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Opinión

Gramsci murió en Argentina

El expresidente Raúl Alfonsín

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“Ahora necesitamos que el presidente se convierta en otro. Más peronista y menos alfonsinista”, concluyó un periodista kirchnerista luego de las últimas elecciones primarias, expresando quizás el sentir y los preconceptos de muchos militantes. Discutir qué es el peronismo ha llevado pilas de libros. Y algunos muertos. Discutir a Alfonsín es una tarea menos frecuente. Diario de una temporada en el quinto piso (Edhasa, 2021), las memorias del sociólogo Juan Carlos Torre como miembro del equipo de Sourrouille entre 1983 y 1989, pueden ser una buena manera de hacerlo en 2021.

“Hoy comienzo mis grabaciones. Lo hago con el ánimo deprimido”, abre Torre su diario un 27 de abril de 1984. Y ese ánimo lo acompañará durante casi todo el libro. Está bien: eran los años de Don Cornelio, Fricción y La Sobrecarga, todo era dark. La primavera democrática no llegó al Palacio de Hacienda, estrangulado por la estanflación, el FMI y las demandas sectoriales. Por las páginas del diario veremos circular a López Murphy, pidiendo un ajuste desde el día uno de la democracia; a Lavagna, atribuyéndose participación en un Plan Austral aún exitoso; a Adalberto Rodríguez Giavarini, aquel que felicitó a De La Rúa por haber redactado su renuncia a mano, distrayendo a Grinspun en plena negociación con el FMI con una carpeta de recortes periodísticos. También hay escenas sublimes: Sourrouille y Ubaldini jugando un fulbito en el despacho ministerial con la oferta salarial hecha un bollo de papel; Torre deambulando apesadumbrado por Casa Rosada durante la crisis militar de Semana Santa, luego de que Suárez Lastra lo invitara a irse de una reunión, para terminar en un misterioso cuarto lleno de muebles abandonados, de donde también lo echan.

El corazón narrativo del Diario es la pandilla tecnocrática del 5° piso del Ministerio: Machinea, Canitrot, Brodersohn, Frenkel y Sourrouille, el verdadero héroe del libro. El Sourrouille de Torre es inteligente, sagaz, paciente, leal, el amigo que quisiéramos tener, también, de alguna manera, el ministro que no pudimos tener. Enfrente están los otros, los que se turnan para complicar la gestión reclamando fomentar el consumo mientras el capitalismo argentino se extingue: Bernardo Grinspun y la vieja guardia radical, primero; Nosiglia y los “chicos” de la Coordinadora, después; el país entero, al final. Y Alfonsín, involuntariamente, siempre. Atado a lealtades políticas y personales, incapaz de subordinar su proyecto político a las restricciones materiales, el “Padre de la democracia” no deja de agradecerle a Sourrouille su trabajo pero se encapricha en gastar U$S 2.000 millones en trasladar la capital a Viedma y reclama menos austeridad apenas la inflación baja unos décimos. 

Pese a la pasteurización a la que lo sometió la Historia, hoy Alfonsín admite versiones casi opuestas: el audaz que enjuició a las Juntas, el maquiavélico que ya en el ‘83 pensaba en la Obediencia Debida, el tibio de Semana Santa, el estadista realpolitik del Pacto de Olivos y el interinato de Duhalde. “Alfonsín entendió la época”, me respondió un amigo peronista, ya fastidiado con mis críticas y matices. El Diario de Torre permite entender al alfonsinismo como una lectura histórica de la época a la vez que una mirada voluntarista del presente: “En la cabeza tenía, por un lado, la preocupación por personalizar en el régimen militar la situación de crisis que recibió el país y en el otro costado, como en un lóbulo independiente, estaba la idea de lo que debe y puede hacer el gobierno de ahora en más. Y las dos cosas no se juntaban”. 

El realismo político puede ser el motor de audacias y cálculos, irresponsabilidades y cobardías. Pero también de obcecaciones. La confianza ciega en que todo es político, nada es real, en que no hay restricciones materiales que un caudillo pícaro, un discurso articulado o un significante flotante bien cosido al acolchado no puedan domar. Pero la realidad existe. Y no hay soluciones progresistas para todos los problemas. A veces tenemos que ser ortodoxos, conservadores, justamente para conservar la existencia de ese pueblo al que decimos representar. “El que se va a lucir es el que me sucederá a mí, el próximo presidente”, masculla un Alfonsín chinchudo cuando le proyectan apenas un 4% de crecimiento para 1985. Gran parte de los suspiros de Torre por un Ministerio autónomo, un gobierno decidido ante las presiones y racional ante las condiciones, parecieron ser, si no cumplidos, al menos vengados por “el próximo presidente”.

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Mentirse y creerse

Entonces, ¿qué lugar queda para la política? A lo largo de un diario obsesionado por el déficit, la inflación y la deuda, aflora en Torre la necesidad de enmarcar todo eso en un proyecto más grande que le dé sentido, un relato, una ideología. Se lo dice una noche Ana María Mustapic, a la sazón su esposa: “Es necesario articular la referencia al acuerdo que se dirige a la clase política con una referencia a la solidaridad que se dirige a la población”. Más tarde, es Alain Touraine, director de la tesis de Torre en París, quien propone disolver la polarización entre democracia y justicia social con un llamado “churchilliano” a la conciencia nacional. Finalmente, Pancho Aricó trae el recuerdo de la operación política de Perón durante el terremoto de San Juan en 1944: “Ponerse a la cabeza de una empresa nacional, capitalizando la sensación colectiva de emergencia. Esto es precisamente lo que pareciera faltar hoy día. La necesidad de una consigna capaz de galvanizar a esta sociedad siempre voluble”. Y la democracia, concluye Torre, por sí sola no moviliza lo suficiente.

La presencia de Aricó es sintomática. Luego de haber introducido al pensamiento de Gramsci al debate izquierdista local desde la revista Pasado y presente, se reconcilió con la democracia en el exilio y, retornado, acompañó al Grupo Esmeralda. Formado por Meyer Goodbar para asesorar a Alfonsín en discursos e imagen presidencial, el grupo estaba integrado, entre otros, por Juan Carlos Portantiero y Emilio De Ipola, compañeros gramscianos de Aricó. Para ellos, señala Cecilia Lesgart, el pensamiento de Gramsci fue útil no solo por el papel que les otorga a los intelectuales en los asuntos de Estado, sino también por la idea de la democracia como reforma intelectual y moral. La “hegemonía pluralista” de Portantiero, la “rebelión del coro” de Nun, el “pacto democrático” de De Ipola son algunos de los conceptos con los que pretendieron darle un marco más amplio al alfonsinismo.

Uno de los hitos de esa empresa fue el famoso discurso de Parque Norte de 1985, en el que participó Torre. “¿Cómo es posible que un presidente hábil como Alfonsín acepte pronunciar tremendos mamotretos abrumadores de 14.000 palabras con principios filosóficos y políticos tan confusos o elementales que no servirían ni como apuntes de un curso de ingreso universitario?”, reseñó el diario Ámbito financiero al evento. Más tarde es Torre mismo el que califica a las palabras de Alfonsín en Entremos en la historia para fundar la Segunda República, un acto organizado por la UCR, como “un discurso conceptual frente a una audiencia que había concurrido en busca de emoción. La incongruencia entre el tono de las palabras de Alfonsín y las expectativas de los militantes radicales hizo que, en un balance final, el evento culminara en un fracaso”. 

Algo no andaba bien en la construcción de la hegemonía y no era solo la economía. Torre ensaya una autocrítica ante la incipiente videopolítica: “Mi preocupación es hacer un discurso que se entienda, pero lo hago con el cuidado que pondría en la redacción de un texto escrito; no manejo los recursos de la comunicación de un medio como es la TV”. Roberto Frenkel, matemático reconvertido en economista y sobreviviente del gobierno de Salvador Allende, es más agudo: le señala al equipo de Sourrouille que “se equivoca al pretender introducir racionalidad a un gobierno que no la quiere, y a través de él, a una sociedad que se opone a ella; en ese esfuerzo vano se pierde tiempo. Y no solamente se pierde tiempo, también se pierde identidad”. Torre redondea esa intuición sobre la ingratitud de la democracia: “La gente no agradece a quienes se esfuerzan por evitar que sobrevenga lo peor en sus vidas porque cuando esos esfuerzos son eficaces (...) cuando se conjura de manera oportuna lo peor, la gente no reacciona aliviada sino que retoma sus viejos hábitos y levanta sus demandas de siempre”. Hasta que finalmente sobrevino lo peor. Gramsci murió en Argentina en 1989, no hubo hegemonía que contuviera a la hiperinflación y los saqueos. La democracia es un sistema ingrato.

Gramsci murió en Argentina en 1989, no hubo hegemonía que contuviera a la hiperinflación y los saqueos. La democracia es un sistema ingrato.

Patria o muerte

Pareciera que también en este asunto fue “el próximo presidente” el que pudo capitalizar la sobrevenida de lo peor. El propio Torre, junto a Pablo Gerchunoff, estudió cómo el trauma de la hiperinflación allanó el camino para las reformas económicas que ellos mismos no habían podido hacer dos años antes. Pero el susto no siempre apunta para el mismo lado. Cuando lo peor volvió diez años después en 2001, la sociedad levantó sus demandas de siempre y tuvo éxito: el kirchnerismo, sus reparaciones sociales y su irresponsabilidad fiscal, pueden leerse como la larga reacción de pavor ante aquello. Un proyecto de poder construido sobre el trauma de lo peor, financiar como sea los viejos hábitos de la sociedad ingrata para que las demandas de siempre no ardan a sus pies. Cuando las arcas se vaciaron fue necesario compensarlas con aquello que el alfonsinismo no había logrado en vida: un marco general, un relato.

Así fue como Gramsci resucitó en Argentina en 2009, tal como lo denunció el lamentable Abel Posse. Pero la construcción de hegemonía ya no fue pluralista. Según Aboy Carlés, ni siquiera fue populista, fue jacobina. Un modelo polarizado, binario, que ya no vale la pena denunciar como “grieta” porque hasta esa denuncia cayó en la misma lógica: los críticos de la Grieta no tienen nada que discutir con aquellos que creen en ella. La grieta de la grieta. Us and them, patria o muerte. Esa parece ser la hegemonía hoy, la única manera válida de construir identidad para cualquier proyecto, de garantizar la autonomía de la política por encima de cualquier restricción material o racionalidad económica. Esa parece ser la revancha de Alfonsín. Y esa parece ser también la lógica que nos lleve al mismo final. Esperar que el advenimiento de lo peor le allane el camino al “próximo presidente”. Ojalá que no. Aquí termino esta reseña. Lo hago con el ánimo deprimido.

AG

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