Opinión

El final de la inocencia

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Los consensos democráticos básicos se vienen deteriorando ante nuestros ojos con una velocidad pasmosa. La erosión del pacto democrático estuvo implícita desde que afloró “la grieta”. Se notó con claridad durante el conflicto con las patronales del campo de 2008. De pronto, se nos invitaba con insistencia a imaginar un escenario político en términos binarios (lo que en sí mismo no está necesariamente mal) recortados según categorías morales (lo que ya se vuelve más complicado). El “populismo” amenazaba “la República”, como la inmoralidad a la decencia, la enfermedad a la salud, la irracionalidad a la razón. Para colmo, era un binarismo reforzado con categorías racistas: eran otra vez “los negros” (irracionales, vagos, manipulados) alterando el “país normal”, es decir, el país blanco. Difícil avenirse a convivir y negociar diferencias con un adversario así imaginado. No se me escapa que los kirchneristas contribuyeron entonces con sus propias denostaciones, también binarias y cargadas de notas morales. Y ya sé que es de buen tono intelectual plantear siempre simetrías. Pero, lamento, no puede decirse en este caso que tuviesen un tenor y un significado equivalente. Claro que los K construyen su propio enemigo político. Pero no lo hacen apelando a la diferencia racial o a la patologización. El error político, la deficiencia moral, la estupidez siempre pueden enmendarse. La inferioridad racial, en cambio, no tiene remedio y, como la enfermedad, debe extirparse.

De allí en más la cosa fue cuesta abajo. Algunos jalones para ayudar a la memoria. La ruptura del pacto democrático que sintetizamos en la consigna “Nunca más” se anunció de manera más explícita a fines de 2014, cuando Macri dejó caer su admonición contra el “curro de los derechos humanos”. Luego le siguió una campaña decidida para enlodar a ese movimiento. Volvieron esos falaces pedidos de “memoria completa” antes solo enarbolados por militares convictos, ahora legitimados por intelectuales del Club Político Argentino. Las sospechas sobre los juicios por crímenes de lesa humanidad, los debates mala leche sobre la cantidad de desaparecidos, el intento de la Corte Suprema de beneficiar a los genocidas con el 2x1. Todo, sobre el bajo continuo del desprecio al “populismo”, los “negros”, “los planeros”. Para entonces ya había un nombre para ese país despreciado, al que se reconocía y no se reconocía como propio. No era solo culpa de los peronistas: era “Peronia” lo que estaba mal. Un país contra sí mismo. La prédica de la autodenigración nacional se volvía constante y se activaba ante cualquier cosa. Somos una tribu de salvajes sin futuro, un país de mierda, eso somos. Odiate/odialos.

En algún momento esos discursos que enervaban a muchos se trocaron en conductas de agresividad extendidas por toda la sociedad. Se notó en 2017 cuando desapareció Santiago Maldonado tras una represión ilegal comandada por Patricia Bullrich. Como no podía ser de otro modo –la misma carátula de la causa, puesta por un juez de simpatías macristas, fue “desaparición forzada”– la sociedad exigió respuestas ante un Estado que respondió con una mentira tras otra y con la invención de enemigos imaginarios, esos terroristas mapuches entrenados al mismo tiempo por las FARC, el IRA, ISIS, el narcotráfico y los cubanos, según nos quiso hacer creer la prensa. Cuando la exigencia se hizo oír, una porción de la sociedad reaccionó desatando una ola de agresiones contra quienes preguntábamos dónde está Santiago. Alfredo Leuco anunciaba en la televisión que “estamos en guerra” y convocaba a los suyos al combate. Muchos se alistaron. Hay que matarlos a todos. Agarren la pala, negros, populistas, planeros, mapuches K, terroristas. Usé entonces el término “microfascismo” para describir ese fenómeno. A algunos no convenció, es lo de menos. 

La derrota del PRO en 2019 radicalizó todavía más el resentimiento de la gente de derecha. Para entonces no pocos habían migrado al liberalismo (más) autoritario de los Espert o los Milei, ahora a ambigua distancia del macrismo. Por su parte, justo antes de irse Macri colaboró con el golpe de Estado en Bolivia, justificado, cuando no apoyado, por sus seguidores y por parte de la prensa argentina. Todavía siguen negando que fuese un golpe. Otro signo del escaso compromiso con la legalidad democrática. 

La situación de pandemia empujó el desquicio un poco más. Los discursos políticos y las conductas de algunos sectores tendieron a independizarse del sentido de realidad y en 2020 los “hechos alternativos”, que ya conocían en EEUU con el trumpismo, aparecieron por estas playas. Tuvimos delirantes escribiendo proclamas contra la “infectadura”, lanzando llamados a la desobediencia civil y también manifestaciones contra “el comunismo”, ya todo mezclado con teorías conspirativas de toda clase. ¡Vayan a laburar, negros-planeros-mapuches-K-comunistas! ¡Basta de barbijos, de populismo, de vacunas rusas que te envenenan, de planes secretos para matar La Libertad, de planes sociales, de impuestos extraordinarios! 

En atentado contra Cristina Kirchner debe leerse en esa serie. Quizás el agresor sea un pibe más o menos suelto, o parte de un pequeño grupo, como parece. Pero no hay dudas de que el odio que lo llevó a disparar está organizado por las categorías y las afectividades de estos años. No sabemos todavía si sus tatuajes son indicio de una militancia nazi orgánica. Tampoco si era fan de Milei como su novia o si le caía tan mal como la vicepresidenta. Pero sí sabemos que lo habitaba el desprecio a los “negros” y la idea de ser un “emprendedor” en virtuoso combate contra vagos y “planeros”. El sentido común individualista/racista/clasista que carcome nuestra sociedad.

Pero el dato más importante es otro. Que un pibe, ayudado por las increíbles fallas en la seguridad de una vicepresidenta, decida dispararle, podría ser un hecho incidental. No lo fue, pero podría haber sido un mero “lobo solitario”. Lo que preocupa es que buena parte de la sociedad haya decidido creer, contra toda evidencia (y otra vez, alentada por los medios), que el atentado no existió. O, peor aún, que se lamente de que no haya sido exitoso. Los animan a eso implícitamente Patricia Bullrich, la presidenta del principal partido de oposición, y los senadores de Juntos por el Cambio, cuando se resisten a algo tan simple, incluso mecánico, como repudiar el atentado. 

No hay “polarización”, ni un “odio” genérico ubicado a ambos lados de la grieta. Como señaló Ernesto Semán, “más que polarización, lo que hay en Argentina es una clara radicalización de la derecha”. Cualesquiera sean los defectos de los kirchneristas, no hay simetría posible. Porque, además, no se trata de un fenómeno particularmente argentino, sino de alcance global. Lo experimentan en este mismo momento en España, en Brasil, el EEUU y en muchos otros sitios. Por todas partes un liberalismo autoritario radicalizado corroe las democracias desde adentro. No por nada la izquierda argentina repudió de inmediato el atentado, así como venía repudiando el uso impúdico del aparato judicial para abonar las campañas de persecución de Juntos por el Cambio. Para quienes no somos kirchneristas está claro que, más temprano que tarde, el constante desprecio hacia las clases bajas y sus derechos, la erosión de los consensos democráticos básicos y el mayor autoritarismo distribuido en la sociedad se revertirá contra el conjunto de las agrupaciones que no sean suficientemente de derecha. Porque la grieta se monta sobre el par peronismo/antiperonismo, pero también lo excede.

Puede que el atentado represente el fin de la inocencia política, el fin de un espacio callejero en el que dirigentes y manifestantes podían mezclarse despreocupadamente. No sé si alguna vez existió tal cosa, pero está claro que ya no será posible volver a creer que jugamos un juego con cuyas reglas todos estamos igualmente comprometidos. Acaso haya llegado la hora de dejar de llorar por la erosión de los consensos democráticos básicos y prepararnos, en cambio, para un mundo en el que ya no podamos contar con ellos. 

EA