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DESDE LEJOS, CERCA

Por qué deberíamos hablar más con desconocidos

Charlar y conectar.

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Mi abuela tenía la capacidad de hacerse amiga de quien se le sentase al lado. No me acuerdo cómo empezaba las conversaciones, pero en cualquier micro de larga distancia terminaba intercambiando teléfonos con su vecino de asiento. De chica me aburría cuando ella charlaba con todo el mundo. Ahora, de grande, me aterra que alguien como ella se me siente al lado y tenga que hablar todo el viaje. Pero la evidencia muestra que la estrategia de mi abuela, de hablar con todo el mundo, te hace mucho más feliz.

Como yo, muchos tienen la idea de que lo mejor que podemos hacer es viajar en silencio, quizás escuchando música, revisando redes sociales o chateando con amigos. De hecho, cuando les preguntan a las personas qué preferirían hacer durante un viaje es lo que suelen contestar. Pero cuando la gente charla, la pasa mucho mejor.

Así lo probó un estudio que se hizo en los Estados Unidos y luego se replicó en el Reino Unido, en el que le pidieron a las personas que estaban por subirse a un tren urbano que actuaran de maneras diferentes. A un grupo les dijeron que por favor se mantuviesen aislados y no hablasen con nadie. Al segundo grupo, que hicieran lo que hacen habitualmente durante su viaje (que suele ser bastante parecido a mantenerse aislado y no hablar con nadie). Y a un tercer grupo que tratase de entablar una conversación con quien se le sentase al lado. Al final del viaje le pedían a las personas que completaran un formulario donde les preguntaban cuán agradable había sido su viaje.

Y sí, los que habían conversado son los que declaraban un mejor viaje. Generar conexiones con otras personas, aunque sea una charla de 10 minutos en el tren, nos hace muy bien. Somos más sociales de lo que pensamos y hasta esas pequeñas interacciones nos pueden alegrar.

Ahora, ¿lo disfruta también el otro? Uno podría pensar que quien inicia la conversación disfruta más del viaje, pero quien de casualidad estaba al lado y tuvo que seguirla, la sufrió. Pero no. Para analizar esto, los mismos investigadores hicieron un experimento en el que generaron una falsa sala de espera donde dos personas se cruzaban. A una de las personas le daban instrucciones: que empezaran una conversación o que se mantuviese en silencio. La otra persona que estaba en la sala no sabía nada sobre esto, pero al final les preguntaban a ambas cuán placentera había sido la experiencia. Y lo confirmaron: no sólo quien había empezado la conversación evaluaba mejor la experiencia cuando había charlado, también el otro, que no tenía ninguna instrucción. De verdad que nos gusta hablar.

Y por supuesto que no es que le guste a todo el mundo ni todo el tiempo, no se trata de ir por la vida quitándole los auriculares a alguien para charlar sobre el clima o preguntarle algo. Pero cuando están dadas las condiciones, lo disfrutamos bastante más que seguir con nuestra rutina solitaria.

De hecho, esas pequeñas interacciones, no sólo hacen que la espera o el viaje sean más agradables, sino que también nos hacen sentir mejor después. Incluso ayudan a que nos sintamos más conectados. En un estudio, le pidieron a un grupo de personas que llevaran un registro de la cantidad de interacciones que tenían, y que diferenciaran entre las que tenían con lazos fuertes -como amigos o familia- y lazos débiles -una pequeña charla con el verdulero o el mozo- y luego registrarán sus niveles de bienestar. Lo que encontraron es que en los días que tenían más interacciones, las personas reportaban estar mejor. Y, por supuesto, las interacciones con lazos fuertes tienen un mayor impacto. Pero el contacto con los lazos débiles también produce un efecto.

La gran pregunta entonces es por qué no lo hacemos más. Basta con subirse a un tren, un colectivo o un avión para ver que, en la mayoría de los casos, los que charlan son conocidos y es muy posible que las conversaciones entre desconocidos disminuyan a medida que podemos estar más conectados con amigos y conocidos con el celular. Una razón parece ser que tendemos a pensar que la otra persona nos va a rechazar, que no le interesa hablar con nosotros. Quizás pensamos que nos va a contestar con un monosílabo y se va a poner a mirar por la ventana. Pero en la práctica, en los estudios que se hicieron, ninguna de las personas que inició una conversación fue rechazada.

Y si no es el miedo al rechazo, lo siguiente que tendemos a imaginar, es que la conversación va a ser mucho más difícil e incómoda de lo que realmente es. Tenemos esta imagen de una conversación un poco tensa y forzada, del otro contestando incómodo, con silencios y desvíos de miradas. Pero en realidad, cuando esas conversaciones ocurren, fluyen mucho más fácil y son más agradables de lo que esperábamos.

Tenemos tanto miedo al rechazo y a la incomodidad, que preferimos mantenernos aislados todo el tiempo y nos negamos la posibilidad de tener una linda charla. Quizás debería empezar a ser más como mi abuela. 

OS

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