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Oíd el ruido Opinión

Gustavo Grobocopatel, el canto de la tierra agrotóxica

Gustavo Grobocopatel, en el Trío Cruz del Sur

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“Las penas son de nosotros, las vaquitas son ajenas”, le dijo Gustavo Grobocopatel a Tomás Rebord en referencia a la falta de más multinacionales argentinas que pudieran aprovechar los beneficios de la globalización. La cita de “El arriero”, de Atahualpa Yupanqui, incrustada en una conversación sobre flujos financieros y competitividad parece resumir esa curiosa condición de Grobocopatel: rey de una soja cuyo precio internacional vuelve a estar por las nubes por la crisis internacional – ha cotizado esta semana 655 dólares la tonelada-  y, a la vez, cantante algo más que vocacional. Pero el orden de los factores podría invertirse: tenor de voz cultivada y magnate de la agroindustria. Una vez, Vicentico, el del canto inclasificable, se lo encontró en un avión y le dijo: “Vos sos el que canta, ¿no?’”. Ese desdoblamiento, parece generar sus torsiones, como si ciertas ideas le vinieran súbitamente de letras. Días atrás le dijo a LN+ desde su residencia en Riachuelo, cerca de Colonia, que le “dolía” la Argentina. Le faltó quizá añadir: “En mi país, qué tristeza”. Así comienza el Adagio de mi país de Alfredo Zitarrosa. 

A partir de los casos de Alberto Fernández y de Grobocopatel se me ocurrió una historia donde toda la elite se comunica a través de citas de canciones. Será para otro momento. Digamos por lo pronto que tanto Yupanqui como el Zitarrosa suelen formar parte del repertorio musical del ingeniero agrónomo, quien no cesa en el esfuerzo de mejorar su voz.  “El hecho de cantar me demanda una sensación física que no tiene comparación. Es como estar vivo en cada milímetro cuadrado de tu cuerpo”, le confesó en 2018 a Ámbito Financiero. La voz fija ahí una medida que no es solo vibracional. Podríamos pensar que la analogía (“cada milímetro cuadrado”) pertenece a un agrimensor. Me recuerda, sin embargo, a un momento de Los dueños de la tierra, la novela de David Viñas. “Poseer era contar: tres ovejas, cien ovejas, doscientas cuarenta y nueve ovejas, tres mil… Poseer era limitar: de ese brete al corral de las preñadas y de allí al fondo del campo”. Pero, se sabe, Grobocopatel no se distingue por ese modo de usufructo. Arrienda, que no es lo mismo que decir arriero, claro. Grobo Agropecuaria llegó a acopiar 2,2 millones de toneladas el primer año de la pandemia, y 2,5 millones de toneladas el ciclo siguiente. Su objetivo a corto plazo es aumentar la superficie sembrada para acopiar 3,5 millones de toneladas y abrir nuevas sucursales de venta de insumos. Durante la campaña 2020-21 facturó unos 650 millones de dólares y contempla para el presente período pasar a los 750 millones de dólares. En la actualidad, el 76% de las acciones de Los Grobo están en manos del grupo inversor Victoria Capital Partners (VCP), mientras que el 24% restante lo tienen el ingeniero-cantante y su hermana. 

Es usual leer acerca de la fortuna que han acumulado los cantantes ingleses y norteamericanos. Sir Andrew Lloyd Webber, autor entre otros musicales de Evita, y Sir Paul McCarteny tienen cada uno más de 800 millones de libras. Derechos de autor y pertenencia a la nobleza han venido de la mano. Pocos son sin embargo los casos de millonarios cuyas vidas oscilaron entre la necesidad de ampliar la rentabilidad y la vida artística. Charles Ives fundó a principios de siglo una de las compañías de seguros más importantes de Manhattan (Ives & Myrick) mientras que, a la par, componía obras orquestales de una audacia casi sin par en su momento, desde “The Unanswered Question” a “Central Park in the dark”. La pregunta sobre los orígenes musicales de Grobocopatel es más modesta y asequible, aunque no menos sugerente: una maestra de la secundaria que le enseñaba canciones de Sui Generis y Almendra. La música de la ciudad educaba al chico del campo. Hasta que llegó el folclore.

No deja de ser en un sentido original esa tensión entre una vida profesional dedicada a los pooles de siembra de ganancias exponenciales y un cancionero que suele hablar sobre la cuestión de la tierra, ya sea porque poetiza la relación del hombre con el paisaje o discute su tenencia o la relación de peones y patrones, guitarra mediante. Seguramente esa última vertiente no le interesa a Grobocopatel en su condición de voz solista del Trío Cruz del Sur, con los guitarristas José Félix Boses y Hector Llanos, o del dúo que integra con el pianista Carlos Morán.  

A comienzo de los sesenta, a partir del surgimiento del Nuevo Cancionero, en la provincia de Mendoza, liderado por Armando Tejada Gómez, un grupo de poetas y músicos se propusieron construir a partir de las raíces folclóricas formas artísticas que dieran cuenta del país “en su totalidad humana” y de los “contenidos” (concepto clave del realismo estético) que expresen “el aquí y hoy”. Para ellos el “descubrimiento de la tierra” era un modo de “tomar conciencia”.  El listado de canciones que, dentro y fuera del Movimiento, respondieron al Manifiesto, es largo.  “Quisiera, que el que guíe los destinos/ de la Patria, alguna vez, contemple las penurias que sufrimos/ en la mísera orfandad”, cantaba Horacio Guarany en 1969. Su “Canción del Labriego” forma parte del disco Tierra caliente, de 1969. Ese tipo lamento contendrá, en breve un programa de acción. Hace medio siglo se editó en Hasta la victoria. Aquel disco de Mercedes Sosa contiene la “Plegaria para un labrador”, de Víctor Jara. “Hágase por fin la voluntad aquí en la tierra/ Danos tu fuerza y tu valor al combatir/ Sopla como el viento la flor de la quebrada/ Limpia como el fuego el cañón de mi fusil”. En 1973, Mercedes redobla la apuesta y en Traigo un pueblo en mi voz se resume el programa político del Partido Comunista para el campo. De un lado, “Cuando tenga la tierra”, de Daniel Toro, con la promesa de cambios que traía ese año: “cuando tenga la tierra/ Te lo juro semilla, que la vida/ Será un dulce racimo y en el mar de las uvas/ Nuestro vino”. En el mismo vinilo se encuentra “Triunfo agrario”, de Tejada Gómez - César Isella, una dupla que forma parte de las afinidades de Grobocopatel. “Nos duele hasta los huesos/ El latifundio/ Esta es la tierra padre/ Que vos pisabas/ Todavía mi canto/ No la rescata/ ¿Y cuándo será el día? / Pregunto cuando/ Que por la tierra estéril/ Vengan sembrando/ Todos los campesinos/ Desalojados”. La época parecía conminar a cantantes insospechados de mentar a la revolución a invocar la figura del campesino desahuciado. Hasta en Yo tengo fe, Palito Ortega incluye en 1973 su “Silencio para un labrador”.  La canción se inicia con una guitarra con el efecto de wah-wah y sintetizador arpegiado como en “Because”, de los Beatles. “Silencio que la fosa que se cava / es para un pobre labrador”. La tierra que “ya cubre su pobreza” lo llora. “Se pudre la semilla de la flor”. El anhelo de “tener la tierra” es escuchado desde el presente como una aspiración setentista que, por varias razones, desde el terror estatal, la desafección y el miedo de caer en el anacronismo musical, salió de las preocupaciones de los cantautores. De hecho, la propia Mercedes Sosa dejó de integrarla a su repertorio. El problema de la tierra no se fue, sin embargo: casi el 40% del territorio argentino es propiedad de 1200 terratenientes.

Se nota que a Grobocopatel le gusta apropiarse en escena de las canciones que han salido alguna vez de la garganta de Mercedes. Durante sus años de exilio español, en 1979, ella grabó la “Canción de las simples cosas”, de Isella y Gómez. También prueba suerte “Fuego de Anymaná”, de la misma dupla. La Negra la había presentado por primera vez en 1982, a su regreso a Buenos Aires. Aquel concierto de febrero, hace cuatro décadas, supuso uno de los actos culturales más importantes contra la dictadura antes del desembarco en Malvinas. “Piensan que estoy secando al sol de la soledad/ Que por estar en mi raíz, ya no crezco más”.  Hablamos, entonces, de canciones que, al pasar por la voz del esforzado tenor quedan despojadas de sus inscripciones políticas e históricas (algo que suele ocurrir en tiempos de rápida deglución: fíjense en el remix de la partisana “Bella Ciao” posterior a la explosión de La casa de papel). Hay, en esas versiones del ingeniero, algo extemporáneo (un cuerpo, tieso, un entorno, de amistades complacidas y relaciones sociales asimétricas, un modo de dramatizar, sin entrañas). Como si pasaran por un proceso transgénico para adaptarse, se Grobalizaran.

La palabra “soja” no formaba parte de las zambas, chacareras y canciones de espasmódica empatía con los condenados de la tierra. La producción comenzó casi en coincidencia con la última dictadura. En la actualidad cubre el 60% de la superficie sembrada del país. La soja es el principal cultivo del país y el vector de la cadena agroindustrial. Su contribución al PIB es vital, pero también, responsable del daño ecológico y a la pobreza en el campo porque no requiera casi de mano de obra. Cerca de cinco millones de hectáreas de bosques nativos fueron desmontadas solo entre 1998 y 2014, con la correspondiente desertificación y pérdida de biodiversidad. Millones y millones de litros de agroquímicos se vierten sobre el suelo, en especial el glifosato al que la soja es tolerante. El campo argentino es el que más utiliza este compuesto en el mundo. El inventario de efectos es aterrador: poblaciones enteras con cáncer, leucemia, parkinson, asma como consecuencia de las fumigaciones con agrotóxicos. El folclore ha sido pródigo en recurrir a nombres propios para cantar historias, a veces verdaderas (Eulogia Tapia, el Manco Arana, Maturana). ¿Alguien compondrá alguna vez una zamba sobre Ana Zabaloy, la maestra que luchó contra esos procedimientos que afectaban a las escuelas rurales? (Tal vez esa expectativa sea infundada: cada época encuentra las maneras de abordar, de manera más o menos conscientes, con mayor o menor literalidad, sus propios dramas).

El Gobierno ha autorizado el uso del trigo transgénico HB4, que incorpora un gen proveniente del girasol que responde a la sequía. La semilla está modificada genéticamente para adaptarse a suelos secos o salinos y resistir al glufosinato de amonio, un agrotóxico que mata muchísimos más insectos que el glifosato y que, sostienen los ambientalistas, arrasa con la salud de las poblaciones. Bioceres, la empresa que ha desarrollado el HB4 cuenta con Grobocopatel y el farmacéutico Hugo Sigman como sus principales accionistas. En su conversación con el doctor Rebord, el ingeniero no solo defendió su utilización sino la alianza que se sella en esa semilla entre el capital y la ciencia a partir del trabajo realizado por Raquel Chan (Conicet-Universidad Nacional del Litoral). “Según la FAO, el glufosinato de amonio es 15 veces más tóxico que el glifosato, ampliamente cuestionado y prohibido en muchos países por su toxicidad aguda y sus efectos neurotóxicos y genotóxicos. Es letal para organismos que contribuyen naturalmente a mantener la dinámica de los agroecosistemas: arañas, ácaros, artrópodos depredadores, mariposas y otros polinizadores y microorganismos del suelo”, han advertido científicos argentinos a través de una carta abierta. Bioceres rechaza esos señalamientos.

La Universidad de Concepción del Uruguay (UCU) le entregó a Grobocopatel el título honoris causa. El nombramiento provocó irritación entre los ambientalistas. “Es uno de los mayores impulsores y partícipe necesario de un modelo de agronegocios cuyos daños han sido sobradamente probados, especialmente a partir del dolor de nuestra sociedad y la destrucción de nuestros territorios, tras el envenenamiento de nuestros alimentos y la transformación del derecho a la alimentación en un negocio financiero”.  Juan Grabois también lo demonizaba. “Hace seis, siete años escribí un libro que se llama La clase peligrosa, en el que uno de los malos era Grobocopatel”. Grabois se encontró con el sojero-cantante y le cayó “un poco mejor”. Persiste, no obstante, un desacuerdo vital: “la cosa menos productiva del mundo es la soja”. Dijo el ingeniero: “en muchas cosas coincido con Juan. La primera es lo del desmonte y los impactos que tienen”.

Grobocopatel votó a Mauricio Macri en 2015 y es un tenaz opositor a gravar la actividad de la agroindustria. La música le propicia, en cambio, zonas de consenso que la sojización y la tasa de ganancia no admiten. El gusto por Atahualpa Yupanqui, Martha Argerich o el Cuchi Leguizamón lo convierte en una suerte de anomalía en el mundo del capital. “Si se hubiera dedicado de joven a la música hubiera sido un gran artista”, dice su actual pareja, la soprano Verónica Cangemi. El ingeniero se apresta a lanzar un nuevo disco, cinco años después del que grabó con su trío y que incluye, entre otros temas “Los ejes de mi carreta”, “Campo sin eco”, de Eduardo Falú, y la cuota obligada de Tejada Gómez. También “Tiempo de tonadas”, del mendocino Jorge Viñas, quien en el video es presentado curiosamente con el nombre de David.

Canto de la tierra. Tierra de final cantado (por los agrotóxicos). Cantar la justa medida. Agronegocio y música encuentran otra curiosa convergencia en este mundo donde Grobocopatel es figura dominante. Una línea de fungicidas, herbicidas, insecticidas se llama Zamba, nada menos, como si se hubieran inspirado en él. El Glifomax GS, dice la empresa, ocasiona “la muerte total de las malezas emergidas”. Adeeentro….

AG

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