Todos delirantes, cada uno a su manera
Todo el mundo es loco, es decir, delirante. Esta afirmación universal, proferida por Lacan hacia el final de su enseñanza, resultó por entonces sorprendente. Más porque había comenzado aquella reservando el término de Locura para esos sujetos que eran llevados a inventarse significaciones fuera del “sentido común”, por no contar -como los neuróticos-, con la marca simbólica de la función paterna, que les permitía incluirse en un discurso compartido.
Freud ya nos había legado su propio universal: todos neuróticos. Expresaba así que la salud mental no existe como absoluto, que el pasaje por el Complejo de Edipo siempre deja marcas, síntomas de distinto tenor. Este universal no implicaba desconocer que la locura era generalmente patrimonio de aquellos cuya estructuración psíquica se había conformado por fuera de la lógica edípica. Hasta ahí las cosas, tanto para Freud como para Lacan vale el aforismo: no se vuelve loco quien quiere, sino quien puede.
Nuestra época
¿Qué viene a plantear, entonces, esta afirmación universal: todo el mundo es loco, es decir, delirante?
En primer lugar, el estado natal de todos los humanos es una radical ausencia de sentido, frente al que cada uno construye una defensa. Dar sentido a lo que no lo tiene (enigmas de la muerte, el sexo) ya es delirar. Sea del tenor que fuere, - mitológico, edípico, religioso, y por qué no científico o político-, desde esta perspectiva, el delirio es generalizado.
Por otro lado, asistimos a una época donde la consistencia de la función paterna y el orden simbólico ya no son lo que eran. Los instrumentos que permiten leer este mundo mutante ya no siguen las reglas de las tradiciones y los sujetos, liberados de ellas, tienen que inventarse modos particulares de significarlo. Al borrarse la frontera que antes trazaba aquella función, asistimos al delirio de sentido que cada uno se inventa. En términos estrictos, no es menos delirante el fantasma de un neurótico, que el de aquel que expone su locura fuera del “sentido común”. Las locuras se presentan hoy como estilos de vida, modalidades de goce que se conforman como nuevas clases.
Vivimos en una época donde el Otro se presenta bajo dos figuras: inexistente (no hay quien responda) o absoluto. Las subjetividades son atrapadas por la in-creencia o la certeza. En cualquier caso, el Amor –que haría al Goce condescender al deseo- está en déficit. ¿Cómo no percibir el eco de estas cuestiones en nuestras sociedades?
Las religiones tradicionales vienen fracasando a la hora de influir para que sus fieles lleven sus principios a la práctica. O ésta se reduce a los rituales, sin trascender a las instituciones familiares y sociales. Los líderes religiosos caen bajo sospecha de servir a intereses políticos. Su palabra, como mensajeros del Dios que no habla, es degradada. Y cuando los dioses se tornan absolutos y quedan en silencio, aparecen otros afectos. Formas de amor -muerto, mezquino, egoísta, narcisista, etc-. Al mismo tiempo, es posible despertar el odio, la certeza en la malignidad del otro.
El odio es un afecto primario que proviene del rechazo primitivo que el yo segrega hacia el exterior, lo ajeno. El desconocimiento característico de la formación del yo, hace ignorar que eso ajeno está en el interior del ser y que el odio a lo otro es, a la vez, odio a sí mismo. Es la base sobre la cual se montan ciertas formas actuales de discurso político con sus efectos de locura segregativa. Campo propicio para instalar nuevos Dioses cada vez más anónimos, retorno cada vez más feroz del discurso del amo.
El exceso es el rasgo característico de la locura. Cada época propone identificaciones y semblantes que produce “sus locos”. Lejos de los ideales de antaño, “la cosa” se dice sin velo, derramando la baba de su lengua, de arriba hacia abajo. La tontería o la canallada resultan especialmente promovidas. Los desorientados son orientados por los algoritmos.
Hay delirios y delirios
El psicoanálisis –aún-, es un discurso que concibe al síntoma como un palo en la rueda que impide que funcionen como impone el discurso del amo. Al poner en cuestión los semblantes y las totalidades homogeneizantes, como también la raíz psíquica de los impulsos segregativos que anidan en cada uno, cobra una dimensión política. Por eso cualquier forma de totalitarismo es antinómica a la posibilidad de su práctica.
Una práctica que apunta al núcleo del ser, explora los vínculos eróticos del sujeto, haciéndolo responsable de sus elecciones. Desmonta el delirio originario para encontrar la causa del deseo, o bien orienta la construcción de una suplencia que permita un delirio compatible con el lazo social.
Si bien la debilidad por el sentido, generaliza el delirio, la locura de cada uno es singular, cada uno delira a su manera. Quizá les haya trasferido algo del mío.
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