ajuste, una sutileza y una potencia memorables. El pianista Mike Garson, uno de los integrantes, lo explicó con claridad: “Bowie nos dijo a (Mike) Plati, a mí y al resto del grupo que sonábamos exactamente como él quería y que deseaba poder fijar eso en un disco. Estas nuevas versiones de temas viejos son mil veces mejores que las originales porque Bowie era mil veces mejor. Más maduro, con una voz mucho más rica y mucho más sano.”

 Pero, sobre todo, están las canciones: el estribillo de “I Dig Everything”, las extraordinarias “The London Boys”, “Conversation Piece” –y la conversación entre la voz, la guitarra el contracanto del cello: uno de los puntos más altos del disco– y  “Shadow Man” –el magma de teclado y, en contraluz, las notas casi aisladas del piano y la aparición de la voz. Y es que allí, además, en esa voz y en ese vibrato radica parte de los secretos del en-canto. La voz masculina de David Bowie, una de las pocas grandes voces masculinas del rock –junto a la de otro tranformer, Lou Reed–, en una época en que las voces del rock eran todo lo agudas que se pudiera y en un cuerpo vestido, en sus comienzos, con ropas de mujer.

 En un primera mirada, Bowie es alguien capaz de mimetizarse. Al fin y al cabo, fue ni más ni menos que un mimo, actuando como tal junto al grupo T. Rex, del guitarrista Marc Bolan, estudió para serlo con el coreógrafo y director teatral Lindsay Kemp y llegó a tener, incluso, su propia compañía a la que bautizó The Feathers (las plumas). Pueden encontrarse ecos de la psicodelia en su disco Man of Words, Man of Music, que mucho después pasó a llamarse como su tema más exitoso, Space Oddity (peculiaridad del espacio, en lugar de la odisea –“oddity” y “odissey” suenan de manera similar– de Stanley Kubrick y Arthur Clarke). Puede remitir al soul, en “Young Americans”, al pop electrónico, en su trilogía berlinesa junto con Brian EnoLow, Heroes y Lodger– o a cierto jazz, junto con Pat Metheny, en la magnífica “This is not America”, compuesta para el film The Falcon and the Snowman de John Schlesinger o en su postrer –y genial– Blackstar.

Podía ser Ziggy Stradust o el “delgado duque blanco”. Y también podía ser Bowie que, claro está, no era Bowie sino un David Jones nacido en Brixton, un barrio londinense, en 1947, que debió cambiar su nombre debido a la fama de otro impostor, el verdadero Davy Jones, que formaba parte del grupo más falso de la historia –por lo menos antes de los reallity shows–: The Monkees. Saxofonista en grupos mod como King Bees o Manish Boys (donde también tocó como sesionista Jimmy Page, fundador de Beckenham Arts Lab en 1969, estudiante de pintura en Berlín, coleccionista de la obra pictó¡rica de Mark Rothko y, fundamentalmente, alguien con una extraordinaria capacidad para apropiarse –para vampirizar– los estilos, los gestos, los latidos de una época.  El actor de The Hunger –un film de vampiros dirigido por Tony Scott– fue uno de los héroes de una música vampírica, capaz de devorar a Bach, al experimentalismo de Stockhausen (y su retrato, en la tapa de Sgt, Pepper’s Lonely Hearts Club Band) y, obviamente, al rhythm & Blues. No sorprende que en un gesto verdaderamente póstumo, con este juguete –o con esta magnífica caja de juguetes– el vampiro se haya devorado a sí mismo.

Martín Sosa. Vocales argentinas.

Podría hablarse de una tradición. De Los Quilla Huasi y, por supuesto, del Grupo Vocal Argentino y Los Huanca Huá. Sería sólo parte de la verdad. El compositor, cantante y guitarrista Martín Sosa decidió hacer un disco vocal. Un disco casi a capella –voces y el agregado de percusión a cargo de Juancho Perone– armado en pandemia y donde el protagonismo está en la elección del repertorio –con Juan Quintero y Raúl Carnota entre los autores elegidos­– y en la riqueza de la escritura. Y una pequeña addenda: entre quienes cantan están Jorge Fandermole y Rubén Goldín. Mucho más allá de los planos esquemáticos de melodía y acompañamiento, cada voz es una línea de significado. Y una puerta a múltiples significaciones.

Ayom. Idem

Voces, acordeón, abundante –aunque nunca invasiva– percusión. Un mundo estético que los integrantes del grupo Ayum definen en el recorrido que une Angola con Portugal, Cabo Verde y Brasil. Integrado por músicos nacidos en Brasil, Italia, Grecia y Angola, este grupo que acaba de ganar el premio otorgado por la revista especializada británica Songlines brilla en particular en temas como la exquisita “Valsa das estaçoes”, “Me deixe ser” y “Egum”.

Pergolesi. Stabat Mater. Por Jodie Devos, Adele Charvet, la Maitrise de Radio France y el Concerto de la Loge, con dirección de Julien Chauvin.

Debe haber pocos textos más desgarradores que el del Stabat Mater (estaba la madre, doliente, junto a la cruz, lagrimeante). Y debe haber pocas de sus versiones musicales más poderosamente expresivas que la escrita por Giovanni Battista Pergolesi en 1738, enfermo de tuberculosis y apenas unas semanas antes de norir. Existe una buena cantidad de interpretaciones notables de esta obra (con la de la soprano Emma Kirkby y el contratenor James Bowman a la cabeza, dirigidos por Christopher Hogwood a la cabeza) pero la que acaba de editar el sello francés Harmonia Mundi, conducida por Julien Chauvin, se destaca por varios motivos. Uno de ellos son las voces de Devos y Charvet y una orquesta tan rigurosa en el estilo como sensible y expresiva. Otro es la excelente versión de la Sinfonía “La Passione”, de Haydn, que completa el disco. Pero el más importante es que a partir de investigaciones acerca de la vida de esta obra en los Conciertos Espirituales parisinos del siglo XVIII se recupera la pronunciación francesa del latín y, lejos del último lugar en importancia, de un arreglo con la incorporación de un coro de niños a dos partes que agrega una teatralidad palpable.  La fama y el éxito francés de este drama napolitano bien puede verificarse en el comentario de Rousseau acerca de su primer movimiento: “Lo más perfecto y emocionante que haya salido jamás de la pluma de cualquier compositor”.

DF

 

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