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Haciendo amistades en cautiverio

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El laverrap destruye la ropa y la convivencia el deseo. Si frecuentamos mucho a las personas, terminamos por establecer relaciones que pierden su sentido, como pasa cuando repetimos una palabra una y otra vez. Es curioso, porque la búsqueda de un lugar seguro, de una ruta señalizada que nos lleve sin problemas a destino, la certeza de estar con la persona indicada, es algo que nos inculcan -consciente o inconscientemente- desde que nacemos. No viajás a una ciudad para perderte, viajás para conocerla. Y, a veces, uno termina visitando lugares que la empresa turística determina que tenés que conocer, y haciendo amistades en cautiverio dentro de las combis de los tours. 

Unos amigos alquilaron una quinta y me invitaron a que fuera a pasar el día. Me mandaron la dirección por WhatsApp, pero les dije que yo no uso GPS. No tengo esa costumbre. Prefiero que me indiquen cómo llegar y anoto en una libreta un pequeño mapa con dibujitos. Me encantaban los mapas antiguos, esos lugares que no estaban aún descubiertos y que eran denominados por los cartógrafos como “terra incognita”. 

Supongo que, en el fondo, tengo -como casi todo el mundo- un profundo anhelo de perderme. Salir de una vida seriada, de costumbres repetitivas, perder la forma humana. Hacer que el mundo sea un lugar más grande que mi conocimiento. 

Tenía que ir a Pilar, subir por la Panamericana, cruzar un primer peaje y después, según las indicaciones de mis amigos, cruzar dos desvíos. Uno era Pilar - Tigre y el otro Pilar - Rosario. Siguiendo siempre por la izquierda, me iba a encontrar con un supermercado Disco a mi derecha, ese era el kilometro 39 y ahí tenía que bajar. Mis dos hijos iban atrás: Anita leyendo y Julián mirando el camino. Una cosa es perderse solo, lejos de los padres. Y otra es perderse junto con tu padre. Algo que les sucede a menudo a mis hijos cuando viajan conmigo en auto. Al rato de andar, me di cuenta de que hacía demasiado tiempo que estábamos en la ruta. Paré en una estación de servicio y un hombre mayor, de overall naranja, bajó un sol intenso y un calor denso, me confirmó que estábamos perdidos.  

A veces, tener una infancia dura y sobreponerse a eso hace que ciertas personas ya adultas , no quieran saber nada con perderse (ni encontrar a ciertas personas que parezcan perdidas).

Hay un poema de Robert Frost donde el personaje que habita el texto se encuentra frente a una bifurcación de caminos. Elige uno, y Frost dice: “Y tomar ese camino hizo la persona que soy”. Para algunos perderse o perder algo es una maldición. Pero no siempre es así. Me acuerdo que en Pálido fuego, la novela de Vladimir Nabokov, está escrita esta frase genial: “El guante se alegra de perderse”. A veces perder a alguien puede hacer que tu voz cambie. Como le sucedió a Beck Hansen, cuando se separó de su novia. Metabolizó la pérdida haciendo canciones hermosas en un disco melancólico que se llama Sea Change. Su productor, Neil Gondrich, dijo en ese momento: “Cuando escuchábamos Mutations su voz sonaba como Mickey Mouse. Ahora en Sea changes, tiene una gran vibración”. 

Claro que, a veces, tener una infancia dura y sobreponerse a eso hace que ciertas personas ya adultas , no quieran saber nada con perderse (ni encontrar a ciertas personas que parezcan perdidas). Porque esas personas son el recordatorio doloroso de que algo no anda bien, de que algo no encaja. Esas personas, que podemos encontrar en una fiesta o en la cola del supermercado, son heraldos que nos traen noticias de un mundo subterráneo, un mundo imprevisible en el que no tenemos control. Nos muestran con la rapidez que se enciende un fósforo que la certeza de nuestra vida, nuestros grandes momentos, están atados con retazos de cinta scotch. Entonces nos aferramos a una pareja, a una rutina o a una ideología que nos tranquilice. 

También estamos educados para que, frente a situaciones de shock, no perdemos la compostura. Como le pasa a Kitti, el personaje de León Tolstoi en Anna Karenina, cuando enamorada de Vrondsky, en un baile de sociedad, ella descubre que él está enamorado de Anna Karenina. Entonces, Tolstoi escribe: “Todo el baile, todo el mundo quedó nublado en el alma de Kitti. Sólo la rígida educación que había recibido le servía de puntal y la obligaba a hacer lo que se esperaba de ella, a saber, bailar, contestar preguntas, hablar, incluso sonreir”. 

Me acuerdo del furor de Lost, una serie que era una especie de reescritura de El Señor de las moscas, pero con adultos. Había en la historia un personaje increíble que se llamaba Benjamin Linus. Funcionaba como punto de almohadillado de la narración. Su misterio -quién era, porque estaba en la isla antes de que los pasajeros del vuelo cayeran ahí, que relación tenía con las potencias secretas del lugar- tensaba la ficción, la poesía de la serie. Verlo convertirse en un personaje soso, previsible y sin misterio fue una de las grandes pérdidas de Lost. Era como cuando a un número diez talentoso, el técnico lo sacrifica haciendo que baje a marcar. ¿Qué había pasado? Que las historias rizomáticas en las que había caído la serie debían ser saturadas, rápidamente, para que la historia se entienda. Porque la gente no compra preguntas y no le interesa para nada convivir con el misterio. Quiere respuestas.

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