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Opinión - 1° de mayo

Fiesta de los trabajadores: las desventuras del porvenir

Primeras industrias de la Revolución Industrial

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La comprensión de la sociedad moderna comprende tal diversidad de enfoques que su estudio demanda precisar uno. De lo contrario, la simplificación llevaría a una conclusión abstracta. Mi opción es tomar por objeto de esta reflexión a “los trabajadores”, su origen, su evolución y su estado actual producto de la hegemonía del modo de producción capitalista. 

Al principio de los tiempos, la sobrevivencia humana se aseguraba en los dones que el Creador legara a sus criaturas a la justa medida de sus apetitos. La providencia divina era confiable y su relato daba sentido a un orden centrado en tal Divina Providencia.  

El filósofo John Locke, apoyado en las Escrituras, legitimó tales divinas promesas hasta que la industria y el comercio burgués en su avidez de mano de obra la reclutó privando de la tierra, hasta entonces sustento de sus labradores. La nueva masa de desposeídos fue bautizada proletariado, al carecer de otro bien que sus hijos, descendencia destinada a cubrir las bajas de sus gastados progenitores. Sin respeto por los pactos celestiales, sus vidas pasaron a nuevos amos, perdiendo sus costumbres y modos de producción y socialidad. No por nada esta larga referencia confirma que el comienzo de la crítica es la que empieza revelando que el sometimiento comienza en la transferencia de poder de los desposeídos hacia sus amos, en la esperanza que estos compartirán la omnipotencia prestada. Un anticipo de la teoría del derrame. Una verdad que las vanguardias se rehúsan a admitir con la excusa de no victimizar a las víctimas, costado pastoral de su militancia paternalista. El hecho es que a cambio de la propiedad comunitaria conocida la propiedad privada pasó a regir el derecho y el orden social. Lo demás se fue dando sobre la marcha: la esclavitud, el vasallaje, división del trabajo antes único y total, la libertad del contrato ocultaba la letra chica de la sobreexplotación y la desocupación estructural. El fantasma de quienes se rehusaban a tal integración conformaron una masa residual creciente de mendigos, vagabundos –malos y entretenidos— huérfanos y lisiados, una amenaza extraeconómica que amenazaba la sociedad proclamando la herejía del mal ejemplo de “privarse” de la columna vertebradora de la sociedad y su moral obligatoria. El creciente sobrante de la industria, ante el fracaso de la redención de sus protegidos, cedió la filantropía y la caridad teologal reconociendo necesario el “incentivo” del látigo, el cepo, las galeras, la marca infamante del hierro al rojo y el patíbulo, convencida que esa reticencia a la buena senda tenía raíces demoníacas al propiciar el ocio, origen de todos los males. La creatividad del empresariado surgido de la “revolución” industrial vio en el consenso de los miserables la solución el remedio a su intransigencia. El garrote de terciopelo y la zanahoria resultarían más eficaces a la hora de renovar las ilusiones en la nueva panacea y alimentar sus esperanzas de contar con un lugar en el conjunto sin trata de des-hecho a los sobrantes. La grieta comenzaba a dividir a la comunidad. .

La promesa del salario y la investidura ciudadana, dando sustentabilidad al trabajo e identidad al ciudadano, tuvieron efecto. La represión se reservaba para situaciones excepcionales. La mercancía siendo la única posesión negociable para el canje de su labor física acortaba su margen de maniobra por miedo a pasar a la condición de desafiliación social y al mercado de trabajo. Sus posibles habilidades carecían de valor de cambio, ni que decir sus opiniones y anhelos. Junto al acceso formal al status de ciudadano se reducía a la libertad de concurrir, sin chance alguna al mercado de bienes y al derecho de elegir y ser elegido. 

En un eco paródico de la ilusión juvenil del '68, la imaginación al poder ya tenía propietarios. La creciente privación de la autonomía del productor frente al accionar automático de las máquinas, fieles a la inteligencia incorporada a su construcción, iba moldeando su dependencia mental y económica, asentada en esa mera asistencia, favorecía la integración de su mente al ritmo y a las lógicas inherentes a su construcción y pensadas acorde con sus fines. Amén de la velocidad y la repetición seriada de lo mismo, carecían de tiempos fieles a una concentración absoluta, ignorando el para qué y el para quién de sus productos tanto como la carencia de toda sindicalización. Al margen de tales virtudes el problema del personal es que aun fatigado conserva la privacidad de sus ideas y lealtades, es más, puede fantasear y llegar a pensar en su condición. La ciencia ficción pinta como rebeliones de las máquinas la metáfora proyectada del sacudirse el paradigma de la reacción del paradigma de lo inhumano que la máquina presenta. 

Tan claro que oscurece. ¿Por qué entonces esa complicidad o resignación de las masas optando por lo malo conocido antes que exponerse a la incertidumbre de lo aún por inventar? El deseo de emancipación se rinde a la inercia de buscar una guía que lo contenga y anime frente al temor a lo desconocido, ese “aun no sido” del inconciente presente en todos. Ante el equívoco de la simpleza retomemos la conflictividad de la sociedad actual. 

Un sociólogo y un economista salen al cruce de las incertidumbres que deja la sociedad acelerando frente al abismo de una productividad precisa la destrucción de la naturaleza sin responsabilidad. La ciencia proveerá un nuevo misticismo. Se trata del sociólogo Robert Castel y el economista Thomas Picketty. El primero parte de definir llamada “cuestión social”, en tanto el segundo desarrolla en parte el problema anticipado por el anterior. La funcionalidad de la ecuación entre economía e ideología para armonizar las contradicciones que plantea la “cuestión social”. La política y los políticos siguen ausentes. El asunto es que pese a su rigurosidad y su esfuerzo, el realismo, la evidencia de “lo dado”, les ahorra el ir a la raíz causal de los problemas. 

Castel define la cuestión social como la “fundamental aporía en torno a la cual una sociedad asume el enigma de su cohesión y ensaya el riesgo de su fractura”. En tanto, Picketty adelanta una explicación fundada en la hegemonía de lo existente y la eficacia del poder para alcanzar consenso simbólico en una sociedad ya predispuesta a la pulsión consumista savia de un hedonismo “libertario” consecuente.

La idolatría a la educación como remedio universal ignora, o acuerda, con la función disciplinadora de la “cultura del trabajo” y a los mitos del “trabajo como fuente de riqueza”, sin aclarar para quiénes y a costa de quiénes. Adhiriendo al monotema de un “acuerdo social” tan falaz como el de la ecuación anterior, con el agregado de girar a la tecnología la reducción del capital humano a favor de la robótica, la inteligencia artificial y la internet de las cosas, con frecuencia circula. Producto del aburrimiento y el vacío de las tareas laborales, es frecuente que alguien pensando en voz alta se pregunte: ¿quién habrá inventado el laburo? Inquietud que cierra en la evidencia de su existencia desde el origen del hombre. Muchos menos se arriesgan a hacer lo mismo con el “inventor de la pobreza”. Una hipótesis es inhibirse sin comprometer su buena conciencia de reconocer que esa “cuestión social” es el resultado colectivo de un acuerdo y un resentimiento sin causa clara, como pasa con las inefables pasiones sin crítica.  

El Super Yo existe desde siempre sin la conciencia de sus usuarios. La culpa y el castigo vienen incorporados de fábrica,  por su medio el auto reproche de no alcanzar el ideal se compensa en la arrogancia de sufrir en silencio. “Ganarás el pan con el sudor de tu frente y parirás con dolor”. Prodigio de palabra y su escritura, que menos informa que graba en el psiquismo la convicción de una omnipotencia que sabe lo que busca y los orientaría.. 

Penoso señuelo que da sentido al sinsentido de carecer de al menos de alguno sin renunciar a todos. “La riqueza es fruto del trabajo”. La evidencia que arrastra la imagen de un “trabajo produce la riqueza”, arrastra la verdad de una proposición cierta pero falaz en tanto oculta su beneficiario. 

“Hoy en la fiesta del trabajo unidos por el amor de dios / al pie de la bandera sacrosanta / y la familia que es nuestra tradición”. Incomprensible estrofa que el adoctrinamiento repetía, confiado de que la repetición de la letra siempre deja huella. La letra mueve montañas si la performatividad –eso que las palabras hacen-  está de su lado. El mito opera ideologías conformistas cuando sigue a las prácticas sociales que las reafirman. Es el malestar de los que repiten consignas sin carnadura.

La ideología que más perdura es la de salario, fetiche del “poderoso caballero”, que devora toda energía ajena a su centro de atracción. El porvenir a construir será el que celebre la fiesta del trabajo en cuerpo, razón y deseo. El amplio frente de lo apolíneo y lo dionisíaco. Una jornada ya sin lucha por aniquilar las ideas adversa sin dialogar con su oponente. Una convocatoria al único debate cierto. El que enfrenta ideas distintas. El festejo de los que tienen al semejante como fin de su realización imposible en soledad. Marx se quedó corto. La religión, lejos de ser el opio de los pueblos, es apenas el velo de una meta equívoca que fuerza la razón de no encontrar en sí lo que se codicia del otro. El viejo proyecto de socializar los medios de producción privados sigue vigente, su condición es que se proponga recuperar los propios fines de sacar sentido de su propia existencia compartida y encontrar así la inalienable propiedad de su forma de ser y su propio estilo. Esa Fiesta de los trabajadores porvenir es la que Longino celebraba como  “desmesura mesurada”: un abrirse a la libertad hasta acuñar su propia y limitada versión del Todo.   

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