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Federico Schuster Recuerdo
Fede

Federico Schuster

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Federico Schuster es uno de los secretos mejor guardados de la academia argentina. Sencillamente, porque fue uno de los más grandes intelectuales argentinos, pero pocos lo conocieron: apenas algunos miles de sus estudiantes, centenares de sus discípulos y de sus colegas, todo aquel que pasó por la Facultad de Ciencias Sociales entre 2002 y 2010, cuando fue su Decano. Pero Fede no participaba del narcisismo atronador de buena parte del mundo intelectual, el que nos lleva a sonreír ante cada cámara y a atender cada llamado: por eso mismo, por su recato televisivo, fue un secreto que el resto de la sociedad se perdió de disfrutar. Sabía muchísimo –era, por ejemplo, un lector voraz, capaz de dedicar todo un verano solamente a Marcel Proust o de citar a Lacan en medio de una reunión política universitaria–, pero se había dedicado a la filosofía, disciplina que no goza del aprecio de las masas, por decirlo de algún modo. Como filósofo, se había especializado en dos cosas: en la epistemología de las ciencias sociales, tema del que fue profesor inolvidable durante cuarenta años de su vida; y en las protestas y los movimientos sociales latinoamericanos, el tópico en el que fue reconocido mundialmente y con el que se doctoró, estudiando con Laclau en Essex.

Fede tenía otro aspecto de su vida pública que lo volvió un tipo único, y por eso mismo desconocido: fue el mejor gestor universitario que tuvo la UBA desde el regreso de la democracia. Fue durante dos períodos (de 1997 al 2001) el director del Instituto Gino Germani, y durante otros dos el Decano de la Facultad de Ciencias Sociales, de 2002 a 2010. Lo elegimos por el estrecho margen de un voto; lo reeligieron por 15 votos a 1, cuatro años después. Al cabo de ocho años, había devuelto una Facultad con edificio nuevo, líder en investigación, con el mejor doctorado del área, con las finanzas en orden, con los concursos en marcha: el día que dejó el cargo definitivamente, los colegas lo ovacionaron de pie durante quince minutos. Nunca más un decano de la Facultad pudo despedirse de su comunidad –nunca más, siquiera, alguno consiguió ser reelecto. 

Su obra merece el comentario de mejores especialistas, sus discípulos y discípulas; pero su tarea como gestor la conocí al dedillo, porque la acompañé en casi todo el trayecto. Sencillamente, Fede fue el tipo más democrático, más respetuoso de los disensos y mejor constructor de consensos que he visto y veré. Tomó una Facultad partida en mil pedazos y devolvió una comunidad académica. Sus recursos eran simples: por un lado, como buen epistemólogo, entendía al dedillo las trayectorias y las tradiciones de carreras tan diversas como las que poblaban la Facultad; por el otro, como gran demócrata, entendía que la política se construye convenciendo a todos de que lo que uno quiere hacer hacer es exactamente lo que los otros también quieren pero que no se han dado cuenta hasta hoy: que tu propio programa es el mejor para todos, cosa de la que los opositores merecen terminar convencidos. Así, armó un frente que juntó desde peronistas hasta trotskistas, pero al que los radicales no podían oponerse porque lo sabían invencible. Me asombraba cada día con su capacidad infatigable para convencer y contener. Algunos de sus aliados lo tildaban de “democratista”, sencillamente porque dejaba que, en las eternas sesiones de Consejo Directivo, todo el mundo hablara y protestara hasta el cansancio. Finalmente, como él siempre preveía y sabía, todos votaban a favor de sus propuestas.

Cuando terminó su gestión como Decano, quiso construir una candidatura al Rectorado de la Universidad de Buenos Aires. Era imposible: desatar la trama dejada por el shuberofismo y continuada hasta nuestros días por sus herederos es una tarea para la que su convicción y su programa no eran suficientes. Él quería, proponía y hubiera conseguido una Universidad mucho mejor y mucho más democrática; la UBA y las castas que la gobiernan no se merecen ni quieren algo así. Esto lo amargó bastante: no podía aceptar que la mediocridad y los kioscos dominaran una Universidad que Fede quería tanto –una Universidad de la que habían egresado sus padres, él y su hermana, su esposa, sus dos hijos; de la que su padre había sido también Decano (pero de Filosofía y Letras, donde ambos nos conocimos, de donde ambos habíamos egresado). Lo mismo ocurrió en la política nacional. Cuando terminó su gestión, hicieron sonar su nombre como posible Secretario de Políticas Universitarias del kirchnerismo; fue un intento fallido. Cuando asumió Fernández, le pregunté si lo habían vuelto a tentar con ese lugar: me respondió que, lamentablemente, su relación con el peronismo era la de un amor no correspondido.

Sin embargo, Fede no era peronista –y eso fue lo que le impidió llegar a ese cargo, supongo. Se había formado, por herencia paterna, en las filas de la Izquierda Nacional –por eso también había estudiado con Laclau, por eso entendía tan bien a los movimientos sociales latinoamericanos, por eso entendía tan bien al populismo. Por supuesto, los devaneos de Jorge Abelardo Ramos lo habían espantado –a mí con él, es hora de confesarlo–, pero sus posiciones de izquierda siempre tuvieron ese componente de profunda comprensión del peronismo. Hubiera sido un gestor nacional espléndido, porque sus convicciones federales eran imprescriptibles. Entre sus inventos estaba el Encuentro de Decanos de Ciencias Sociales y Humanidades de todo el país; sabedor de las asimetrías entre las Universidades –y de los enojos que la UBA sembraba a lo largo y lo ancho de la patria–, su mandato fue poner nuestra Facultad al servicio de todas las otras. Por eso mismo, fundó el Encuentro de Decanos, pero jamás lo presidió. Yo dirigía el Doctorado de Ciencias Sociales: su orden fue abrirlo para todos los y las colegas del país, hasta que se pusieran en marcha los doctorados en las Universidades amigas. 

Las redes se están poblando del dolor y la tristeza de los que lo conocieron. El mío es muy personal, por antiguo y por el cariño que nos teníamos. En 1979, cuando teníamos 18 años (yo, 17, menor por pocos meses), en la universidad de la dictadura, cursamos juntos Introducción a la Literatura. La profesora, una arpía, nos devolvió los primeros parciales entre imprecaciones y amenazas: “piensen seriamente si se quieren dedicar a esto”. Inmediatamente agregó: “eso no es para usted, Schuster, usted tiene un 10”. Desde ese lejano momento iniciático, todos los que lo rodeábamos supimos que Fede era el mejor de todos nosotros. En 1982 fundamos el Movimiento de Transformación Universitaria, el MTU, una agrupación independiente de izquierda en la todavía clandestinidad de la dictadura. Fede fue, obviamente, nuestro candidato perdidoso a presidente del Centro de Estudiantes, derrotados por la Franja Morada. Jugamos al fútbol, comimos y bebimos, nos dolimos por algunos amores, festejamos nuestras paternidades simultáneas, nos acompañamos en algunos dolores. Pero, fundamentalmente, Fede me permitió conocer al intelectual más brillante, comprometido y democrático de la universidad argentina de estos cuarenta años.

PA

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