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Opinión

Ganar elecciones en el país empatado

Martin Rodríguez rojo Perdón que interrumpa

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¿El gobierno gana las elecciones de este año? Probablemente, la respuesta es que sí. Y ocurrirán primero más o menos las cosas de siempre: unas PASO anticipadas por un cierre de listas otoñal en el que correrá la sangre que siempre corre (la del peso cruel de “las lapiceras”), la crónica costumbrista abundará en las mil remanidas variaciones del “nos cagaron, entré yo solo”, las avivadas de todos los bunker en los que se impondrán más “los duros”, y así. Pero el problema del gobierno no es sólo ganar. Ganar… ¿y después? O más aún: ¿y antes? Porque el problema es de época: es un gobierno regido por las condiciones de hierro de su tiempo. ¿Y qué triunfo sería capaz de romper éste rejuvenecido “empate” que llamamos “grieta”? El problema no es la polarización (que rige la política del mundo) sino el empantanamiento. Un empate que hace de la Argentina un país donde es difícil transformar algo. El país de los bloqueos mutuos. En Argentina vivimos en estado de verdad extrema. Ya conocemos todos los límites. Nos falta una imaginación. Como Los Simuladores, el programa de Damián Szifron que mostraba que hay verdades que se fundan en mentiras. Que para salir, hace falta un salta la banca, más que puños llenos de verdades. Pero y qué. Cómo. Por dónde.

La agenda de  la campaña oficial tendrá sus tres inequívocas patas: presencialidad en las aulas, vacunación en los brazos, cierta reactivación económica en el bolsillo. Todo a pulmón. Y lo dicho anteriormente: repliegue sobre las zonas duras. Mi política, mi cuerpo, mi identidad. ¿Y qué es gestionar? Patear la pelota para adelante, por lo pronto. La expectativa de un “albertismo” (muchos macristas se mofan en las redes: murió antes de nacer) se basó en los principios que desbloquearon las elecciones en 2019: abrir la cancha. Un peronismo que dio pasos de reconciliación imprevistos. Pero una cosa es organizar una oferta electoral y otra es gobernar. Analizar las elecciones de 2019 ya es ocioso. 

Vivimos atrapados en el orden que supimos construir. Una Argentina de resultados pírricos. De equilibrismos constantes. La cornisa infinita: caminando para no desbalancearse por ningún costado. Toma y daca. Acá y allá. Una Argentina en la que algún mes el salario le gana a la inflación, en la que algún mes, como el último febrero, la inflación se desacelera, y no se sabe si eso será tendencia o si está tomando carrera de nuevo. Se crece, se recupera, se gana un poquito, se pierde otro poco, se actualiza la AUH, se sube la tarjeta Alimentar, los alimentos aumentan, sube la nafta, y así, así, todo contenido y en ebullición a la vez. Pasa y no pasa, mientras todos estamos estrábicos: nunca no está mirando el Estado con un ojo el precio de la soja, nunca no está mirando el ciudadano con un ojo el precio del dólar, aunque no lo pueda comprar. Una Argentina que celebra que Bolsonaro venga a la Argentina tras la gestión de Daniel Scioli, que celebra en simultáneo la “provisoria absolución” que recibe Lula Da Silva para volver a ponerse en carrera, este hermano mayor de la edad de oro. Pragmatismo y principios, todo junto y todo el tiempo, mano dura pero no matarás, en el país de los consensos simultáneos. 

Este “orden”, donde tocar medio punto de retenciones mete un nubarrón en el horizonte a los diez minutos, con dígitos de pobreza que volvemos tolerables en menos que canta un gallo, con indolencia, creatividad profesional de sobrevivientes y una agenda de indignaciones para todos los gustos, con una cobertura social que es la herencia del 2001, nuestra Moncloa firmada con una Bic azul en un campamento duhaldista, un Estado social para taponar todo riesgo de “estallido”, un país que curó el trauma de su crisis de hace veinte años con un nuevo orden que hace imposible estallar… ¿y alcanzará? Macri no escribirá que no tuvo eso: su “estallido previo” para fundar su época. No tuvo 1989, no tuvo 2001. Se limitó entonces a su “cambio” sin que le estalle. Y falló, y dañó. Nos dirán: el mundo vive su ciclo de poscrecimiento. Ni 1 a 1, ni tasas chinas. Queda mover la rueda a pulso, a pie, en ojotas. Gobernar el día a día, tocar los cables y no tener los pies mojados. Decidir, medir impacto, calcular, recalcular si es necesario. El decisionismo argentino tiene algo de “murió Víctor Sueyro… igual hay que esperar”. Tranqui hoy, como el gran poema de Alfredo Jaramillo. El mandato decembrista a veinte años: no estallar nunca más. Meter todo adentro si se puede, si no se puede hacer fuerza. El enorme Esteban “Gringo” Castro acaba de anotar un gol colectivo: la UTEP consiguió su personería gremial. Es una gran noticia que se suma al scrum argentino. La crisis de 2001 es una institución estatal más. 

¿Y la anti política? La anti política, acá Ramírez & Quevedo, la interpretan como una de las formas constitutivas de la política post 2001. (Una política nihilista de un macrismo que se siente hijo de la noche ciudadana del 19 de diciembre de 2001 y un kirchnerismo militante hijo del sol mestizo del 20 de diciembre.) Y más allá de los ruidos de la batalla por la justicia, Alberto Fernández pareciera hacer el gobierno que más o menos se puede hacer. Una Argentina que cumple su regla de serrucho (ampliar en años electorales, ajustar lo que se pueda en años pares) pero, ¿cuánto más? Sin margen para terceras vías. ¿Las intentará un reaparecido Randazzo? Si lo hace, lo hará sin suerte, querrá dañar, no sin precio. Lección de Massa: sostener la unidad y colar “su agenda”. Massa logró forjar uno de sus grandes temas, que lo alejó de Cristina en su esplendor y que Macri puso bajo la alfombra. 2021, el año que Massa logró tocar Ganancias. Lo hizo porque Massa es mil cosas, es Brito, Vila y Manzano, es “ventajita”, pero también es (ya) el viejo representante de las intuiciones de la aristocracia obrera y de las clases medias bajas metropolitanas. La masa laboriosa de los “a mí nadie me regaló nada”. No es al que votan siempre, pero es el que nunca deja de mirarlos. Más fiel a ellos, que ellos a él. De vuelta, el orden: al Frente de Todos no le sobra nada. A la política no le sobra nada. 

El Papa, nuestro universal

No miremos al cielo. Miremos la tierra. Hace pocos días el Papa visitó Irak. Una geografía empantanada, un mapa de fracturas abismales, ya que estamos hablando de empates y desempates. El mapa de un mundo definido como de guerra en cuotas. A muchos de los que seguimos al Papa lo hicimos eludiendo todos estos años las colas del oportunismo devoto que creyeron que una foto con Francisco era la visa dorada o el cassette recién traído de Puerta de Hierro para juntar los votos que siempre se juntan y juntarán de cara al sol. Aceptemos: el Papa se universalizó, el Papa es de todos, para bien y para mal (para los que lo quieren, para los que no). El católico argentino y la tradición. Del idioma de los argentinos al lenguaje del mundo. Y el Papa un día fue a Irak. Fue ahí. Al cráter de tantas cosas. A ese país que organizó las palabras con las que pensamos el siglo: fundamentalismo, religiones, petróleo, Imperio, globalización, Estados. 

El periodista y especialista en Medio Oriente Ezequiel Kopel piensa el viaje a Irak bajo tres parámetros: lamento, deseo e Irán. El lamento del Papa es por la catástrofe de las comunidades cristianas en Medio Oriente, “los cristianos en Medio Oriente de la misma zona donde nació el cristianismo la están abandonando”, dice Kopel. “El otro parámetro –señala– es un deseo: el deseo de que nazca un Kurdistán. De que la minoría más grande de Medio Oriente, que nunca tuvo un Estado, forme uno.” De hecho, Francisco hizo una de las misas más grandes de su gira en Irak en el Kurdistán, y se sacó fotos con importantes kurdas. “Y si bien usó siempre la palabra Irak, es un antes y un después en su deseo independentista. Casi no tengo dudas de que el día que los kurdos declaren su independencia, y probablemente nosotros no veamos eso, van a poner estatuas del Papa Francisco en el medio de lo que sea su capital”, redondea Kopel. 

Y el tercer parámetro que nos marca es un mensaje hacia Irán. Es el mensaje de que Irak es un país independiente y no es el patio trasero de Irán. “Recordemos: Irán, tras la caída del dictador sunita Sadam Huseín, en un país de mayoría chiíta como es Irak, empezó a operar en ese territorio como su patio trasero. ¿Y qué hizo el Papa? El Papa visitó a un religioso, al clérigo Ali al-Sistani, que es una especie de contrapoder contra todos los iraníes. Ambos países son de mayoría chiíta, pero al-Sistani es un clérigo que siempre ha destacado que Irak tiene que ser un país independiente. Fue quien presionó a las fuerzas de ocupación estadounidenses luego de la guerra del 2003 que sacaron a Sadam Huseín para que redacten una Constitución y convoquen a elecciones”. De modo que esa visita del Papa Francisco no fue accidental: fue un mensaje para destacar la independencia de Irak, y también para destacar a una persona, a un clérigo, que siempre ha provisto una especie de manto protector sobre los pocos cristianos que quedan en Irak, a diferencia de lo que han hecho muchas milicias chiítas pro iraníes, que han producido un principio de “limpieza étnica” sobre ciertas comunidades cristianas del norte de Irak.

“Francisco está cimentando su legado”, dice Kopel. Viajó al mismo lugar de Mosul donde el Estado islámico ISIS y su autoproclamado Khalifa había anunciado que iban a llegar hasta Roma y cortarle la cabeza. Esa imagen, que se lleva el viento de las mil imágenes, el Papa Francisco en el mismo lugar donde el líder de ISIS lo había amenazado, nos dice “acá está mi respuesta, éste es mi legado”. ¿Se puede recoger ese guante? Sin moralismos, pero se puede. Desde un concejal de pueblo hasta el presidente. Francisco nació de estos mismos charcos argentinos. No era ajeno a las tretas, a las miserias de la política, a las polarizaciones en el país de resultados pírricos. Pero el Papa hizo eso que no es “moderación” ni extremismo: es profundidad. Fue al nervio de las cosas. Metió la mano debajo de la mugre. Hizo todo lo que puede hacer un mortal para mover una montaña moviendo tan solo una piedra.

MR

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