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Los cuadernos de verano Opinión

Sobre los efectos de la poesía vertical

Fabian Casas Los cuadernos de verano rojo

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Mi amigo Juan se había ido a vivir una temporada a Costa Rica y me había dejado su casa, para que yo pudiera vivir solo. Fue un invierno duro y la casa –un depto de un ambiente con una alfombra que cubría todo el piso- no tenía calefacción. Así que me engripé y durante esa convalecencia solía sentarme a la mesa cuando un rayo de sol de la única ventana de la casa entraba y calentaba un poco el lugar. 

Tenía frío y yo estaba con un sobretodo negro puesto aún dentro del departamentito. Escribía unos poemas para pasar el tiempo, bajo la luz del sol que se iría rápido. Pienso que esos poemas que escribí son breves, de versos cortos, porque antes de sacar la mano del bolsillo del sobretodo, por el frío, lo pensaba mucho, y después escribía rápido y la mano volvía al calor del bolsillo. No fue un proyecto estético, sino el frío lo que le dio forma a esos poemas, a ese librito que mandé a un concurso en Colombia y que gané. 

Esos poemas que escribí son breves (...) porque antes de sacar la mano del bolsillo del sobretodo, por el frío, lo pensaba mucho y después escribía rápido y la mano volvía al calor del bolsillo. No fue un proyecto estético, sino el frío lo que le dio forma

Uno de los jurados de ese concurso era un poeta que yo admiraba mucho: Antonio Cisneros. Había conocido su obra porque el poeta Jorge Boccanera, en un gesto increíble, había dado clases gratuitas, por el sólo hecho de transmitir la poesía, a un grupo de gente que se reunía en la biblioteca de la ciudad que fue la casa de Evaristo Carriego, en Palermo. 

Boccanera vino y nos leyó e instruyó en Enrique Lihn, Antonio Cisneros, José Coronel Urtecho, Juan Luis Martínez, Nicanor Parra y José Emilio Pacheco. Él traía un bolso con los libros que había conseguido de esos poetas a los que no sólo había leído, sino que había conocido en un largo viaje que hizo por Latinoamérica. 

En Jorge Boccanera está inspirado uno de los personajes de Los detectives salvajes. De los muchos que proliferan en las páginas de ese libro, es un personaje de los menos logrados por Bolaño, ya que en un libro coral, que los hace hablar para que avance la historia, el personaje del poeta argentino habla un “argentino” muy prototípico, como si fuera una caricatura. Cosa que también le pasa a Ernesto Sábato cuando quiere hacer hablar a la gente de baja instrucción y los hace hablar como Minguito Tinguitella, el personaje que encarnó Juan Carlos Altavista en la televisión. 

Para hacer hablar a un personaje no es importante captar rasgos miméticos del habla, sino inventarle un habla. Esto lo logra a la perfección Zama, de Di Benedetto, quien no se preocupa en hacer hablar a Diego de Zama como hablaría un español en ese castellano antiguo real, sino que lo hace hablar como él cree que hablaría un español en esa época, inventando su lenguaje, no copiando un registro histórico. Creo que el personaje más potente de Zama es el lenguaje que narra la novela, lo cual dificulta mucho su justa traducción. 

César Aira, que puede hacer cualquier cosa con el verosímil, podría, si quisiera, hacer hablar a un japonés como lo hacen los doblajes de las películas de la Segunda Guerra Mundial que vi en Sábados de Super Acción: “Ahola velas maldito amelicano, conocelás los placeres de la toltula japonesa”. Y el personaje seguiría siendo consistente, porque no aspira a la mímesis con lo real. 

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Pero, ¿qué es lo real? Yo había leído los libros de Cisneros que Boccanera había recomendado y estaba fascinado con esos versos largos, de aliento narrativo, que forman el libro Canto ceremonial contra un oso hormiguero, que Cisneros publicó en la Habana, en 1968. También me gustaba el humor de Cisneros, la precisión de sus imágenes que –yo no sabía- venían de su estudio de los poemas de Robert Lowell. Entonces conocí al poeta real, en un encuentro de poesía que sucedió en Chile y que transcurrió entre Santiago y Valparaíso. Cisneros me cayó bien de inmediato porque era un desesperado. El encuentro era bastante rígido, con mesas redondas y recitales programados y, cuando llegamos a Valparaíso, Cisneros me dijo que estaba harto del protocolo y que planeaba salir con un chofer de la fundación que nos había traído, a recorrer los bares de la zona, por la noche. Me preguntó si quería ir con él. Sí, dije, de inmediato, como Molly Bloom. Cuando estábamos saliendo del lugar se nos acercó otro poeta invitado, Roberto Juarroz, que estaba vestido con traje y pipa, como un profesor, pero que de inmediato me cayó bien porque nos preguntó si nos íbamos a tomar algo y si podía venir con nosotros. Así salimos los tres más el chofer que nos guiaría, según Antonio, “por los alcoholes de la mítica Valpo”. 

Es lo último que recuerdo. Después alguien golpea en la puerta de mi habitación del hotel y yo estoy dormido, boca abajo en el piso, se ve que por algún motivo no pude llegar a la cama. Cuando me levanto la habitación gira sobre mi cabeza. Abro la puerta y el organizador del encuentro, con un ataque de nervios me dice: “¿Dónde está Juarroz?”. Le digo que no sé, que me quedé dormido. Me dice que Juarroz tenía que leer hoy y que él sabe que salió con nosotros anoche, que el chofer le dijo que nosotros nos pusimos difíciles a medida que avanzábamos en nuestra cruzada etílica por los bares y que se vio obligado a abandonarnos. Le propongo que vayamos a la habitación de Cisneros, para ver si él sabe dónde puede estar Juarroz. Y cuando voy a golpear la puerta, ésta se abre –nadie la había cerrado- y Cisneros está con una toalla mojada puesta como turbante en la cabeza y espadeando con una espada invisible frente a un espejo. Le preguntamos por Juarroz. Nos dice: ¿Quién es Juarroz?

Le pregunto al organizador del encuentro dónde está el chofer. El tipo estaba abajo, tomando un café y fumando en el jardín del hotel. Cuando me vio se le transfiguró la cara. Me dijo que con mi amigo – Cisneros- lo habíamos vuelto loco anoche, que le podíamos haber hecho perder el trabajo. Le pedí mil disculpas y después de un largo parloteo lo convencí para que me llevara de nuevo por la ruta que habíamos hecho. 

En uno de esos bares portuarios, bajo la luz de la mañana tan particular de Valparaíso, contra una pared, en una cama improvisada que le habían hecho con una fila de sillas, dormía Roberto Juarroz tranquilamente. Me volvió el alma al cuerpo y también me emocioné: estaba viendo al poeta de poesía vertical uno, dos, tres, cuatro, como solía titular sus libros, en posición horizontal. No era poca cosa.

FC

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