El derrumbe de Miami, el helicóptero de Iván Duque, y los demócratas que aman NYC
Sólo 12 segundos tardó en derrumbarse el edificio Champlain Towers, en el paseo marítimo de Surfside, en Miami. Centenares de personas desaparecidas que poco a poco se convertirán en muertas, cincuenta y cinco departamentos convertidos en escombros: “pila de panqueques”, en el símil de desayuno-a-la-americana favorecido por medios y testimonios. Como en cada catástrofe, los archivos rápidos revelaron las voces de casandras desoídas, que todo habían preanunciado con cruel lujo de detalles exactos. En este caso, un prolijo y profuso informe de expertos de una firma ingenieril que se pronunciaron tan temprano como 2018.
Al sur del estado de Florida donde reside el ex presidente y magnate inmobiliario Donald Trump, pero en el mismo universo hispanohablante que usa el inglés como lengua segunda aunque cuánto más confiable, en el helicóptero presidencial colombiano donde viajaba cerca de la frontera nacional con la República Bolivariana de Venezuela no hizo mella la metralla con la que fue atacado en el cielo y desde el suelo. El único que sabe quién perpetró este presunto atentado es una víctima que, en las últimas semanas, parece preferir este papel a cualquier otro. “Quiero informarle al país que luego de cumplir un compromiso en Sardinata, el helicóptero presidencial fue víctima de un atentado”, dijo Iván Duque en una alocución desde la ciudad de Cúcuta. “Lo cierto es que es un atentado cobarde, donde se ven impactos de bala a la aeronave presidencial. Una vez más reiteramos que como gobierno no vamos a desfallecer un solo día en la lucha contra el narcotráfico, el terrorismo”, añadió.
En Colombia, la protesta social de la que Duque se declara desde hace semanas la más inocente de las víctimas mayores es una forma nueva de protesta con la que al presidente le cuesta tanto dialogar en privado como disentir por el megáfono público. Cuánto más seguro era el mundo de guerrillas y narcos. Entre tanto, las movilizaciones dieron sus primeros frutos: se cayó la Reforma Tributaria, renunció el ministro que pretendía gravar con más impuestos a las clases medias y pobres en plena pandemia mientras mantenían altas deducciones a las multinacionales y a las napas pudientes, se logró la gratuidad en la universidad pública para los estratos 1, 2 y 3 durante los próximos cuatrimestres, renunció la Canciller debido al escándalo internacional por manifiesta violación de Derechos Humanos, se puso en discusión legislativa una reforma a la Policía y se tumbó la reforma al sistema de Salud que buscaba en ultimas más rentabilidad para el capital financiero. Pero la ganancia más grande, nos dice el colombiano Bryan Hincapie González, a quien debemos el anterior punteo de logros, “ha sido el salto cualitativo y cultural de la población. Si hay algo seguro es que el pueblo colombiano a un año de las elecciones está decidido a no darles su voto a los partidos políticos de derecha. Hay un consenso nacional sobre los responsables, la discusión de ideas políticas en la mesa familiar se instaló”.
En Nueva York, las primarias demócratas para el gobierno de la ciudad usaron un sistema electoral nuevo. En la “votación preferencial” (ranked-choice voting) cada votante no opta por una candidatura, sino que cinco opciones válidos según cinco escenarios posibles (que varían según lo que vote el resto del electorado). Es un sistema más representativo, y a la vez mucho más complicado, con una demanda ¿muy neoyorquina, muy demócrata (en la Argentina, muy UCR)? muy grande de sofisticación y de atención para cada votante.
El partido Demócrata desde la década de 1970 quiere fundar su predicamento en ser el partido de las minorías, frente a un partido Republicano que dice ser la voz de quienes no tienen voz, de la mayoría silenciosa. La administración de Joe Biden está lanzada a una gran iniciativa de ‘ampliación del derecho a votar’ (voting rights). Que asegurarían el ejercicio del derecho a comunidades desfavorecidas, sobre todo afroamericanas. Enfrentan a una reacción conservadora republicana, que insiste en cuestiones formales como la obligatoriedad de presentar un DNI al momento de presentarse a la mesa electoral. La victoria demócrata en las últimas presidenciales no fue ni avasalladora, ni el nacimiento de una nueva mayoría, sino el triunfo de una alianza posible de minorías e identidades estratégicas que buscan apuntalar con todo tipo de auxilios institucionales y recursos materiales. Las presidenciales norteamericanas de 2020 fueron las más legítimas en un siglo y medio. Al menos, si nos atenemos al número de votos emitidos, y a la proporción del padrón electoral que esta vez prefirió emitir su sufragio en lugar de ejercer el derecho de abstenerse. Trump no perdió ni un solo voto de los que le dieron el triunfo y lo llevaron a la Casa Blanca en 2016, sino que ganó. Hay hoy, después del año en que vivimos en peligro por la pandemia, más y no menos votantes en Estados Unidos que aman a Trump y lo quieren como presidente.
“¿Cómo se puede ser persa?”, se preguntaban famosamente los cortesanos franceses en Las cartas persas, novela epistolar del barón de Montesquieu, teórico dieciochesco de la división de poderes y de la república moderna. ¿Cómo puede alguien ser tan exótico, cruel y alienígena como para votar por Trump, preferirlo como presidente?, se preguntan -cuando se lo preguntan, cuando no creen conocer de antemano la respuesta- los cortesanos de Washington DC. Las comparaciones de Trump con el nazismo son extremas, pero menos infrecuentes de lo que una sensatez ramplona haría esperar. Remiten a un contexto histórico, el de la primera mitad de la década de 1940, cuando el sistema democrático estaba lejos de ser en el hemisferio norte el primer dato básico, el único encuadre imaginado para institucionalizar un ejercicio legítimo del poder. En ese marco, la democracia sirve, antes que para dirimir quién debe gobernar, para reconfirmar la legitimidad de quien gobierna. El sistema democrático demostró su sanidad porque dio su victoria -agónica, lentísima, y aun contestada- a Biden. De esta manera, la esfera política dejaba de ser el lugar donde reglas aceptadas por todos los partidos median entre posiciones contrarias pero que -todos esos mismos partidos también lo deciden- todas ellas legítimas en sus diferencias.
Desde tiempos de Clinton (Bill y Hillary), y aun antes, pero especialmente después, en tiempos de la ‘resistencia’ contra George W. Bush, el partido Demócrata prefiere presentarse como aquel que es capaz de hacer justicia a todas las aspiraciones legítimas. Según el argumento de que, si son legítimas, todas esas aspiraciones (laborales, sanitarias, raciales, de género, pro aborto, pro pobres) puedan armonizarse en un único programa que puede reclamar para sí la lealtad de todos y todos y no puede admitir delante otro programa igualmente legítimo. Los Estados Unidos, dice el establishment demócrata, siempre fue una república, nosotros queremos una democracia. Muy cierto. El voto republicano es un voto por la República, es decir, un voto por un conjunto de reglas universales antes que una opción sustantiva por un conjunto de bienes y de fines elegidos de antemano. Plantear una ‘guerra cultural’, un abismo entre demócratas laicos y progresistas vs republicanos religiosos y conservadores complica la cuestión más de lo que auxilia a resolverla.
En un estudio empírico clásico sobre los clásicos tiempos del boom económico de la segunda posguerra, Blue Collar Life (1969) del sociólogo Arthur B. Shostak, se señalaba con agudeza y riqueza de ejemplos y fuentes cómo un rasgo clave entre los trabajadores de ‘cuello de overol azul’ era la susceptibilidad ante los estereotipos degradantes. Los que los degradaban, porque su status social era degradado en los rubros de dinero, poder, prestigio, naturaleza de las labores (manuales) que desempeñaban en sus empleos, y cantidad y calidad (escasa, limitada) de los pre-requisitos necesarios (como educación) para obtener esos empleos. Parece necesario invertir la pregunta sobre cómo se puede ser persa. ¿Cómo no iban a votar por Trump, quienes lo hicieron por él, en grandes números? Si tuvieron que escuchar la lección a los desposeídos que día y noche pronunciaban las élites políticas de Washington, los medios gráficos y audiovisuales, Hollywood, las corporaciones de la educación y la salud. Durante los meses que duró la campaña de 2020, fueron rutinariamente tratados de rústicos, racistas, xénofobos, misóginos, homofóbicos, transfóbicos, supremacistas blancos, violentos, irracionales. Por encima de todo, desde luego, analfabetos.
Con la pandemia, el progresismo eligió la bandera de la ciencia, de la opinión experta, a la que que iban a escuchar, cuando antes había sido tan mal oída. Es la posición de Biden en EEU, la de la oposición en Brasil y Colombia y Uruguay, la del Gobierno en la Argentina. También estas fuerzas políticas que perdieron el poder, o lo recuperaron hace muy poco, ven cómo huye al pasado el horizonte de las grandes mayorías que los apoyaban cuando triunfaban. Un premio que sus detractores llamaban ‘populismo’, o ‘deriva autoritaria’.
AGB
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