El viernes 18 de julio, la administración Trump II teledirigió su primera andanada sobre el entonces presidente del Supremo Tribunal Federal de Brasil, Alexandre de Moraes, al revocar su visado. El motivo fue el juicio en el que la Corte condenó a Jair Messias Bolsonaro a prisión por intento de golpe de Estado.
El 30 de julio, el Departamento del Tesoro percutó la siguiente arremetida: todos los activos en EE.UU. del magistrado constitucional, fueron congelados. Según Scott Bessent, secretario del Tesoro, el hombre se había arrogado el papel de juez y jurado en una “caza de brujas”; una turbulencia semántica, propia del horizonte de sentido de los Estados Unidos. Se aplicó la Ley Global Magnitsky.
Según una encuesta difundida el 3 de agosto por Datafolha, el 47% de los interrogados apoyaron la revocación a la visa del juez, mientras que el 42% se opuso. El 6 de agosto, se confirmó la aplicación de las tasas; se quintuplicaron las apuntadas a productos clave, como carne y azúcar. Tornillos decorativos de una geopolítica aduanera.
La Casa Blanca acusó a las políticas de Lula de ser una “amenaza inusual y extraordinaria” para la economía y la seguridad nacional. Para la actual administración estadounidense, sólo hay una manera de aplicar el poder: por arriba y por abajo, y ambas son la misma.
El juez De Moraes declaró que las medidas violaban la independencia de los jueces. El gobierno condenó la medida como una represalia injustificada, acusando a EE. UU. de violar principios de soberanía nacional y libre comercio.
El vicepresidente Geraldo Alckmin estimó que la medida afectaba al 36â¯% de las exportaciones brasileñas a EE.UU. En una etapa posterior, señaló que se logró conservar bienes estratégicos, tales como fertilizantes y aeronaves. Hoy, el resultado de las encuestas es diferente respecto de qué porcentaje sigue apoyando las medidas de Trump II. Parafraseando a Groucho Marx, hay muchas cosas en la vida más importantes que el dinero, pero son demasiado caras.
Su estilo y el contenido de sus decisiones han generado atención mundial, lo que probablemente le resulte revitalizante. La intención de su mandíbula y las palabras que profiere desafían: críticas al multilateralismo, reuniones improvisadas, abandonos sin alternativas, y aranceles impuestos a países aliados. Grita una persona no grata.
Su liderazgo ha derivado en caudalosos memes, algo que difícilmente le agrade. Sus acciones en relación con Brasil lo muestran incidiendo en humores domésticos, excediendo los efectos de la política exterior y rozando la injerencia sobre la soberanía de otra nación. Democracia y espirales, con una sombra de tremenda tontería posándose sobre demasiados rasgos al mismo tiempo.
Ernest Renan, en “¿Qué es una nación?” (1882), dijo que una nación es un principio espiritual, una comunidad de destino, fundados en la memoria compartida, la solidaridad, y el sacrificio.
La aparición de organizaciones supranacionales (como la Unión Europea), ha motivado cuestionamientos sobre la transformación de la idea de nación. Se ha pensado en construir una comunidad política postnacional desplazándose de soberanía absoluta a soberanía compartida, y de identidad nacional a identidad múltiple. Así y todo, la idea de nación no ha desaparecido; una razón que no se dejar razonar no es una razón, sino una consigna.
A propósito de Gaza, en Marruecos palpita el concepto de nación. El rojo apagado de la sangre de la población palestina, retenidos entre escombros y decisiones geopolíticas, atrapa a ciudadanos concienzudos.
Marruecos reconoció el Estado de Palestina, reafirmó su compromiso con la solución de dos Estados, y es parte de los Acuerdos de Abrahán, firmados en 2020 entre Israel y varios países árabes, que establecen la normalización diplomática. Multitudes movilizadas en Rabat protestaron contra la ofensiva israelí, y calificaron de traición a la interacción entre los gobiernos.
Serbia no forma parte de la Unión Europea ni de la OTAN. Reconoció oficialmente al Estado de Palestina, y apoya la solución de dos Estados. Las manifestaciones recientes se han enfocado más en temas internos, como la política del presidente Aleksandar VuÄiÄ, que contra la política israelí en Gaza.
El primer ministro británico Keir Starmer, de un país que abandonó la Unión Europea, anunció el reconocimiento del Estado palestino. El viceprimer ministro David Lammy declaró que la situación en Gaza era “indefendible, inhumana y absolutamente injustificable”. Activistas británicos participaron en manifestaciones en Nueva York contra la presencia de Benjamín Netanyahu.
Italia, país miembro de la Unión Europea y el tercer exportador de armas a Israel, no reconoció a Palestina como Estado. Con la participación de estudiantes, docentes, trabajadores, y jubilados, la suerte de los gazatíes ocasionó bloqueos en puertos, estaciones de tren, autopistas y transporte público; y enfrentamientos con la policía.
Brasil, Marruecos, Serbia, el Reino Unido, Italia y otros países heterogéneos, le muestran a gente con extraños caprichos, que la nación y la soberanía están ágiles e ilesas. Netanyahu sostiene que Israel seguirá siendo una democracia, en contraste con lo que llama interferencia de élites no electas. En el 2017, Trump situó a EE.UU. como el pilar de un orden democrático global. Franco Calamandrei −hijo de Piero, uno de los padres de la Italia republicana− dijo que las constituciones se experimentan, más que declamarse.
La apatía política, la desconfianza institucional y el populismo desideologizado, eran considerados por Piero Calamandrei un peligro para la democracia italiana de posguerra. A Italia, su “qualunquismo” no le sacó la constitución; a la Argentina, el nuestro nos trajo el gobierno actual.
El abandono espontáneo de dispositivos de protección colectiva de reemplazo complejo (que nos despediría a un estado de naturaleza), que Argentina discute en Washington en una mesa de compinches, generará expectativas que acuñarán el horizonte. Esto también pone en cuestión nuestra soberanía, un concepto que ocupa un lugar central dentro de la grilla de inteligibilidad con que la modernidad piensa la estatalidad.
El concepto ha sido cuestionado por Michel Foucault, Jacques Derrida y Luigi Ferrajoli. Foucault, porque las relaciones de sujeción que genera producen subjetividades políticamente dóciles y económicamente útiles. Derrida plantea que toda decisión soberana implica un “momento dictatorial”, incluso cuando se viva en un régimen no autoritario. Ferrajoli, sostiene que la soberanía nacional debe ser limitada por principios jurídicos universales. Ninguno de ellos la elimina, porque señalan los peligros de la despolitización. “Ser soberano es, ante todo, pertenecerse a sí mismo”.
La concentración de la riqueza toca niveles inéditos, y el ejercicio del poder no disimula sus fines. Se percibe el olor de la vergüenza intelectual y del fraude humano: se multiplican la calidad mineral de las miradas, las sonrisas que depravan, los ocultos rompecabezas nunca resueltos. Hoy estamos ideando nuestro futuro, eligiendo con quiénes vamos a nominar nuestra nación, una soberanía, una época. Es una oportunidad y también nuestro compromiso.
RB/MG