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OPINIÓN

El tren que no para nunca

Horacio Rodríguez Larreta

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Una letalidad física de origen humano se cierne sobre la ciudad de Buenos Aires. Es la pandemia del progreso que a todos fascina, el progreso que hemos comprado como verdad revelada, un mantra religioso que cosecha más adeptos que cualquier fe. En ese progreso nos sentimos contenidos, seguros, yendo hacia alguna parte donde todo es bueno no porque sea bueno sino precisamente porque pretende ser mejor. Porque pretende ser más. Siempre más. Más poder, más cemento, más fuerza, más velocidad, más tarjetas de crédito, más extracción, más kilómetros devorados. Más, como el marketing fagocitador de las Best luxury 4 x 4.

El progreso no tiene otro fundamento que su propia necesidad de angurria.

El jueves 2 de diciembre, la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires aprobó la privatización de 100 hectáreas costeras donde se violan varias leyes: ambientales, sociales, participativas y, entre ellas, la Constitución de la Ciudad. En la misma sesión se aprobaron once convenios urbanísticos por los cuales las constructoras pagan le pagan un canon a la intendencia con el fin de transgredir las normas de un código de planeamiento urbano sancionado por el mismo gobierno que ahora permite violarlo. En síntesis: una coima amparada por la ley.

El 26 de noviembre último, esta ciudad -la más rica del país (que, en proporción, cuenta con la mayor cifra de ciudadanos en situación de calle)- decidió limitar brutalmente los subsidios para las escuelas de educación especial. ¿Adonde va el dinero que se ahorra? Nadie sabe. O tal vez, a la madre de todas las batallas: la campaña presidencial del intendente que ha convertido al erario público en una institución con fines de ahorro y lucro personal.

El mismo 2 de diciembre, día aciago para los porteños, de manera inconsulta representantes del sector cultural de la ciudad más rica del país fueron convocados por el ministro Enrique Avogadro para discutir las reformas de una nueva ley de subsidios, premios y becas que desde hace décadas otorga el municipio. Los concurrentes se llevaron una sorpresa: la nueva ley estaba previamente horneada y sazonada, y ya llevaba las firmas de los ministros de Hacienda, de Cultura y del propio Jefe de Gobierno. No a lugar a ninguna discusión para recortar brutalmente el presupuesto del área.

Ríos de tinta, vallas y lágrimas

Sobre lo que sucede durante este desdichado diciembre se han escrito ríos de tinta, pintura en pancartas, trillones de algoritmos, desoladas palabras en audiencias interminables donde el 98% de la ciudadanía se declaró en contra de la privatización de la ciudad. Hubo protestas a granel, marchas, estrategias de persuasión, amparos, persistentes reclamos en contra la jibarización de los espacios verdes, el acceso al paisaje, al cielo, al aire que respiramos.

Y sí, de espacio se trata: una desamparada ciudadanía de pie luchando infructuosamente por manifestarse, como en el 2001, solo que ahora reducida a un mínimo espacio, ignorada por los medios que (de)forman la opinión pública, circundada por vallas de hierro, apuntada por una policía armada hasta los dientes que la empuja cada vez más lejos del centro del debate. La pérdida del espacio público es la pérdida de la política, Hannah Arendt dixit. Es la política fuera de cauce empecinada exclusivamente en manejar contubernios lucrativos, negociar cargos, concentrarse en las próximas campañas y sustituir el bien común por el bien financiero y los negocios.

Aun quienes no están del todo de acuerdo con las políticas depredadoras del intendente le reconocen un gran mérito: su inenarrable capacidad de trabajo. Vestido siempre de cuidadoso negro, con su estilo jogging premium, ostenta su estudiada masculinidad en escuelas, barrios, canales de televisión y se deja idolatrar por un grupo de adláteres que se encargan de esquivarle cualquier pregunta incordiosa. Horacio Rodríguez Larreta se ha convertido en la metáfora del tren que no para nunca. La historia universal da profusa cuenta de las bondades de este elogio del trabajo.

Dante, Descartes, Kafka y las brujas

Una de las condenas más horrorosas del infierno del Dante es la letalidad física, siglos después interpretada por Kafka como el reino de la necesidad. Entre Kafka y el Dante median seiscientos años de versiones sobre el mundo, el infierno, la moral burguesa y sus horrores. En el universo dantesco la letalidad física es parte de los ocho pecados capitales de inicio, también llamados “vicios”. Son la pereza, la gula, la avaricia, la lujuria, la vanagloria, la ira, la tristeza y el orgullo. En aquel comienzo de los tiempos morales, la pereza era solamente física y no mental. Es decir, a la grey católica se la invitaba a trabajar con el cuerpo, no con la mente.

Con el correr de los siglos y los comienzos del prestigio de la razón (el cogito ergo sum que inicia el desprecio del cuerpo, sobre todo el de las mujeres, rápidamente convertidas en brujas) el pecado capital de la pereza fue adhiriéndose al concepto de pereza mental con la que de manera implícita se estigmatizaba a la fuerza el trabajo como subsidiaria de esa pereza mental: el que trabaja con su cuerpo estigmatizado racialmente: el que trabaja solo debe usar su cuerpo y concentrar su mente en la iglesia dominical. La fuerza del laborans físico no debía poner en cuestión para quién o para qué invertía sus esfuerzos. Fue el origen del capitalismo y la acumulación por desposesión que marcó el desarrollo de un paradójico progreso que llega a nuestros días como conflagración.

Hasta que llegó Kafka y volvió a poner todo patas para arriba y, acaso sin proponérselo (su virtud fue la humildad, no la modestia), señaló las dimensiones sagradas e intangibles del capitalismo. Sin pretender hacer metafísica o engolosinarse como muchos congéneres de su época de la figura prosopopéyica del escritor como vate, se limitó a hacer solo un esbozo del mundo que le tocó vivir. Teología, religión, metafísica, surrealismo, literatura fantástica: nada de eso es Kafka para alivio de la prosperidad. Kafka es vivir sin Estado o el vivir bajo la égida de un Estado burocrático autoritario. Sus escritos son descomunales metáforas de su época y también de la que hoy nos toca.

El sistema, el pecado denunciado por Kafka, es el de una máquina eficiente de producción de letalidad.

En El Proceso, el protagonista K. es acusado de algo cuyos motivos nada ni nadie puede explicarle. Se le inicia un proceso y él no puede dilucidar cuáles son las leyes que lo estructura o lo justifica. En busca de las causas de la querella apenas logra descubrir que detrás de su detención existe una “gran organización” donde solo puede descubrirse un ajetreado laberinto de guardias que aceptan sobornos, inspectores caricaturescos, falsos fiscales que inventan pruebas, jueces que dictaminan sentencias sobre la base de diatribas en contra de la corrupción generalizada, en fin, un vasto e inabarcable sistema judicial permanentemente colapsado por el infranqueable ajetreo de vallas humanas.

K. busca afanosamente una respuesta a su deriva.

Su abogado le recomienda que no se oponga a la inculpación. Usted debería adaptarse a las circunstancias, le dice. Lo mismo le aconseja el edecán de la cárcel. No busque la verdad, no piense que todo lo que pasa debe ser verdadero y tener un sentido. Estos acontecimientos que le tocan vivir nada tienen que ver con la verdad, sino solamente con la necesidad.

-¿La necesidad?

-Así es. La necesidad de la comunidad -afirma el edecán. -Sométase al orden del mundo.

-Pero ¿quién determina esa necesidad?

-El orden del mundo que todos debemos aceptar.

-Quiere decir, -responde K., -que la mentira es el orden del mundo.

Loas del funcionario trabajador

La historia está plagada de hombres trabajadores: Pol Pot, Nerón, Iván el Terrible, el Barón de Hausmann, Eichmann y su exasperado traslado de millones de judíos hacia los campos, Stalin, Viktor Orban, Recep Tayyip Erdoğan, Netanyahu… Esta lista es larga, torpe, azarosa, imperfecta y supera los límites de este artículo. Algo los caracteriza: seres masculina y ostentosamente viriles adoradores de la mano de hierro, han encarnado el progreso a costa de muerte, hambre y saqueo. Algunos aducen la presión de estrategias geopolíticas, otros, la simple necesidad. Redujeron el espacio público a un coto de caza personal, armaron un poder judicial que manipulan ad libitum, se dicen republicanos y desarticularon cada una de las leyes democráticas de participación. Son los responsables de la creación de un sistema que es máquina letal y legal de destrucción. Una máquina donde, como en El Proceso de Kafka, reina la incertidumbre, la necesidad y la mentira.

A estos muchachos trabajadores y eficientes ya les respondió Walter Benjamin hace muchas décadas: “Marx dijo que las revoluciones son la locomotora de la historia mundial. Pero tal vez las cosas se presenten de muy distinta manera. Puede ser que las revoluciones sean el acto por el cual la humanidad que viaja en ese tren aplica los frenos de emergencia.”

GM  

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