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Opinión
¿Quién dijo que sólo se puede ser sensible en la holgura?

En medio del ajuste todas las miradas se concentran en el Ministerio de Economía y en su capacidad de liberar o restringir fondos.

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Argentina, diciembre de 2022. La inflación no cede, la pobreza aumenta, el temor por la escalada de la extrema derecha es equivalente al desconcierto de quienes anhelan la construcción de una sociedad más igualitaria. Cuando el fervor del mundial de fútbol se acalla, en las altas esferas del poder, las encuestas electorales preocupan y comienzan los cálculos a un año de la elección presidencial. Mientras se discute el presupuesto, en los despachos estatales, los altos funcionarios intentan que las carteras que dirigen crezcan o al menos pierdan lo menos posible. 

Lejos del vértigo de las proyecciones económicas y políticas, los empleados públicos las ven pasar. El ajuste arrancó hace rato y las previsiones prometen, tanto en el presupuesto enviado por el oficialismo como en las promesas electorales de la oposición, que los recortes se profundizarán en los años por venir. Entretanto, alicaídas y amenazadas, las partidas de los Estados nacionales y provinciales siguen fluyendo a los docentes de las aulas públicas, a los médicos y enfermeros en los hospitales, a los asistentes sociales que recorren los barrios populares. 

Dirigentes oficialistas y opositores subrayan la importancia que atribuyen a la educación y a la salud de las mayorías, a la necesidad de garantizar la seguridad de los argentinos, a la centralidad de los jóvenes en la construcción de un país mejor. Unos y otros insisten en que, para que esos altos ideales tengan asidero, primero hay que ganar elecciones, segundo hay que conseguir recursos, tercero hay que ocupar posiciones con equipos propios y leales. Así, mientras todas las miradas se concentran en el Ministerio de Economía y en su capacidad de liberar o restringir fondos, la mayoría de las reparticiones del Estado se reproduce entregada cada una a su propia inercia. 

El ajuste en la Argentina parece ser por momentos la contracara perfecta de la holgura fiscal. Desde la década de los setenta, en los pocos años en los que hubo recursos, la felicidad de las mayorías se derramó como un triángulo invertido y alcanzó a todos los demás. En momentos en que los recursos parecían ilimitados, no parecía importar mucho para qué fueran los planes porque lo importante era que fueran muchos, no importaba si necesitábamos más funcionarios públicos, lo importante es que aumentaran; no importaba qué hiciera (y cómo) el Estado, lo que importaba es que creciera la presencia estatal. Ahora, en un contexto adverso, parece pasar exactamente lo contrario: no hay cuadernos, no hay hojas, no hay gasas, no hay recursos mínimos para reponer computadoras en las oficinas públicas. Exceptuando algunos gestores lúcidos, no se incita coordinación alguna que anticipe el impacto, no se plantean iniciativas que calibren objetivos, que establezcan prioridades, que focalicen esfuerzos. Como antes avanzó la marea de recursos, se retira ahora, desordenada, sin capacidad para establecer más prioridad que el combate contra el hambre. 

La gran ausente de la democracia: la sintonía fina, nunca es bienvenida. En los momentos de prosperidad es innecesaria; en los de ajuste, impracticable. Ante reclamos particulares incapaces de encontrar una fórmula de compromiso, pareciera que el Estado puede ofrecer a cada uno lo que reclama. Pero el igualitarismo de la distribución es solo aparente. No solo hay jerarquías de beneficiarios, muchas son inconfesables. La falta de criterios explícitos perjudica sobre todo a los que tienen menos amigos o menos poder de fuego: el régimen de promoción de las industrias de Tierra del Fuego se incrementa más que las partidas jubilatorias, los privilegios impositivos de magistrados y empleados judiciales se preservan mientras los alimentos siguen pagando IVA, los subsidios y salarios estatales de algunas provincias resisten al ajuste mucho mejor que en otras, la publicidad de todos los oficialismos se multiplica sin control. 

En su ocaso, el ciclo de holgura iniciado después de la crisis de 2001 revela la distancia entre la sociedad de bienestar y la sociedad de consumo. Las primeras nunca se financiaron solo con el impuesto a los ricos o a las exportaciones primarias, se fundaron en un sistema solidario que distribuía beneficios porque expandía la formalización (y por lo tanto la responsabilidad) de empresas y trabajadores. La nostalgia por los regímenes sociales de la posguerra debería recordar que estaban lejos de ofrecer a cada uno libertades discrecionales. Ningún Estado cuenta con financiamiento infinito y una autoridad bien ejercida podría definirse como aquella que es capaz de delimitar y hacer cumplir una jerarquía de obligaciones y prerrogativas, que puede establecer prioridades que trascienden los intereses sectoriales. 

Aunque todo parezca en calma, la corrosión del Estado social empezó hace rato. Altos funcionarios indolentes o arbitrarios terminan empujando a muchos empleados estatales a hacer “justicia por mano propia”. Abonan así las justificaciones de los detractores de la intervención estatal alentando o consintiendo prácticas desviadas. Muchos titulares de cátedra, jefes de servicios hospitalarios, jueces o fiscales se ven tentados de acortar sus horarios o eludir obligaciones – que pocas veces se les exigió que cumplieran-, mientras el recelo de la sociedad se concentra en los “privilegios” de los empleados públicos de rangos más bajos que muchos gestores políticos no saben siquiera hacia qué objetivos orientar. Se potencia así la aceptación del estereotipo popularizado por Gasalla: esa empleada pública indolente que la democracia tendió a crear y alimentar y a la que se empuja a sucesivas generaciones de jóvenes que llegan al Estado por oleadas, con ilusiones renovadas y con contratos cada vez más precarios.

Nada de esto amenaza de manera inminente la paz social. La degradación de los establecimientos educativos, la ausencia de los docentes de primaria, las esperas eternas en los hospitales públicos, la falta de material médico indispensable, el trato descuidado de adultos mayores y enfermos mentales, el dilatado retraso en los expedientes judiciales, la connivencia de los comisarios con los negocios narcos trascenderá en los medios si se convoca a una huelga o estalla un escándalo. E incluso en estos casos fortuitos, los raptos de indignación probablemente se olvidarán. Como otros desatendidos, los empleados públicos comprometidos con su tarea comprenden que su impotencia es solitaria y que lo mejor que pueden hacer es irse a otra parte o permanecer en silencio, enfrentando la realidad que les toca con una cuota de cinismo y discreción. 

“No hay fondos”, dicen quienes atienden al estado de las cuentas públicas. Y sin recursos, afirman, el Estado nacional no puede dar soluciones. “Estamos ante una coalición de gobierno fracturada”, acotan los analistas políticos. Y en esta situación de fragilidad, cada funcionario apenas puede velar por preservar los pocos apoyos que lo sostienen. Mientras tanto, todos los niveles del Estado, todas las agencias públicas, todos los eventuales amigos del poder parecen lanzados a una disputa de recursos y prebendas sin más horizonte que el abismo.

Menos atención despierta el Estado y la Sociedad. Si se los mira es para afirmar que todos se sienten víctimas en la crisis, que en la sociedad de consumidores insatisfechos todos tienen algo que pedir y nadie parece dispuesto ceder. Tal vez eso es el igualitarismo argentino. La sumatoria de las partes, el cálculo que agrega voluntades imperativas que quieren alcanzar la movilidad social, a cualquier precio, aunque sea en soledad. 

Pero ese ideal supo ser otra cosa. No fue solo el cálculo (de votos y partidas), no solo la subdivisión del capital y el poder. Fue también el anhelo y a veces la concreción de instituciones judiciales, educativas, sanitarias más justas. Fue el orgullo de que el hijo del portero y del médico compartieran un aula y sellaran una amistad. Todo eso parece tan lejos y a la vez tan cerca con Argentina 1985. Esa película, tan ecuménicamente celebrada, donde late un recuerdo y una advertencia. El recuerdo de lo que fuimos capaces de instituir, la advertencia de qué pasará cuando ya no alcancen los horrores de la dictadura para fundar una autoridad democrática legítima. ¿Qué esperan entonces quienes creen en la justicia social? ¿Que la solución mágica la traigan los próximos comicios? ¿El advenimiento salvador de un nuevo commodity de exportación? ¿Quién dijo que solo se puede ser sensible cuando hay holgura fiscal? 

MH

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